Lecturas
Lector: Este folleto mínimo y modestísimo pretende homenajear al único ser humano que me trató con verdadero cariño pese a mi fealdad, complejos y apocamiento. Si hoy tú puedes leerlo, es porque después de mi muerte, un notario, en cumplimiento de mis disposiciones testamentarias, se ha encargado de hacerlo imprimir y divulgarlo entre una lista de sus admiradores y amistades. Aunque he escrito desde el anonimato, muchos amigos del Pepe sabrán quién soy. Para el resto, prefiero que ignoren mi nombre. Y para no abrumar a nadie con mis reflexiones sobre el personaje, procederé a una brevísima descripción de lo esencial en él. Luego me limitaré a referir algunas anécdotas que retratan las varias facetas de su variada y contradictoria personalidad.
El Pepe Heredia medía casi dos metros y tenía una caja torácica de siete litros. Las sortijas de sus grandes rizos negros le caían sobre la frente, le tapaban las orejas, y pese a la armonía de sus facciones, semejante bulto masculino asustaba a todo el que encarase, así fuera con el más benigno propósito; pero su gigantez ocultaba un alma religiosa, infantil y de gran ternura. Era al mismo tiempo un intelectual talentoso, graduado en Psicología, con dominio de seis idiomas y autor de varios textos sobre distintos tópicos de su especialidad. A mi juicio, el más brillante fue su Sociología de la mentira, donde caracterizó distintos tipos. Llamaba «deleznables» a las mentiras de quienes procuraban ganancia o prestigio; a los «mitómanos» los agrupó en varios subtipos, desde el «angélico», frecuente en niños que anhelan la existencia real de lo deseado; el «magnánimo», de adultos bondadosos empeñados en mejorar el mundo; y luego otras categorías, como la «patológica» de los impotentes y muchos otros incapaces de lograr satisfacción sexual por diversas causas biológicas o sociales. En total su inventario de mentirosos ascendía a 37.
Otra obra estupenda del Pepe Heredia fue Las trampas del cerebro onírico. Ahí narró que al celebrar el cumplimiento de un plan docente con un grupo de colegas en la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana, al Pepe le sacó fiesta Olga, una rusa moscovita, muy buena moza ella; y el Pepe, gatillo alegre, quiso poseerla en el baño. Ella prefirió salir separados y verse en su casa, bien cercana.
Una vez en la puerta del edificio, Pepe la levantó en peso, se la puso bajo el brazo y la subió dos pisos.
A media mañana, ella lo despertó con un desayuno servido. Él estaba todavía en las brumas de lo soñado; y para sorpresa de su anfitriona, le preguntó si en Moscú existía un metro circular. Ella le dijo que con ese nombre, no; pero de hecho existía dentro de la red del metro moscovita la posibilidad de recorrer toda la periferia de la ciudad en forma circular. Y Pepe le explicó entonces que en su sueño él estaba dando una clase en la Facultad, y un alumno se apareció con un pulóver sobre el cual decía en el pecho CIRCULARNI KATAWEG; y terminada la clase, el mismo alumno del pulóver le preguntó al profe si aquello podía tener algún significado; pero Pepe no supo responderle. Al estudiante, aquel texto no le decía nada, y como insistiera, Pepe conjeturó que ARNI era una terminación típicamente rusa; y luego fue cayendo en cuenta (siempre en el sueño, claro) que el prefijo KATA puede significar «abajo» en griego; y WEG era «camino» en alemán. Así pudo suponer que el galimatías aludiera al Metro Circular de una ciudad rusa. Según él, aquel sueño parecía sugerir que una parte de su cerebro había inventado semejante engendro trilingüe para sometérselo como enigma, a otra parte del mismo cerebro de Pepe. Qué maravilla. A mí me ocurría lo mismo; y creo que a la humanidad entera.
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De su intrepidez y excentricidad darán cuenta las siguientes anécdotas: En un bar de mala muerte del barrio de la Teja, una prostituta se dejaba toquetear por un cliente cuando la enorme masa del Pepe se agachó ominosa sobre ella y le dijo con cara de ogro:
—Sos mía; y vos —le espetó al tipo—, pagale y rajá de aquí —y se quedó mirándolo fijo.
El hombre, cagado del susto, obedeció y se fue.
En otra ocasión, con la única y efímera novia que tuve, más otra pareja de conocidos, pasamos un fin de semana con el Pepe en su natal balneario de La Paloma; y al regresar por ómnibus en su compañía, ya a pocos kilómetros de Montevideo, subió un cura gordo, muy linfático, y se sentó un par de asientos delante de nosotros.
Lo increíble que vino después, por dramatúrgico que parezca, es fiel a los hechos y a la esencia de los diálogos. El Pepe se levantó para alejarse hasta un poco más allá del asiento del cura, y de pronto se dio vuelta hacia nosotros como si se hubiera olvidado de algo. Y tras fingirse exultante por ver al sacerdote, se persignó de prisa, se puso de rodillas frente a él, y de manos entrecruzadas le suplicó estremecido con su vozarrón estentóreo, audible en todo el vehículo:
—Padre: deme una medallita de la Virgen.
Desde atrás, no pudimos ver la cara del cura, pero nos la imaginamos bajo los efectos de un soponcio ante aquel gigante loco en su desatinado antojo, y tuvimos que contener la risa.
Al cura no lo oímos pero debió decirle que no tenía medallas; y todo el pasaje oyó la siguiente petición del Pepe:
—Deme entonces una estampita, padre.
El cura tampoco tenía estampitas. Con más volumen entonces, el Pepe le pidió confesión para aliviar su alma de pecados.
—No no no, no puedo; yo no soy de aquí.
—Noooooo me diiiiga…
El Pepe estiró las palabras y aumentó el volumen de lo que ahora parecía una auténtica indignación.
—¿Así que el señor cura no es de aquí, ehhhh?
Dentro del silencio total, algunos pasajeros ubicados adelante, se volvieron preocupados a observar la manifiesta cólera de aquel cíclope indignado por no recibir confesión arrodillado en el pasillo de un ómnibus.
—¿Y en qué queda entonces el ecumenismo del Cristo itinerante? ¿Me quiere decir en qué queda, cura abyecto?
—Oiga chofer, pare que me bajo aquí, y haga el favor de ayudarme que este hombre me cierra el paso.
El Pepe se paró entonces, y avanzó dos pasos hacia nosotros, mientras le decía de espaldas:
—¡Cruz Diablo! Bajate, bajate, que ahora soy yo quien no quiere compartir este ómnibus con el Anticristo.
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Pepe y yo nos conocimos en un club de ajedrez adonde llegó una noche una damita argentina, jugadora de blitz (ajedrez pimpón a cinco o diez minutos). Pepe se fascinó al verla y la llamó la Botticelli. Según él, la florentina estampa de la joven rivalizaba con las Médici, inspiradoras de estupendos retratos: pero en el club inspiraba también los desconsolados suspiros de quienes carecíamos de ese elemental impulso reproductor de los machos alfa para cortejarla con bríos. Y un mediodía de invierno, el Pepe llegó al club cuando yo, de pie entre varios curiosos alrededor de una mesa, observaba a la Botticelli en una partida de blitz a cinco minutos. Sus gráciles y vertiginosos golpecitos sobre el interruptor del doble reloj me tenían encandilado.
El Pepe, gracias a su enorme estatura, pudo seguir desde afuera del corro los últimos segundos de una partida que ella ganara por tiempo. Luego, alguien de nuestro grupo de amigos nos llamó a su mesa y allí nos sentamos ambos, pero yo me ubiqué donde pudiese seguir adorándola. A poco, Pepe captó mi embeleso e impotencia de apartar la vista. Ese día la Botticelli estaba más bella que de costumbre; y por hallarse al pie de un ventanal de vitrales, una luz multicolor le orlaba el perfil. Y Pepe, en su faceta de niño travieso, apiadado de mí y sin el menor aviso, caminó unos 15 pasos, y tras doblarse para situar sus pelos revueltos a 20 centímetros de la beldad, la invitó a hacernos compañía con su titánica voz. Para sorpresa suya, la Botti lo miró sin dar ninguna señal de temor, con un atisbo de sonrisa a la Gioconda; pero el Pepe Heredia la conminó a aceptar una de dos opciones: o ella caminaba hacia nosotros por sus propios medios o él la trasladaría en su propia silla.
La hermosa mujer, articuló por fin una amable y serena pregunta:
—¿Piensa arrastrarme o trasladarme por aire?
—Como usted guste, mi señora, pero siempre en primera clase…
Ella sopesó la oferta unos instantes, se rascó un poco el cuello, y por fin dijo:
—Muy bien, acepto —y tras acodarse sobre las barandas de su sillón, viajó unos diez metros apoyada sobre la cabeza del Pepe que la sostenía por los bordes con sus brazotes en alto, ante el asombro boquiabierto del club en pleno y el aplauso de quienes lo conocían.
Aquella ocurrencia del Pepe sedujo a la Botticelli, que resultó la madre de sus dos hijos mayores, hoy cincuentones ambos y residentes en México.