Lecturas
Amargura es una calle que corre entre dos plazas, la del Cristo y la de San Francisco. O entre dos restaurantes, La Maravilla, famoso, en los años 50, por sus bistec con papas fritas, que ya no existe, y el Café del Oriente, establecimiento de tendencia gourmet que se precia de ser uno de los más lujosos de La Habana, y, bien lo sabe el escribidor, de los más caros también. Pero ninguno de ellos abre su fachada sobre Amargura. La Maravilla lo hace sobre Villegas, mientras que el otro mira hacia la calle Oficios. También mira hacia esa calle el Palacio del Marqués de San Felipe y Santiago de Bejucal, hoy un hotel con portada barroca, 27 habitaciones y categoría de cinco estrellas.
Amargura no fue nunca meca del comercio ni de la moda. Tampoco era de las calles que la gente escogía para el paseo matinal o vespertino, ni el sitio ideal para ver y dejarse ver. No hubo en ella café ni bares dignos de memoria, y sus dos hoteles —Nueva Luz, en el 303 de la calle, y La Unión, en la esquina con Cuba— no pasaron de ser instalaciones de segunda y a la larga se descomercializaron: son hoy casas de vecindad. La Unión fue, en sus buenos tiempos, lo que se llamaba un hotel «decente». Un edificio sólido, de cinco plantas, en chaflán, con 150 habitaciones y 150 baños, donde el poeta español Federico García Lorca pasó, en 1930, la mayor parte de su estancia cubana.
Amargura era otra cosa. Marcaba uno de los límites del distrito bancario habanero, nuestro pequeño Wall Street, que se extendía desde O’Reilly y abarcaba desde Mercaderes hasta Compostela.
Allí encontraban asiento la Cámara de Comercio de la República de Cuba —en el actual Hotel Raquel, en la esquina con San Ignacio— y la Compañía Cubana de Fianzas —en el 203 de la calle; edificio que sirve ahora de sede al Instituto de Antropología. En el número 53 se hallaba el Banco Continental Cubano, que contaba con 57 sucursales y 1 169 empleados en toda la República, en ese sentido la mayor de todas las entidades bancarias nacionales, y la quinta en cuanto al monto de sus depósitos que superaban los 92 millones de pesos equivalentes a dólares. La General Electric y la Esso Satndart Oil figuraban, entre otras empresas, como sus clientes principales.
En la esquina con Cuba, y entrada principal por esta calle, se hallaba la Renta Nacional de Lotería, ahora oficina central del Bandec, y en la de Aguiar, el Banco Gelats, el más antiguo entre los cubanos —fue fundado en 1876—, la firma bancaria preferida por el capital español radicado en la Isla y que operaba las cuentas de la Iglesia Católica cubana y los intereses del Vaticano en Cuba, así como la cuenta en dólares del comercio entre Cuba y España. Gelats, que se ahorcó en su casa de 17 esquina a H, en el Vedado, en 1959, tenía también como clientes a la Compañía Cubana de Electricidad y a la Compañía Cubana de Teléfonos y era tenedor de bonos del Gobierno norteamericano.
Amargura era una calle de firmas y oficinas de abogados. Un conteo apresurado y posiblemente inexacto, en el Directorio Telefónico de 1958, registra los nombres de 28 letrados asentados en esa calle; algunos de ellos tan conocidos como Carlos Márquez Sterling, presidente de la convención constituyente de 1940 y candidato a la presidencia de la República en las elecciones de noviembre de 1958, en el número 357, y Pelayo Cuervo Navarro, en un ya inencontrable número 8 de la calle.
Pelayo fue detenido por agentes del Buró de Investigaciones de la Policía de Batista en la tarde del 13 de marzo de 1957, tras los sucesos del asalto al Palacio Presidencial y apareció golpeado y muerto a la mañana siguiente en el Laguito del Country Club habanero. No tuvo implicación alguna en ese hecho, ni era un elemento que pudiera tildarse de subversivo. Para él, la «solución cubana» pasaba por la política y no por la revolución. Era, sí, una figura querida y respetada y de una popularidad enorme. Delegado a la convención constituyente de 1940 y senador de la República desde entonces y hasta 1952 cuando Batista, tras el golpe de Estado del 10 de marzo, dejó en suspenso el Congreso. Como presidente del Partido Ortodoxo histórico, Pelayo Cuervo era la personalidad más distinguida de la oposición política cubana y una voz implacable en defensa de la economía nacional y el bolsillo del ciudadano de a pie.
De los 28 abogados consignados, cinco tenían oficinas en el edificio marcado con el número 103 de la calle, en tanto que otros diez despachaban sus asuntos en el del número 205, sede del Bufete Mendoza, uno de los más importantes y el más antiguo especializado en asuntos mercantiles. Había sido fundado en 1854 y fue pionero en dirigir su práctica profesional hacia el mundo de los negocios.
En su libro La Habana: Apuntes históricos, Emilio Roig no consigna el porqué del nombre de esta calle. Sí lo hace José María de la Torre en su libro Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna, publicado en 1857.
Escribe De la Torre que en todas las tardes de cuaresma salía de la Tercera Orden de San Francisco una procesión que iba por esa calle hasta la iglesia del Cristo, que era el Humilladero. Por la misma razón, se ven calles con igual nombre en muchas poblaciones cristianas, refiere el cronista, a imitación de la del vía crucis de Jerusalén, que se llamó de la Amargura. En la calle había cruces para cada estación. El hermano tercero D. Miguel de Castro Palomino y Borroto tenía particular devoción y costeaba la duodécima estación por los años de 1749, y la adornaba con una alfombra, dos candeleros de plata y un cuadro de Jesús Crucificado.
Añade José María de la Torre que Amargura se llamó también calle de la Cruz Verde, por la que existía (y existe) en la esquina con Mercaderes. De ahí partía la procesión del vía crucis. Fue residencia de los condes de Lagunillas y da albergue hoy al Museo del Chocolate que propone un recorrido por la historia del cacao, su cultivo, producción y comercialización. Por otra parte, este establecimiento asegura a quien lo visite la posibilidad de degustar una bebida preparada a la manera tradicional y bombones elaborados artesanalmente.
El tramo de Amargura comprendido entre las calles de Villegas y Compostela —dos cuadras— se llamó, afirma De la Torre, de las Piadosas Mujeres, porque en la casa de la esquina con Aguacate vivían las beatas Josefa y Petrona Urrutia que alumbraban los viernes un hermoso Custodio. La cruz que existía en esa esquina marcaba en el vía crucis la estación que correspondía a las piadosas mujeres que acompañaron a Cristo en su calvario.
La esquina de Compostela se llamó Del Mallorquín, por Juan Pascual, un sujeto proveniente de Mallorca que instaló allí una botica, mientras que la esquina de la residencia de los condes de San Felipe y Santiago fue conocida como la de Menéndez, por el hombre que la fabricó. Allí murió en 1807 Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, tercer conde de Jaruco y primer conde de Mopox, padre de la condesa de Merlin. Fue, en su tiempo, el hombre más rico de la Isla. Pero era iluso y poco práctico. Soñaba con grandes empresas y casi todas fracasaron; pese a que carecía de escrúpulos, su capital decrecía y sus deudas aumentaban. Cuando falleció, legó a su hijo la inmensa fortuna —para la época— de nueve millones de pesos, condicionada por una deuda de siete millones que en el testamento le obligaba a honrar.
En Amargura casi esquina a San Ignacio tuvo su casa don Francisco de Arango y Parreño, el llamado «estadista sin Estado», eminencia gris de la sacarocracia criolla. Fue el primero de nuestros economistas; promovió la introducción de una agricultura moderna y auspició asimismo la constitución de la Junta de Comercio y el Tribunal Mercantil. Director de la Sociedad Patriótica. Diputado a Cortes. Como Consejero de Indias, en 1816 logró el desestanco del tabaco y la libertad de comercio. Gracias a su gestión, esa maravilla que es el hielo fue introducido en Cuba. En 1824 rechazó el nombramiento de superintendente general de Hacienda y a partir de ahí pasó sus años finales alejado de la vida pública. Falleció en 1837.
La casa de este esclarecido habanero, convenientemente restaurada, la ocupa desde hace poco tiempo la Oficina del Historiador de la Ciudad. En el número 66 de la calle radicó la sede de la Sociedad Económica de Amigos del País, y en ese mismo sitio y durante una primera etapa y antes de trasladarse a la Manzana de Gómez, funcionó la Institución Hispanocubana de Cultura. Fue una propuesta de Fernando Ortiz en la junta de gobierno de los Amigos del País encaminada a incrementar las relaciones intelectuales entre Cuba, España y las naciones hispanoamericanas gracias al intercambio de científicos, escritores, artistas y estudiantes.
En el número 63, domicilio de Evaristo Estenoz, —un inmueble que ya no existe— se fundó el 7 de agosto de 1998, el Partido Independiente de Color. Otro hecho no puede quedar fuera de este recuento. Desde el cuartelillo de los Bomberos del Comercio, sito en la calle San Ignacio, hicieron una llamada telefónica al segundo jefe de ese cuerpo que residía en la casa marcada hoy con el número 110 A de la calle Amargura. Es la primera llamada telefónica en español que se registra en la historia.
También en la calle Amargura vivía la protagonista de un suceso de sangre ocurrido en 1745, cuando La Habana era chiquita. Lo recoge la crónica habanera y quizá sea el hecho de sangre más antiguo que involucre a una mujer.
Una vecina principal de la villa, María de Rojas, descendiente de Rojas el Magnífico, que acompañó a Velásquez en la colonización y fue, por tanto, uno de los primeros vecinos de La Habana, llevaba relaciones, sobre la base del matrimonio, con el capitán Diego de Hinojosa, del regimiento de Almanza. De María, al capitán solo le interesaban el dinero y la posición. Tenía la muchacha muy poco que agradecer a la naturaleza, y a su fealdad se añadía el carácter: era ácida, explosiva, violenta y, para colmo, celosa. No tenía día bueno ni noche tranquila desde que empezó su noviazgo. Imaginaba continuamente a su novio en brazos de otra. En eso, en verdad, no andaba desencaminaba la Rojas. Había en la vida del capitán otra mujer, linda y alegre como la primavera. Tenía 20 años de edad y aunque mucho había sonado ya los cascabeles no ocultaba su pasión por don Diego. Se llamaba Cándida, si bien no conocía la candidez. No tardó en llegar a oídos de María el trapicheo de su prometido. Conoció a la que le robaba a su galán, y, en una escena borrascosa, echó en cara al capitán su perfidia. Don Diego lo tiró todo a broma, sin saber que no hay broma que valga con una mujer celosa.
Una mañana, a la salida de la iglesia de San Agustín, la Rojas esperaba a Cándida con un revólver cargado de sal y apuntó al rostro de la muchacha. El transcurrir de los días aplacó el escándalo antes de que las dos mujeres volvieran a encontrarse otra vez frente a la iglesia. Cándida le dio entonces las gracias por los lunares que la pólvora del pistoletazo dejó en su rostro. «Dice don Diego que ahora luzco más linda que antes», le dijo y la machacó: «Entre al templo y pida que don Diego la quiera; pídaselo a Santa Rita, es la abogada de los imposibles…»
Cándida volvió la espalda para entrar a la iglesia, pero no pudo hacerlo. Sonó un disparo y cayó muerta en el acto. Esa vez la Rojas le había disparado con balas de verdad.