Lecturas
La huella italiana es bien visible en Cuba. Cristóbal Colón, genovés, abrió, hace más de cinco siglos, un camino por el que transitaron cantantes, plásticos, escritores, políticos, hombres de negocio, constructores… Gente, en fin, de todas las pintas, desde el cabecilla mafioso Lucky Luciano hasta Antonio Meucci, que inventó el teléfono en La Habana y murió loco y en la mayor miseria sin alcanzar a ver cómo la Corte Suprema norteamericana reconocía la primacía de su invento sobre el de Alexander Graham Bell.
Mucho debe la defensa de La Habana colonial al ingeniero romano Juan Bautista Antonelli, constructor de los castillos del Morro y de la Punta. En realidad fueron ocho los Antonelli que trabajaron en obras defensivas en la Isla, tanto en La Habana como en Santiago. Enrico Caruso se presentó en 1920 en escenarios cubanos, pero más de un siglo antes, en 1834, actuó aquí la primera compañía de ópera italiana. En 1863, Daniel Dall’ Aglio edificó, en la ciudad de Matanzas, el teatro Sauto, una de las joyas de la arquitectura cubana; una obra que, al decir de especialistas, «es digna de cualquier capital europea».
Fernando Ortiz, considerado el tercer descubridor de Cuba, tuvo en el médico y criminalista Cesare Lombroso una de sus primeras influencias. Umberto Veronessi pasó por la Isla en 1978, en el momento en que se le reconocía como la cima de la cancerología mundial. En 1521, el veneciano Juan Verrazano abría en América el capítulo de la piratería.
Es un italiano, Aldo Gamba, el artista de La fuente de las musas, llamada también Danza de las horas, emplazada a la entrada del famoso cabaret Tropicana y que devino símbolo de la noche habanera. Gamba esculpió esa pieza mientras guardaba prisión en el Castillo del Príncipe: había baleado a su amante.
Era la época en que no pocos escultores italianos se movían a sus anchas en un país que se abría a la vida republicana e insistía en perpetuar su historia. Surgían así los monumentos a algunos de los grandes próceres cubanos como el del mayor general Antonio Maceo, que acometió Doménico Boni en 1916 en el Malecón habanero, y el del generalísimo Máximo Gómez (1935) del ya aludido Aldo Gamba, en la Avenida del Puerto. Ninguno tan fastuoso, sin embargo, como el del mayor general José Miguel Gómez, ejecutado, en 1936, en la Avenida de los Presidentes, por Giovanni Nicolini, autor asimismo de otras relevantes obras escultóricas en la capital cubana, como el monumento a Miguel de Cervantes (1908) en el parque de San Juan de Dios, en La Habana Vieja.
Imposible eludir en este recuento los grupos escultóricos que rematan la escalinata del Capitolio de La Habana. Son obras del italiano Angelo Zanelli, autor del Altar de la Patria, que en Roma forma parte del monumento al rey Víctor Manuel. También de ese escultor es la Estatua de la República que se destaca en el imponente Salón de los Pasos Perdidos, exactamente debajo de la cúpula del edificio. Su peso es de 30 toneladas y se eleva a una altura total de 14,6 metros. La República, en ella, está representada por una mujer joven que aparece de pie y lleva casco, lanza y escudo. La túnica que la cubre se estiliza en el sentido arcaizante, acentuando el ritmo vertical de los volúmenes y dando a la figura la calidad que requiere su talla monumental.
Giuseppe Gaggini, con su bellísima Fuente de los leones (1836) es el artista que inicia el catálogo de la escultura italiana en Cuba. Del mismo autor es La fuente de la india o de La noble Habana (1837); y de Ugo Luisi la estatua de Neptuno (1838). Es de un artista italiano no precisado la columna (1847) que embellece la Alameda de Paula, el primer paseo con que contó la capital de la Isla, y de otro italiano, Cucchini, la imagen de bulto de Colón, en el Museo de la Ciudad. De Pietro Corto es el monumento funerario del obispo Serrano (1878) en la Catedral habanera.
Si el trazo italiano en Cuba es, como ya se dijo, apreciable, no puede hablarse de una emigración numerosa; vinieron a la Isla menos italianos de los que fueron a otros países de América, y siempre lo hicieron al llamado de las autoridades coloniales españolas interesadas en el blanqueamiento de la población. Con todo, fueron marineros genoveses y venecianos sobrevivientes de un naufragio en la costa norte de la actual provincia de Pinar del Río los que fundaron en la zona una ciudad a la que dieron el nombre de Mantua, como la de la Lombardía italiana.
Notable fue la contribución de los italianos al Ejército Libertador. Solo en abril de 1898, se incorporaron a la Guerra de Independencia 75 voluntarios. Ya antes, en la contienda iniciada en 1868 Juan Bautista Spotorno, un descendiente de italianos nacido en la ciudad de Trinidad, ocupó la presidencia de la Cámara de Representantes y la presidencia de la República en Armas.
Coronel, como Spotorno, fue Orestes Ferrara y Marino. Abogado brillante, asesor de los hermanos Hernand y Sosthenes Behn en la fundación del monopolio telefónico de la ITT, Ferrara alcanzó en la República el cargo más alto al que podía aspirar, por elección, un extranjero nacionalizado, la presidencia de la Cámara. Vinculado al dictador Machado, fue embajador en Washington y canciller, y huyó a la caída de la dictadura para eludir la justicia popular. Fue, por elección, miembro de la Convención Constituyente de 1940 y, durante muchos años, embajador ante la Unesco. El Gobierno Revolucionario lo cesanteó en 1959. La casa que se hizo construir, y que lleva el nombre de La dulce dimora, es una mansión florentina con todas las de la ley en las inmediaciones de la Universidad de La Habana.
En 1884 italianos asentados en la capital crearon una sociedad de socorros mutuos. Años después surgía la Sociedad de Beneficencia. En 1931 radicaban en la Isla algo más de 1 100 italianos con pasaporte y sumaban unos diez mil los descendientes. Es en los años 30 que surge, en Prado y Trocadero, el Círculo de la Cultura Italiana. Cerca de allí, en Prado 44 y sin que nada tuviera que ver con el Círculo, funcionó, a partir de 1937, la escuela Rosa Maltoni Mussolini, patrocinada por italianos fascistas residentes en La Habana, en especial por Camillo Ruspoli, príncipe de Candriano. Dicha escuela, que se trasladó a la playa de Jaimanitas, en el oeste de la ciudad, estuvo a cargo de la congregación de las Hijas de Don Bosco o Hermanas Salesianas, que impartían las clases en idioma italiano. Fue clausurada con la entrada de Cuba en la II Guerra Mundial, cuando La Habana rompió relaciones con los países del eje Roma-Berlín-Tokio y Candriano fue a dar a la cárcel.
Al finalizar la contienda, la delegación cubana a la Conferencia de Paz (París, 1946) anunció el propósito del Gobierno del presidente Grau San Martín de renunciar a toda reclamación de guerra como medio de renovar las relaciones cubanas con Italia, en atención a la actitud de simpatía que asumió ese país hacia los patriotas cubanos durante las luchas por la independencia. Y en vista del criterio cerrado de la Conferencia, de imponerle severas sanciones, nuestra delegación dejó constancia de la decisión del Gobierno cubano de hacer la paz por separado con dicha nación, lo cual se viabilizó por medio de un convenio suscrito en La Habana, al que se adhirieron algunos países americanos.
La pizza adquiere en Cuba no solo categoría de plato insignia de las comidas rápidas, sino que se ha cubanizado tanto que es ya casi tan nuestra como el congrí, los tachinos, el macho en púa y el bistec en cazuela.
Aludo, desde luego, a una pizza adaptada al paladar y a la idiosincrasia del cubano. Con menos diámetro que la italiana, pero más gruesa; menos crujiente y sí más esponjosa, más suave. Los condimentos y el queso son diferentes en una y en otra. No tiene el cubano promedio el hábito de ingerir una pizza condimentada con orégano y albahaca, que son esenciales en la pizza Margarita, y con el queso amarillo le da el «toque» a la pasta.
Durante el siglo XIX comienza a conocerse en Cuba la cocina italiana; era entonces la exquisitez de la burguesía criolla. Ya en la primera mitad del siglo XX deleita a la clase media habanera. Es entre 1940 y 1950 que surgen y cobran fama en La Habana algunos restaurantes de cocina italiana, como Frascatti, en Neptuno y Prado, y Da Rosina y Montecatini, en el Vedado, mientras que las pizzetas ganaban el favor de sectores más populares y de aquellas personas a las que la falta de tiempo impedía esperar por un plato más demorado. Es en los años 60 cuando se populariza la cocina italiana en la Isla. Una cadena de pizzerías llega hasta los rincones más apartados. La pasta de trigo, el queso y el tomate estaban presentes aquí desde la Colonia.
Se trataba, por otra parte, de una comida barata, de fácil elaboración, rápida, y la población la acogió de inmediato: paliaba el racionamiento impuesto por el bloqueo norteamericano que empezaba a hacerse sentir en esos años. La pizza y el huevo, también el chícharo, fueron los platos más socorridos y recurridos de aquellos días, lo que llevaría a Gabriel García Márquez, premio nobel de Literatura, a decir que el monumento a la Revolución, de hacerse, debía ser redondo.
¿Quién que las vivió no recuerda aquellas colas inacabables a las puertas de una pizzería? Valía la pena aquella fila enorme porque, si se entraba al establecimiento, se «resolvía» el día con la oferta del lugar: platos bien hechos y baratos, pues tanto la pizza como el espagueti y la lasaña se expendían, cada uno de ellos, a un peso con 20 centavos de entonces, y la tradicional botella de cerveza importaba 80 centavos.
Hoy los restaurantes del sector privado han ampliado y enriquecido la presencia de la cocina italiana en la Isla, y las pastas frescas para elaborar ravioli y ñoqui les dan un toque de distinción. Pero, en líneas generales, cuando en Cuba se habla de cocina italiana se alude sobre todo al espagueti, el canelón, la lasaña y, desde luego la pizza. Hablamos, para hacerlo con exactitud, de una cocina de pastas, que es la del sur de la península. Eso es solo una parte de la cocina italiana. Es una cocina riquísima que acusa por regiones rasgos que la distinguen y diferencian. Es tan variada, se dice, que si un restaurante se propusiera «estrenar» un plato italiano a la semana, tardaría años en agotar el recetario. Es en el Sur donde, a fines del siglo XIX, surge la pizza; «invento» que se internacionaliza tras el fin de la II Guerra Mundial y se convierte en plato estelar de la cocina rápida.
Si la vedette cubana Chelo Alonso hizo fama y dinero en la Italia de los 50, no pocos artistas italianos cosecharon éxitos en La Habana. Mucho se hicieron aplaudir aquí: Katyna Ranieri, Ernesto Bonino y Renato Carosone, que con su Picolissima serenata se instalaba en el hit parade de 1958. Ya para entonces la bellísima Tina de Mola impactaba a la teleaudiencia con lo que muchos recuerdan como el primer close up de la TV cubana. Esa cantante vino contratada por CMQ-Canal 6, y cuando finalizó sus compromisos con esa televisora pasó a trabajar a Tele Mundo-Canal 2, propiedad del calabrés Amadeo Barletta, que manejaba unas 15 empresas con un capital de más de 40 millones de dólares y que, se dice, representaba a la mafia italiana en sus negocios con fachada legal en Cuba, lo que nunca ha podido comprobarse. Barleta fue, junto con el cubano Goar Mestre, dueño de la CMQ, y sin que se lo propusieran de conjunto, el impulsor de la mítica Rampa habanera.
En el año 2008, más de 2 300 italianos vivían en Cuba. Cada año miles de italianos arriban a la Isla en calidad de turistas. La Sociedad Dante Alighieri es hoy una de las instituciones más importantes para la difusión y defensa de la cultura y el idioma italianos entre nosotros.