Lecturas
Aguiar, esa calle habanera que comienza en la Avenida de las Misiones y se interna a lo largo de unas 15 cuadras en la ciudad vieja para morir en Sol, junto a los muros del convento de Santa Clara, debe su nombre a Luis José Aguiar, uno de los regidores del Ayuntamiento de La Habana, que se destacó de manera extraordinaria en la defensa de la ciudad ante la agresión inglesa de 1762. Uno de los restaurantes más emblemáticos de la urbe, en el Hotel Nacional, lleva también su nombre, El Comedor de Aguiar.
Esta calle —que cuenta con una magnífica sala de conciertos en el antiguo Oratorio de San Felipe Neri, en la esquina con Obrapía, y donde pronto tendrán su sede el Tribunal Supremo, en el número 367, antigua sede de The Royal Bank of Canada, y el Instituto de Historia de Cuba, en el tramo de la vía que corre entre Obispo y O’Reilly, acera de los nones— fue, en opinión del escribidor, hasta 1958 e incluso un poco después, la calle del dinero.
Allí tenían casas matrices o sucursales nueve bancos y un elevado número de compañías, agencias de seguro y numerosas asociaciones comerciales como la Cámara de Comercio Británica, la Asociación de Bancos de Cuba y la Cámara Nacional de Comerciantes e Industriales. Como si eso fuese poco, sobre la calle Aguiar abrían sus puertas los bufetes de más de 105 abogados, entre ellos algunos pejes gordos del régimen batistiano como Rafael Guas Inclán, vicepresidente de la República, en el número 574 de la calle; Jorge García Montes, primer ministro, en el 310. Gastón Godoy, presidente de la Cámara de Representantes, en el número 360, y en el 305, Marino López Blanco, ministro de Hacienda. Y también algunos abogados opuestos a la dictadura, desde las filas de la Ortodoxia, como Francisco Carone y Ernesto Dihigo, ambos con oficinas en el edificio marcado con el número 556.
No faltaban, desde luego, las casas de vivienda y los locales que daban cabida a establecimientos comerciales, como los Almacenes de Sedería y Quincallería, en el 560, la sastrería y camisería de Ramón Gómez, en el número 408, y la tienda de ropa hecha para caballeros de José Wladawsky, en el 609. En el 402 se hallaba el Club de Sport y Fomento del Turismo de La Habana, y, en la esquina de O’Reilly, el bar del hotel Lafayette donde, se dice, se impuso el «cubanito», el sabroso coctel que se elabora con ron blanco, zumo de tomate, salsa inglesa y pimienta, y que se puntea con sal. El propietario principal de la fábrica de sombreros de Barquín y Compañía, número 602, era miembro de la Cámara de Comercio de la República.
En Aguiar 569 se confeccionaban las sábanas Palacio. Un eslogan comercial viene desde el fondo de los tiempos. Acaso lo recuerden los mayores de 70 años. Dice: «Sábanas Palacio. Suaves como la seda y fuertes como el lino. Garantizadas por 360 lavadas».
Desconoce el escribidor si alguien se animó a contarlas alguna vez.
Escribe José María de la Torre en su libro Lo que fuimos y lo que somos; La Habana antigua y moderna, publicado en esta ciudad en 1857, que don Luis José Aguiar, que terminó dando nombre a esta calle, vivía en la esquina de Tejadillo. Añade que al tramo de Aguiar entre Teniente Rey y Muralla se le llamó Carnicería por hallarse allí —segunda casa a la derecha según se entraba por Teniente Rey— la carnicería real, mientras que a la esquina de Amargura se le llamó De los Terceros por la capilla de la Tercera Orden de San Agustín, y la de O’Reilly fue la del Anticristo. A Aguiar se da el nombre de Contias en algunas escrituras, pero dice De la Torre que desconoce los motivos.
El llamado Distrito Bancario habanero, nuestro pequeño Wall Street, se enmarcaba entre O’Reilly y Amargura, y Mercaderes y Compostela. En ese espacio se hallaban las sedes de los bancos principales; edificios majestuosos y con fachadas de columnas monumentales que no dejaban duda sobre la solidez, la riqueza y la eternidad de las instituciones que albergaban, aunque a veces algunos se desmoronaban cuando les soplaba un vientecito platanero. Estaban allí la Bolsa de La Habana, la Lonja del Comercio, la Cámara de Comercio de la República —en lo que sería el Hotel Raquel— y las cámaras de comercio española, italiana, francesa, británica y alemana, y también la Cámara de Comercio Americana de Cuba. Oficinas de agencias de seguro y fianzas y de empresas azucareras y no azucareras… La Cámara de Comercio China radicaba en Reina número 161, altos, y la hebrea, al final de la calle Muralla.
Aguiar era uno de los ejes de ese Distrito. Aparte del ya mencionado Banco de Canadá, radicaba allí una sucursal del Trust Company de Cuba, instalada en lo que fuera la sede del Banco del Comercio, en la esquina con Obrapía, en el edificio del Oratorio de San Felipe Neri, y enfrente, una sucursal del Banco Núñez. El Banco Gelats, el más antiguo entre las casas bancarias nacionales, ocupaba el bellísimo edificio marcado con el 456 de la calle, sede hoy de la Tele Banca. En el número 360 se hallaba el edificio del Banco de los Colonos, un inmueble ahora en remodelación. El edificio del Chase Manhattan Bank —número 310— pertenece al Banco de Crédito y Comercio, y el local del Banco Hispano Cubano, en el número 305, se subdividió en dos o tres apartamentos. El edificio del Banco de Boston, en el 411 esquina a Lamparilla, es una dependencia del Banco Central de Cuba, y el Banco Pedroso, en la esquina de Empedrado, es un comedor obrero.
Desconoce el escribidor a cuánto ascendían los depósitos del Chase y del Banco de Boston. Ni cuánto acumulaba el Banco Pedroso, si bien a fines de los años 50 reportaba utilidades superiores a los 100 000 pesos anuales. Los depósitos del resto de las seis entidades mencionadas ascendían a unos 530 millones de pesos, según datos que aporta Guillermo Jiménez en su obra Las empresas de Cuba 1958.
El Trust, pese a su nombre, era un banco cubano, el principal, con depósitos por 232 millones de pesos, 26 sucursales y 800 empleados. Era el eslabón bancario del más importante grupo financiero-azucarero del país, la Sucesión Falla Gutiérrez, propietaria de siete centrales y el segundo mayor entre los grupos azucareros asentados en la Isla. El Trust compró varios bancos. Adquirió entre otros el Banco del Comercio, en lo que se considera la más importante transacción bancaria desde el crack de los años 20, operación que le permitió ascender al primer lugar. Escribe Jiménez que contaba con una administración muy eficiente y capaz. Su situación económica y financiera resultaba muy buena y su expansión era extraordinaria, captaba negocios y depósitos continuamente. Era una de las empresas cubanas más rentables, con utilidades que superaban el millón y medio de pesos anuales.
El Banco Núñez, con 22 sucursales, era, por el monto de sus depósitos —97 millones—, el cuarto entre las entidades bancarias. Carlos Núñez, su propietario único, nacido en Holguín, en 1885, no había adquirido su fortuna por herencia, matrimonio ni prebendas políticas. Hijo de un español humilde, apenas cursó estudios primarios. Compró en un inicio varias carretas para el transporte de caña y adquirió luego colonias cañeras. El 21 de marzo de 1921, en pleno crack bancario, inauguró en un local prestado su exitoso banco, una de las empresas cubanas más rentables con utilidades superiores al millón de pesos. En 1939 lo trasladó para La Habana y tres años más tarde lo reestructuró como una sociedad anónima cuyos accionistas eran él y sus siete hijos.
El Banco Gelats era el noveno del país en razón del monto de sus depósitos: 46 millones de pesos en 1956, y estaba muy relacionado con los intereses de España, donde poseía inversiones sustanciales en valores. Operaba la cuenta en dólares del Convenio de Pago entre los dos países. Gelats era la más alta personalidad de los intereses económicos de la Iglesia Católica, consejero económico del Arzobispado de La Habana y banquero en Cuba de Su Santidad el Papa.
Gelats controlaba de manera unipersonal la política de su banco y se le achacaban métodos de dirección obsoletos, dice Jiménez en el libro citado. Su renuncia a las sucursales le causó pérdida de clientes; solo abrió una, al comienzo de la calle Línea, ya en 1958. Aunque su banco descendía en posición, seguía siendo de los más importantes, sólidamente arraigado entre los capitales más tradicionales del país.
El Banco de Canadá, con 23 sucursales, tenía depósitos por 127 millones de pesos. El Banco de los Colonos —22 millones en depósitos— fue fundado en 1942 por un grupo de colonos oriundos de Canarias, con el propósito de refaccionar a pequeños cosecheros, pero en menos de diez años abandonó esa política para convertirse en prestamista de propietarios de grandes centrales azucareros. Su último presidente fue el ya mencionado Gastón Godoy, muy vinculado al régimen batistiano: huyó con Batista en su mismo avión el 1ro. de enero de 1959, y a su muerte, en agosto de 1973, asumiría la despedida de duelo. Presidió la Asociación Nacional de Colonos de Cuba, que radicaba en el edificio del banco.
De los ubicados en la calle Aguiar, el banco con menor monto de depósitos era el Hispano Cubano. Su fundación fue idea de cuatro inversionistas italianos presididos por Guido Pereda, pero al fallecer este antes de que el banco se inaugurara, el negocio fue a parar a manos de dos testaferros de Batista: Manuel Pérez Benitoa y José López Vilavoy, quien controlaba casi a partes iguales el 80% de las acciones con la esposa del dictador. Imagine el lector cómo andarían las cosas allí, que el Banco Nacional de Cuba lo intervino a partir de septiembre de 1957 y en julio del año siguiente apremió a sus propietarios a que lo vendieran por incumplimiento del compromiso de saldar deudas pendientes por cinco millones de pesos.
En aquel distrito bancario hubo un restaurante que se llamó, por supuesto, Wall Street, en el 370 de la calle Aguiar. El 14 de marzo de 1945 el Doctor Eugenio Llanillo, un abogado grueso, de baja estatura, con sonrisa y tabaco perpetuos, almorzó en el restaurante Wall Street y acompañó la comida con vino Marqués de Riscal. Luego subió a su oficina en el edificio del Banco de Canadá y poco después volvió al restaurante para beber una copa de sidra. Horas después aparecía asesinado en la carretera que va de Punta Brava a la playa de Santa Fe. El letrado había sido objeto de una detención ilegal por la policía, que se excedió al propinarle un trato demasiado severo y fulminarlo con dos balazos en la cabeza.
¿Por qué mataron a Llanillo? Como otros crímenes de la época, este suceso no se dilucidó del todo. ¿Le pasaron la cuenta los llamados «hombres de acción» por haber sido hasta su muerte, abogado de Batista y Marta, o por suponerlo cómplice de la entrada clandestina en la Isla del excoronel José Eleuterio Pedraza, con el propósito de derrocar al gobierno del presidente Grau San Martín? ¿Fueron los hombres de Pedraza los que lo ultimaron, al suponer que había delatado a su jefe?
Ya lo veremos en otra ocasión.