Lecturas
El reparto Santos Suárez, en el municipio habanero de Diez de Octubre, debe su nombre a la familia propietaria de los terrenos donde se asentó esa urbanización. Se trataba de cuatro hermanos nacidos en la región central de la Isla y avecindados en la capital: José Indalecio, Leonardo, Nicolás y Joaquín, me dice el doctor Ismael Pérez Gutiérrez, profesor de Medicina, que lleva a cabo una paciente investigación sobre calles y barriadas de La Habana. El nombre de dos de ellos lo llevan sendas calles locales: San Indalecio y San Leonardo.
De los cuatro hermanos, Leonardo fue el más prominente. No solo por haber sido el más rico del grupo, sino por su quehacer político. Más de un autor asegura que es por él que Santos Suárez se llama así.
Al igual que José Indalecio, el hermano mayor, Leonardo estudió Derecho y, junto con Félix Varela y Tomás Gener, resultó electo diputado a Cortes en 1822.
La Constitución de Cádiz de 1812, restablecida en España en marzo de 1820, fue proclamada en Cuba un mes más tarde. El elemento más progresista de la Colonia sugirió sin demora la creación de una cátedra de Constitución y la puso bajo los auspicios del obispo Espada, «en justo aprecio de las eminentes cualidades que concurren en su venerable persona», como se afirmaba en la propuesta.
Queda Espada facultado para reglamentar la cátedra y elegir a la persona que la impartiría. La sumó el Obispo a los programas curriculares del Seminario de San Carlos y determinó que se cubriera por oposición, pero al mismo tiempo invitó al padre Varela a que participara en el concurso. Nadie podía desempeñarla con más dominio y eficacia. Los ejercicios que presentó Varela fueron brillantes; nadie pudo discutirle la propiedad de una cátedra que él llamó «de la libertad y los derechos del hombre». La popularidad de Varela, a partir de ahí, subió como la espuma. Su integridad moral y su patriotismo lo hicieron un candidato indiscutible para las elecciones a diputado. Salió electo. También fueron elegidos Santos Suárez y Gener. Aunque no quería, debió Varela cambiar la vida sosegada del estudioso por la existencia agitada del político.
Tres proyectos llevan a Cortes los diputados habaneros que encabeza Varela: abolición de la esclavitud, autonomía para Cuba y reconocimiento de la independencia de la América española. Los cubanos son tratados con profunda consideración, pero la reacción absolutista no está muerta y espera el momento de la revancha. Con el retorno de Fernando VII llega a su fin el breve período constitucional. Los cubanos que se pronunciaron sobre la incapacidad del monarca para gobernar y su sustitución por un consejo de regencia, son condenados a muerte y deben huir de España. Varela logra llegar a Gibraltar y desde allí viaja a Nueva York.
A esa ciudad llegó también Leonardo Santos Suárez. Colaboró con Varela en su periódico El Habanero, publicación que señalaría el camino justo a los separatistas cubanos, y que, por supuesto, no pudo circular en Cuba. Ya para entonces Santos Suárez tenía experiencia en el campo de la letra impresa, pues años antes, en La Habana, estuvo, junto a José Agustín Govantes y Nicolás Manuel de Escobedo —«el ciego que vio claro», como se le llamó en su tiempo— en la fundación de El Observador Habanero, revista de alto valor literario. No persistiría en ese empeño. Se desencantaría por otra parte de la política —debe haberse acogido a la amnistía de 1832 promulgada por el Gobierno español— y se metió de lleno, con gran éxito, en el mundo de los negocios. Murió en Madrid, en 1874, a los 79 años de edad.
No vivió tanto su hermano mayor, el ya aludido José Indalecio. Falleció, en 1836, con 44 años. Hizo estudios secundarios en La Habana y cursó Filosofía en el Seminario de San Carlos. Muy joven, apenas con 21 años y en el propio Seminario, se presentó a las oposiciones para la cátedra de Texto Aristotélico. Pese a su brillante papel, perdió ante un contrincante de la talla de Escobedo, que sería el profesor que sustituirá a Varela en la cátedra de Constitución cuando el futuro autor de Cartas a Elpidio viajara a Madrid, para ocupar su plaza de diputado a Cortes.
Matriculó entonces José Indalecio la carrera de Derecho en la Real y Pontificia Universidad de La Habana, donde se graduó como abogado. Tuvo la suerte de laborar en el equipo del venezolano Juan Ignacio Rendón Dorsuna, considerado uno de los grandes letrados de la Cuba colonial, lo que le permitió participar de alguna manera en las causas más célebres de la época, que eran de la incumbencia de Rendón, dado su cargo de oidor de la Audiencia de Puerto Príncipe.
Lo eligieron diputado provincial por La Habana y diputado suplente a Cortes. La administración colonial lo designó magistrado del Tribunal de la Real Hacienda. La salud, sin embargo, no lo acompañó. Muy enfermo, viajó a Estados Unidos a fin de encontrar remedio a sus males. Lo intentó durante todo un año. No lo consiguió y regresó a Cuba para morir. Falleció en el mismo año en que murió su maestro Rendón, que llegó a los 75.
Digamos antes de proseguir que Santos Suárez es un apellido compuesto, y que Pérez es el segundo apellido de estos cuatro hermanos. De los dos hermanos menores se conoce menos que de los mayores. Tuvieron una vida más privada que pública. Nicolás, el tercero en orden cronológico, fue también abogado. Estudió en la capital de la Isla y luego de viajar por Europa, se estableció en Pensacola, cuando la Florida era aún territorio español y estaba bajo la jurisdicción de la capitanía general de La Habana. Se desempeñó allí como Auditor de Guerra hasta que volvió a Cuba y ejerció como juez en Guanabacoa. Escribió varios folletos de carácter literario y jurídico.
El menor de los hermanos Santos Suárez Pérez se llamó Joaquín. Fue la excepción de la regla. No estudió Derecho. Se hizo médico y fue miembro destacado de la Sociedad Económica de Amigos del País, de la Academia de Ciencias y del Liceo Artístico Literario.
Los abuelos de los Mendoza-Freyre de Andrade contrajeron matrimonio en 1855. Lo hicieron pese a la oposición del padre de María Teresa, la novia, que alegaba la escasa fortuna del pretendiente de su hija. Sin embargo, siete de los 12 hijos de la pareja originaron ramas que «constituyeron algunas de las familias cubanas más influyentes» antes de 1959. Sus descendientes enlazarían, dice Guillermo Jiménez, con los principales de cada época y serían propietarios en diversos sectores del país.
Hubo entre ellos banqueros y corredores de azúcar y de bolsa de valores, propietarios de centrales azucareros y de colonias cañeras, de fábricas de fertilizantes, de empresas constructoras e inmobiliarias, de entidades hipotecarias y de seguros… De miembros de esa familia era propiedad el centro comercial La Rampa, donde funcionan ahora las oficinas de las compañías de aviación.
Figuraban entre los principales accionistas privados de Cubana de Aviación y eran dueños del Bufete Mendoza, especializado en asuntos mercantiles y uno de los más importantes y antiguos de la ciudad, situado en calle Amargura 205, entre Habana y Aguiar, La Habana Vieja. El Palacio de Aldama estaba entre sus propiedades, y por no dejar de tener llegaron a adquirir el Fondo Coronado, llamado así por su propietario original, el erudito Francisco de Paula Coronado, y que es la mayor colección existente de libros, folletos, materiales de prensa, mapas y todo tipo de documentos relativos a Cuba, que los Mendoza vendieron oportunamente a la Universidad Central de Las Villas, donde hoy se encuentra.
Los Mendoza, en cualquiera de sus siete ramas, eran propietarios de grandes extensiones de tierra en toda la ciudad. Poseían parcelas y solares en Cojímar y también en el Biltmore. En los repartos Barandilla y La Coronela y en La Puntilla. Los poseían asimismo en La Víbora, cuando esta llegaba hasta La Palma. En 1915 adquirieron terrenos en la zona de Santos Suárez y comenzó su urbanización.
Hay en Santos Suárez zonas allí cuyas calles —San Emilia, Santa Catalina, Santa Irene…— agotan el santoral. Otras –Mayía Rodríguez, Juan Delgado, Lacret…— rinden tributo a los héroes de la Independencia, y otras más —Saco, Heredia, Luz Caballero…— recuerdan a nuestros más ilustres intelectuales y creadores, en tanto que toda una canasta de frutas cubanas se llena con los nombres de calles como Zapotes, Melones, Cocos… Por cierto, Cocos sigue siendo Cocos y no Alfredo Martín Morales, y nadie llamó nunca José Miguel Gómez a Correa, ni José Antolín del Cueto a Melones.
Para los que vivíamos en el reparto Lawton, zona eminentemente estudiantil, mientras Luyanó era, en lo esencial, obrero, las escapadas a Santos Suárez eran toda una aventura en la adolescencia. Hasta las muchachas parecían más lindas, elegantes, más en la onda, aunque no recuerdo si ya se usaba esa expresión. El escribidor admiraba ya las grandes casonas de la barriada, aunque no dejaba de advertir que sus áreas se habían congestionado en exceso con edificios de apartamentos apiñados prácticamente unos sobre otros, en un afán de aprovechar al máximo los terrenos.
Un cine como Los Ángeles, en Juan Delgado casi esquina a Lacret, no solo nos parecía mejor que los que funcionaban en nuestra zona, sino que lo era realmente con sus butacas acolchadas y el aire acondicionado, mientras que otros —Ma’Ra y Santa Catalina— se quedaban, con sus asientos de palo, en el atractivo de sus fachadas. La Gran Vía, ubicada precisamente en la calle Santos Suárez, entre San Indalecio y San Benigno, era, en los cumpleaños, lo máximo con sus cakes y su confitería fina. En la cafetería Niágara, de Juan Delgado y Santa Catalina, Paco el lunchero ofertaba los mejores sándwiches de la ciudad, y los frozzen de El Gallito, en Santa Catalina y Saco, nada tenían que ver con los se harían muy demandados después.
Más allá, por Santa Catalina hacia Palatino y la Ciudad Deportiva, la iglesia de San Juan Bosco, en cuyo vía crucis —lo sabríamos después— el pintor Eberto Escobedo representó al poeta José Lezama Lima. Más allá, la fábrica de la Coca Cola y casi enfrente la quinta Las Delicias, de Rosalía Abreu, impenetrable en el misterio de sus monos.