Lecturas
En días recientes, mientras leía la patriótica y ardorosa proclama con la que Eusebio Leal llamaba a que no se pisoteara ni se pusiera precio a nuestra enseña nacional, el escribidor recordaba, de la manera más vívida, sus días de infancia, cuando en ocasión de las fechas patrias, se apresuraba, en compañía de su hermana, a colocar una bandera cubana en la ventana principal de nuestra casa de Lawton. Así ocurría el 28 de enero, día del natalicio del Apóstol; el 24 de febrero, aniversario de lo que todavía llamábamos el Grito de Baire; el 10 de octubre, día del Grito de Yara, y por qué ocultarlo, el 20 de mayo, para conmemorar la instauración de la República.
No había entonces organización política o social que orientara ese proceder ni nadie que nos obligara a hacerlo, como no fuera el ejemplo y el estímulo de nuestros mayores y el influjo de la escuela, aquel humilde colegio de barrio donde cada clase de historia o de educación moral y cívica, impartidas por maestros mal pagados, a quienes no les alcanzaba el salario, era una lección de amor a Cuba.
Consigna Eusebio Leal en su arenga la pena que ocasiona ver la bandera de la estrella solitaria «a la venta entre otros productos de la artesanía como si se tratara de una de ellas o de un objeto común». O estampada, añade, «en un delantal para la cocina, en una ridícula camiseta y en otras incalificables y vulgares formas», entre las que no falta, precisa el escribidor por su cuenta, el atuendo de alguna que otra cantante que sale a escena disfrazada de bandera, como si eso contribuyera a cimentar su innegable talento y bien ganada popularidad.
Lo que sucede con la bandera no es un hecho aislado. Es solo una expresión de la crisis de civismo que se manifiesta hoy en la Isla; de la falta de valores que empezó a entronizarse en la vida cubana a partir del llamado período especial y que cobra fuerzas desde entonces.
Contrasta esta actitud actual de algunas personas con el ejemplo de Silvia Alfonso y Aldama en el pasado. Ocurrió que la ruptura de relaciones diplomáticas entre Roma y La Habana, en los días de la Segunda Guerra Mundial, obligó a Miguel Figueroa, representante de Cuba ante la Santa Sede a permanecer más de dos años recluido en el Vaticano. Cuando finalizó la contienda y Figueroa pudo superar su encierro, debió suplir la ausencia de diplomáticos cubanos en la capital italiana, y una de sus primeras gestiones fue la de visitar a los compatriotas establecidos en dicha ciudad, a fin de informar de su situación al Ministerio de Estado en La Habana y brindarles ayuda en la medida de lo posible.
La persona más prominente de aquella colonia era Silvia Alfonso y Aldama, condesa Manzini, descendiente de Miguel Aldama, «Benemérito de la Patria», poseedor de una de las grandes fortunas de la Cuba del siglo XIX, que perdió, por su filiación política, en los días de la Guerra Grande (1868-78). Casó ella en primeras nupcias con el millonario cienfueguero Emilio Terry y, muerto este, contrajo matrimonio con un italiano, el Conde Manzini, que sería embajador en la Unión Soviética, Francia y otros países europeos. Fue una de las cubanas más bellas de su tiempo, pero cuando Figueroa la conoció en Roma, de su legendaria belleza quedaba únicamente el recuerdo. Vivía sola en una casa magnífica, en la Vía Cassia, construida sobre los restos de una villa imperial, junto al lugar que la tradición atribuye a la tumba del emperador romano Nerón.
Llegó Figueroa a la mansión de la Manzini. La destrucción era allí total. Una bala de cañón había atravesado la casa de parte a parte, derribando paredes exteriores e interiores y destruyendo muebles y obras de arte, aunque sin causar desgracias humanas. Reinaba la confusión en la ciudad ocupada por los estadounidenses; el hambre era general y la ausencia de policías que pusieran coto a los desmanes y saqueos hacía más difícil la situación.
Pero Silvia Alfonso y Aldama, entera e indómita, con la cabeza erguida en gesto característico, insistió en permanecer en su casa, indiferente a las carencias y al peligro. Preguntó Figueroa en qué podía ayudarla, qué podía llevar para aliviar la situación de aquella mujer que lo había perdido todo.
Silvia fue precisa en su respuesta. Dijo a Figueroa:
—Tráigame una bandera cubana.
¿Cómo surgió esa bandera? ¿Quiénes la diseñaron? ¿Cuál es su simbolismo masónico? ¿Es cierto que fue en su origen emblema del movimiento que, encabezado por Narciso López, pretendía la anexión de Cuba a Estados Unidos? La Asamblea de Guáimaro, el 11 de abril de 1869, la escogió como enseña nacional por encima de la bandera de Carlos Manuel de Céspedes. La sangre derramada por miles de cubanos, diría José Martí, la saneó de su dudoso origen.
Nacido en Venezuela, Narciso López alcanzó el grado de General en el Ejército español. Estuvo en Cuba y ocupó cargos en el aparato colonial hasta que empezó a conspirar contra la Metrópoli. En julio de 1848, frustrada la conspiración de la Mina de la Rosa Cubana, que encabezaba, se vio obligado, al igual que muchos de sus seguidores, a salir de la Isla. Se dice que en 1849, en un atardecer veraniego, López vio los colores de la bandera en el cielo neoyorquino. Su «estrábica carrera política», dice Leal, no le opaca el mérito de haberla imaginado. Un año después, en una conversación con el poeta matancero Miguel Teurbe Tolón, resaltó López la conveniencia de contar con una bandera que obrara como distintivo de la lucha contra España y llevó al papel un proyecto de bandera conforme con lo que vio o creyó ver en el cielo de Nueva York. Poco después, el 12 de abril, llega a EE. UU. Emilia Teurbe Tolón, esposa y prima hermana de Miguel, con quien compartía el quehacer conspirativo. Es ahí que Narciso López pide a la muchacha que confeccione la bandera cuyo boceto había dibujado su esposo un año antes. Emilia la borda y el modelo pasa a Nueva Orleans, donde se confecciona la pieza que Narciso López traería a Cuba. En la ciudad matancera de Cárdenas, el 19 de mayo de 1850, tremola por primera vez la bandera cubana.
Escribe el historiador Eduardo Torres Cuevas que el simbolismo plasmado en la bandera le dio trascendencia revolucionaria y permitió que se identificasen los ideales perpetuos de la nación cubana. Añade:
«López, que era masón, conocía el simbolismo revolucionario, republicano y humanista, por lo que los incluyó en la enseña nacional. Su concepción distancia a esta enseña de la norteamericana al plasmar no solo las ideas de libertad, sino también las de igualdad y fraternidad que inspiraron a la Revolución francesa. El triángulo equilátero (…) es la figura geométrica perfecta por tener sus tres lados y sus tres ángulos iguales, lo cual significa la igualdad entre los hombres. Los tres colores (blanco, azul y rojo) son los de la revolución y en la connotación latina, se asocian al tríptico revolucionario francés de libertad, igualdad y fraternidad. Ellos unen, además, los ideales de justicia expresados en la pureza del color blanco, el altruismo y la altura de esos ideales en el azul, con el rojo, reflejo de la sangre que se derramaría por la libertad».
Precisa en relación con la estrella solitaria: «La estrella de cinco puntas —una de estas orientada al Norte para indicar estabilidad— expresa el equilibrio entre las cualidades morales y sociales que deben tipificar al Estado y significa "el astro que brilla con luz propia", es decir, el Estado independiente».
«De tal modo, la estrella simboliza la libertad; el triángulo, la igualdad; y las franjas, la unión, la perfección y la fraternidad. Todos sus símbolos se corresponden con los números sagrados de la Biblia y con los números pitagóricos. Estos representan la armonía y la perfección: el tres, las franjas azules; el cinco, el total de franjas, y el siete, la suma del triángulo, la estrella y las cinco franjas», concluye Torres Cuevas.
«Walker fue a Nicaragua por los Estados Unidos, por los Estados Unidos fue López a Cuba», expuso José Martí. Tras dos intentos frustrados, Narciso López logró desembarcar en Cárdenas, el 19 de mayo de 1850. Venía al frente de 610 hombres en la llamada expedición del vapor Creole. La mayoría del contingente eran húngaros de Kentucky. El resto, norteamericanos reclutados en Luisiana. Solo cinco criollos se sumaron a la aventura. Su propósito era crear un Estado «republicano, democrático y libre» que, al igual que lo hiciera Texas, solicitaría la anexión a EE. UU. Previamente, López había propuesto la jefatura del grupo al general John Quitman, con la promesa de hacerlo gobernador general de la Isla. Quedaría él como segundo jefe, pero el norteamericano, que era gobernador de Misisipi, rechazó la oferta. Una guarnición de 17 hombres, que terminaron rindiéndose, se opuso a los invasores, que permanecieron un día en la ciudad. Allí se les sumó solo una persona. Fue entonces, como ya se dijo, que se izó por primera vez la enseña nacional.
Encabezaría otra expedición, la última, en agosto del mismo año. Esa vez, 600 hombres, de los cuales solo 49 habían nacido en Cuba, hicieron la travesía desde Nueva Orleans a bordo del vapor Pampero y desembarcaron en El Morrillo, Las Pozas, Pinar del Río, pero pronto fueron divididos y exterminados, incluso el cabecilla del grupo que, apresado, murió en garrote.
¿Qué pasó con la bandera que tremoló en Cárdenas? Su pista la siguió el investigador Arnaldo Jiménez de la Cal.
Juan Manuel Macías y Sardiñas fue uno de los cinco cubanos que participó en la expedición del Creole. Fue él quien, aquel 19 de mayo, recogió en la retirada la bandera y regresó con ella a EE. UU. La conservó con celo y no fue remiso a facilitarla para que encabezara diversos actos patrióticos, como el de los funerales en Nueva York de Francisco Vicente Aguilera. A su muerte quedó en manos de su hija, quien en 1918 la cedió al mayor general Mario García Menocal, en vías entonces de finalizar su segundo período presidencial. Al cesar en el cargo, Menocal la traspasó a Manuel Sanguily. Pasó luego al hijo de este, que terminó donándola al Senado de la República. Al desaparecer ese cuerpo colegislador, formó parte del patrimonio de la Academia de Ciencias. Hoy obra en la Sala de las Banderas del Museo de la Ciudad.
Emilia Teurbe Tolón falleció en Madrid en agosto de 1902. Desde agosto de 2010, gracias a las gestiones de Eusebio Leal, sus restos reposan en la necrópolis de Colón.
En su proclama, llama el Historiador de La Habana a que los cubanos apeguemos las costumbres públicas a las leyes vigentes. Apliquemos esas palabras.