Lecturas
A fines del siglo XIX y a comienzos del XX no figuraba aún entre los personajes populares habaneros el voceador de periódicos. No existía, sencillamente, porque los diarios de entonces tenían una circulación que solo alcanzaba a los adinerados y pudientes, quienes, por afanes culturales o por el deseo de estar informados, pertenecían o aspiraban a pertenecer a una élite que, entre sus privilegios, tenía el de gozar de la suscripción a un periódico.
El hombre que vendía el periódico por la calle y además pregonaba las noticias principales —diligente auxiliar de la prensa, como le llamó alguien—, apareció más tarde como resultado de las tiradas crecientes y las sucesivas ediciones que, a lo largo del día, hacían los diarios y que exigían su distribución entre sectores dispersos del público.
De uno de aquellos vendedores de periódicos —vendedores de verdad— habló José M. Muzaurieta, periodista de anjá, en una de sus crónicas. El hombre, negro y ágil y chispeante, vendía El Imparcial, el mismo periódico que vendió Kid Chocolate, y Muzaurieta, que dirigía dicho diario, recordaba que en cada jornada recogía los primeros los paquetes recién salidos de la imprenta y con afán revisaba un ejemplar en busca de la noticia que vocearía y que le permitiría mover la curiosidad de los compradores.
Si no encontraba en la primera página nada que le sirviera para el «ataque», pasaba a las páginas interiores, una a una hasta llegar a la última. Si un día el periódico «no venía bueno», exteriorizaba su desagrado, pero como vendedor que era volvía a sumergirse en sus páginas en busca de un gancho para la venta, como en aquella ocasión, en que cansado de buscar, volvió sobre la sección de Policía, donde un pequeño suelto daba cuenta de la denuncia de un individuo en cuyo domicilio arrastraban cadenas por la noche y se producía un ruido espantoso que le impedía dormir.
El voceador dio saltos de júbilo. Había encontrado lo buscado. Como una flecha salió a la calle. Gritaba: «¡Cómo están los espíritus en Jesús del Monte! ¡Maltratan y atormentan a una familia! ¡El Imparcial con las últimas noticias! ¡Fotografías y detalles!».
A cualquier suceso, por insignificante que fuera, aquel voceador le sacaba lascas y luego de vender cuatro o cinco paquetes, no era raro que volviera por más al periódico.
El colmo, recordaba Muzaurieta, fue la ocasión en que no encontró en el periódico del día nada, absolutamente nada que le sirviera para sus pregones y «ataques». Protestó, se indignó, despotricó contra los redactores hasta que recordó que él era un vendedor y lo suyo era vender. Al salir del Departamento de Ventas, gritaba: «¡El Imparcial! ¡Vaya! ¡El Imparcial con el crimen de mañana!».
Hacia 1830 no existían aún hoteles en La Habana, pero, en 1828, se reportaban 1 157 «cuartos interiores» para alquilar. El mobiliario de esas habitaciones desconcertaba, de entrada, a los extranjeros que las rentaban, pero terminaban agradeciendo, sobre todo, la cama.
Sobre las camas de la época afirma Robert Francis Jamesson, oficial de la Marina británica, en sus Cartas habaneras (Letters from The Havana, 1820):
«La más comúnmente usada es una simple cruceta de madera en la que se extiende un pedazo de lona. Sobre ella se coloca un par de sábanas finas entre las cuales uno se acuesta, mientras una delicada armazón sostiene una red que lo envuelve a uno protegiéndolo de los mosquitos. Es lo que se llama catre. Hace falta un poco de hábito para reconciliar los huesos con él, pero la frescura que ofrece induce a uno a preferirlo al colchón».
Jamesson, que fue el primer representante de Inglaterra ante la Comisión Mixta para la abolición de la trata negrera —de ahí el motivo de su estancia en la Isla— describe el día tipo de un hombre con recursos en La Habana de entonces.
¿Qué hace el habanero cuando no tiene nada que hacer? Sobre ello también se pronuncia Jamesson en sus Cartas habaneras. Toma un baño, se viste para el almuerzo, que casi siempre es sobre las tres de la tarde, duerme la siesta…, dice. Apunta de manera explícita: «Cuando no hay nada que hacer, puede mecerse uno en un amplio sillón…».
En sus comentarios al libro de Jamesson, el erudito Juan Pérez de la Riva precisa que esa es una de las referencias más antiguas al sillón de balance que se hallan en la literatura. Balance que según creemos, afirma Pérez de la Riva, fue inventado por algún cubano a fines del siglo XVIII.
En un comienzo los condenados a muerte en La Habana cumplían su sanción en la horca. Esa máquina de matar estaba instalada en la plaza de las Ursulinas, que se aboca sobre la calle de Egido. A la calle de Bernaza se le llamaba el camino de la horca, porque conducía hasta el lugar del patíbulo. En 1810, cuando aún no se había construido al final del Paseo del Prado la Cárcel de Tacón, la horca se situó en la explanada de la Punta. En 1834, Fernando VII, el rey felón, abolió el uso de la horca en España y en todos sus dominios. Sería sustituida por el garrote. Durante decenas de años las ejecuciones habían sido públicas. Luego el garrote se ubicó en el interior del recinto carcelario. En esa explanada murieron en garrote vil Narciso López, Eduardo Facciolo y Ramón Pintó, entre otros. Domingo Goicuría también guardó prisión en el lugar, pero fue ejecutado, igualmente en garrote, en la loma del Príncipe, fortaleza convertida en prisión política desde 1796, cuando la estrenó como tal Antonio Nariño, precursor de la independencia de Colombia.
La Audiencia Pretorial radicó y celebró sus reuniones en el piso principal de la Cárcel de Tacón desde la apertura de esa instalación penitenciaria. Y permaneció en ese sitio, ya como Audiencia de La Habana, hasta 1938.
En 1930, salvo la parte ocupada por la Audiencia, la Cárcel Nueva que en esa fecha era ya vieja, viejísima, quedó vacía. En el vetusto edificio se instalaron entonces las oficinas del Ayuntamiento y de la Alcaldía de La Habana, y allí estuvieron mientras se efectuaba la restauración del palacio municipal —antiguo Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la Ciudad—, según lo dispuesto por el alcalde Miguel Mariano Gómez.
Nueve años después el edificio de la Cárcel era desmantelado. Sobre el terreno donde se asentó se construyó el Parque de los Mártires en recuerdo de cuantos sufrieron prisión o muerte en ese lugar. No fueron demolidas y, como reliquias históricas, forman parte del parque dos celdas bartolinas donde se encerraban a los presos más contumaces o a aquellos a quienes se quería castigar con mayor dureza. Quedó en pie además la capilla donde numerosos héroes y mártires pasaron las últimas horas de su vida.
Dice Eduardo Robreño en su libro Cualquier tiempo pasado fue…, que cuando ocurre un ras de mar es por la calle Galiano donde primero penetra el agua, debido a un desnivel bastante profundo existente en dicho lugar. Sin embargo, cuando el ciclón del 26, el agua llegó por Prado hasta la calle Colón. Y cuando el ciclón del 19, llegó por Campanario hasta la calle Ánimas, con la alarma consiguiente del vecindario.
De los cuadrados que tiene el Malecón, el comprendido entre las calles San Nicolás y Manrique es por donde más fuerte baten las olas, a causa de lo bajo del muro y del pequeño espacio ocupado por los arrecifes.
El muro del Malecón que empieza en la calle Lealtad es más bajo que el resto.
A fines del siglo XVI, anota José María de la Torre en su libro La Habana antigua y moderna, ese sitio, de plaza, solo tenía el nombre. Pero fue «el centro de donde irradió» la ciudad. La realzaron las edificaciones donde en las postrimerías del XVIII se alzaron en torno a ella: el Palacio de los Capitanes Generales y la Casa del Intendente o del Segundo Cabo. Gobernadores como los marqueses de la Torre y de Someruelos, y Juan Ruiz de Apodaca y Francisco Dionisio Vives, acometieron obras que la embellecieron.
La Plaza de Armas, sin embargo, cayó en un total abandono en los años finales de la dominación española en Cuba. Dejaron de tener lugar allí, por la guerra, las concurridas retretas nocturnas, y los habaneros la frecuentaban menos como lugar para el esparcimiento.
La situación se agudizó en los años de la primera ocupación militar norteamericana. Leonard Wood, uno de los gobernadores intervencionistas, mandó a retirarle los bancos. Sucedía que los jornaleros del puerto y empleados de establecimientos cercanos esperaban allí la hora de empezar a trabajar. Sus conversaciones impedían el sueño del procónsul, que gustaba de dormir la mañana. Y la Plaza de Armas perdió con sus bancos su condición de bello rincón colonial.
Digamos de paso que entre 1899 y 1902, el tiempo que duró la primera intervención, solo se construyó en La Habana un edificio público, el destinado a la Escuela de Artes y Oficios, en la calle Belascoaín.
Hubo que esperar a 1926 para que se acometiera la restauración del Palacio del Segundo Cabo. Al año siguiente se restauró el Templete y, en 1930, el Palacio de los Capitanes Generales.
En esa fecha el Palacio del Segundo Cabo daba albergue al Senado de la República, y cuando este se instaló en el Capitolio, funcionó en ese edificio el Tribunal Supremo de Justicia.