Lecturas
A raíz de la aparición en este diario de mi página sobre la visita a La Habana del presidente norteamericano Calvin Coolidge, se publicó en un periódico del sur de Florida, y con la firma de Glenn Garvin, un artículo que aborda otras aristas de la estancia habanera de dicho mandatario, a quien apodaban, recuerda la nota, «Cal, el Callado» y de quien se llegó a decir que lucía la expresión de «alguien a quien destetaron con un pepinillo encurtido».
Garvin da a su nota el título de Fracaso de la diplomacia y triunfo de la juerga, y así, de entrada, da al lector la idea de por dónde irán los tiros. Afirma enseguida que aquella visita fue «un festival de borrachera y libertinaje, contrabando salaz y hasta actos antinaturales con tartas de Key Lime». Nada de eso reveló la prensa en su momento. Ese trasfondo salió a relucir 30 años después, cuando el reportero Beverly Smith hizo sonar la alarma en un artículo publicado en el Saturday Evening Post. «Un cuento de hadas —escribe Garvin—, con elementos de pompa, drama, comedia y farsa; de dignidad rígida y juerga indecorosa; de diplomacia de sombrero de copa con un toque de alcoholismo».
Precisa Garvin que Coolidge no participó de la depravación general. Si algunos habaneros creyeron ver al mandatario escurriéndose por las calles de las zonas de tolerancia de la ciudad, tocado con un sombrero de copa totalmente fuera de lugar, se equivocaron por completo. Y es que venía entre los periodistas que lo acompañaron uno que se parecía mucho al Presidente y se hacía pasar por él. El mismo que, suplantando al mandatario, recorría los bares de La Habana despertando la admiración y la simpatía de la clientela, espléndida a la hora de la convidada y que no escatimaba en pagarle todos los tragos que fuera capaz de beber. Escribía Smith en su reportaje de 1959: «Sospecho que todavía hay algunos habaneros viejos que creen que Cal, fuera de su horario de oficina, era un alegre bebedor».
De cualquier manera la anécdota matizó la estancia habanera del Presidente norteamericano. Se dice que el presidente Gerardo Machado invitó a Coolidge y a su esposa a que visitaran una granja avícola experimental que fomentaba el Gobierno cubano. Cuando la Primera Dama se acercó a uno de los gallineros, observó asombrada cómo un gallo «pisaba» frenéticamente a una gallina.
—¿Con qué frecuencia hace eso? —preguntó a uno de los peones.
—Decenas de veces al día —respondió el aludido.
—Pues dígaselo al Presidente cuando pase.
Así lo hizo el peón. Coolidge inquirió entonces si el gallo «pisaba» siempre a la misma gallina.
—No, es una diferente cada vez —contestó el peón, y el mandatario no demoró su respuesta:
—Dígale eso a mi esposa.
La anécdota desde luego es apócrifa. La historiadora Amity Shlaes, en su biografía de Coolidge publicada en 2013, afirma que hizo lo imposible por hallar elementos que la sustentaran. «No encontré pruebas de que fuera cierta», concluye.
En aquel lejano ya mes de enero de 1928, cuando vino a Cuba, Coolidge era «un presidente saliente que intentaba cerrar su estancia en la Casa Blanca con un logro de política exterior», escribe Glenn Garvin en su artículo. Añade que trataba de calmar la creciente inconformidad de los cubanos con las altas tarifas azucareras de EE. UU. que acababan con la economía de la Isla, y de aplacar las críticas generalizadas en Latinoamérica a las intervenciones militares estadounidenses en Nicaragua, Haití y República Dominicana. Fueron esos sus propósitos al responder de manera afirmativa a la invitación de Machado para asistir a la Sexta Conferencia Panamericana de La Habana.
Se dice que se proponía usar la reunión para impulsar su campaña a favor de un tratado a nivel mundial de renuncia de la guerra como instrumento de política nacional. El Senado de EE. UU. se había negado a aprobar la participación del país en la Liga de las Naciones ocho años antes, pero Coolidge pensó que podría conseguir que fuese aprobado si se concentraba simplemente en prohibir la guerra sin crear una burocracia internacional como parte del acuerdo.
En última instancia, fracasó en todo lo que se propuso, afirman especialistas. Aunque Coolidge prometió al gobernante cubano bajar las tarifas, eso nunca sucedió —de hecho, un par de años más tarde subieron los impuestos al azúcar que EE. UU. adquiría en Cuba. Por otra parte, los esfuerzos por aplacar al resto de América Latina con respecto a las intervenciones estadounidenses nunca se pusieron en práctica, porque Coolidge ordenó a sus marines que regresaran a Nicaragua justo antes de partir rumbo a La Habana.
El tratado de paz a nivel mundial de Coolidge, que acabó siendo conocido como el Pacto Briand-Kellogg, fue aprobado por más de cinco docenas de países. Pero eso no impidió a nadie lanzarse de cabeza a la Segunda Guerra Mundial una década más tarde, lo cual hizo del mencionado acuerdo el acto de diplomacia más inútil de la historia universal.
«No estoy segura de cuán convencido estaba él de nada de esto», afirma Amity Shlaes en la biografía. «Él lo hizo todo con cierta melancolía, el tipo de cosas que uno hace cuando algo está de acuerdo con sus principios, pero no encuentra mucho placer en hacerlo. Coolidge no se sentía bien; pensaba que la presidencia estaba agotándolo, pero en realidad estaba enfermo del corazón. Y estaba sintiendo la soledad que rodea a un presidente cuando todo el mundo se da cuenta de que él no va a seguir siendo presidente por mucho tiempo y empieza a adular al nuevo».
Ocho buques de la Marina de Guerra norteamericana se hicieron necesarios para transportar desde Cayo Hueso al Presidente y su comitiva, de la que formaba parte el famoso aviador Charles Lindbergh, el primero en atravesar en solitario el océano Atlántico a bordo de su avión Espíritu de San Luis. Ya frente a La Habana, una pequeña embarcación lo trajo a la orilla. Doscientas mil personas se congregaron a lo largo de las calles para aclamarlo en su breve recorrido desde el puerto hasta el Palacio Presidencial, donde se alojaría con su esposa y sus principales colaboradores, mientras que el resto de la comitiva se alojaba en el hotel Sevilla y otros establecimientos. Hubo una nota simpática en el recibimiento: ocho o diez muchachas llamativamente vestidas y muy maquilladas lanzaron rosas al paso del automóvil que conducía al mandatario. Eran las pupilas de un prostíbulo cercano, portaban una bandera norteamericana y acudieron al acto de bienvenida en compañía de su matrona, que tampoco quiso quedarse en casa.
Cuando Coolidge se retiró al fin a descansar en el tercer piso de la mansión de la calle Refugio número 1, reporteros y editorialistas quedaron libres para acometer el periodismo de investigación… en los bares de la ciudad. Venían de un país donde, desde 1920, primaba la llamada Ley Seca, que prohibía las bebidas alcohólicas y obligaba a arriesgarse en cantinas clandestinas, donde la entrada dependía de contraseñas y toques en clave. Para los periodistas y funcionarios del Gobierno, que se sumaron también a la aventura, se abría la ciudad que, al decir de Alejo Carpentier, mayor cantidad de bebidas podía mostrar al paladar curioso del viajero, donde una pareja no tenía que mostrar el certificado de matrimonio para encontrar albergue en un hotel y en la que se podía apostar —y ganar o perder— cualquier cantidad de dinero en las ruletas del Casino Nacional sin llamar la atención de las autoridades. Buscaron los visitantes bares como el Floridita y el Sloppy Joe’s o los de los hoteles Florida, Sevilla, Plaza e Inglaterra, y los más osados se desplazaron hasta los bares y cabaretuchos que en la playa de Marianao se conocían con el nombre genérico de «las fritas». Hubo visitas a teatros pornográficos y no fueron pocos los que acudieron al barrio de Colón a fin de buscar emociones inolvidables entre las piernas de una muchacha cubana.
Algunos de los artículos que sobre Coolidge y su visita a Cuba aparecieron en la prensa norteamericana fueron escritos bajo la influencia del alcohol, dice Glenn Garvin, y ofrece esta perla que publicó The New York Times en la que se comenzó aludiendo al vestuario protocolar de los funcionarios cubanos y termina haciéndose incoherente. Dice: «Como no se podía encontrar un par de polainas cortas grises en toda La Habana, un estado de perturbación prevaleció hasta que los investigadores se cercioraron de que se trataba de una falsa alarma».
En realidad, la fiesta y la diversión habían comenzado en Cayo Hueso, cuando los viajeros descubrieron que dejaban atrás un país sometido a la Ley Seca para encontrar que Cayo Hueso, con sus bares abiertos de par en par, era sencillamente Cayo Hueso. Hubo bromas crueles como las de las camas embarradas con tartas de Key Lime, con las que se encontraban los borrachos a la hora de acostarse.
El presidente Calvin Coolidge asistió en La Habana a un partido de jai alai. La hora del regreso entristeció a los miembros de su comitiva: volverían al país de la prohibición. Pronto otra noticia les devolvió el alma al cuerpo: nadie, ni siquiera los reporteros, haría aduana en Cayo Hueso a su entrada en Estados Unidos, lo que quería decir que el que lo deseara podría llevar todo el ron que quisiera. Los licoreros cubanos hicieron su agosto. Fueron muchas las maletas que se adquirieron de prisa para transportar el mejor ron cubano envasado en recipientes de medio galón, que más tarde los marines, entre guiños cómplices, subirían a los barcos.
¿Quién aprobó esa gigantesca operación de contrabando?, se preguntaba en 1959 el periodista Beverly Smith en su artículo publicado en el Saturday Evening Post. «¿Habría sido, increíblemente, el mismo Calvin, en un arranque del humor caprichoso que algunos suponían se ocultaba tras su cara de avinagrado de Vermont?».