Lecturas
Había invitados esa noche en la Embajada de Cuba en París, y el gran chef Gilberto Smith asumió, como de costumbre, la preparación de la cena. Envió los primeros platos a la mesa, y cuando se disponía a hacerlo con la langosta, lista ya para servir, una jarra de café se derramó sobre ella. Café cubano, fuerte y aromático. La escurrió Smith, pero el líquido había penetrado la masa y el sabor del café se hacía bien patente. Pensó en «matarlo» con coñac o whisky y algún licor, pero fue inútil: más le sabía el café. Estaba muy bien la langosta, sabrosísima, pero el gusto del café estaba ahí. Le puso entonces salsa holandesa; nada. Nata de leche batida; tampoco. Cada vez se ponía mejor la langosta, y el café, sin embargo, seguía «saliendo». Recurrió al queso parmesano. Es fuerte, huele mucho. Lo único que consiguió fue mejorar el sabor de su plato.
Aturdido, desconcertado, envió la langosta a la mesa. Le agobiaba la idea del papelazo, cuando los que la degustaron requirieron su presencia. Esperaba el reproche, pero no. Nunca habían probado nada igual, aseguraron. Quisieron conocer el nombre de aquel plato, su elaboración. «Se llama langosta al café y fue confeccionada especialmente para ustedes», respondió Gilberto Smith. No dijo ninguna mentira.
Luego lo perfeccionaría. Le añadió champiñones, quemó la langosta con coñac, aumentó el tabasco y la salsa inglesa… El plato comenzó a caminar solo. Se extendió por Francia, Bélgica, Italia. En Milán, donde la langosta al café ganó el primer premio en un concurso internacional, la gente reconocía a Smith en la calle y le llamaba «Comendador». Años después, Fidel Castro lo mencionaría en la célebre entrevista que le concediera a Frei Betto.
Su padre, en cierto sentido, fue su primer maestro y luego «se hizo» en fondas y restaurantes de poca monta, hasta que a los 16 años lo designaron jefe de cocina de un importante hotel habanero. Fue miembro de la Academia Culinaria de Francia y le llamaron «El mago de las salsas». Sus platos a base de pescados y mariscos son famosos y resultan incontables las personalidades que se deleitaron con lo que salía de sus manos. Cocinó para Chirac, Mitterrand y Pompidou, presidentes de Francia los tres. Para Alain Delon y Jean Paul Belmondo. Edith Piaf y Maurice Chevalier. Romy Schneider y Julio Iglesias. Paco Rabanne, Nat King Cole, Brigitte Bardot, Juan Manuel Serrat, Geraldine Chaplin, Jean Paul Sartre, Alicia Alonso…
A García Márquez le fascinó el consomé de oca que Smith le preparó en el restaurante habanero La Rueda. Alejo Carpentier, que se desvivía por el pato a la naranja del maestro, al dedicarle su novela La consagración de la primavera, escribió: «Para el gran chef Smith, maestro en altas artes culinarias».
Japón le otorgó la Medalla de Oro Especial. El Gobierno italiano le confirió la Orden Catalina de Médicis. En el megaevento culinario Perú 2001 se le entregó el título de Chef del Milenio. Fue, dicen, el cocinero más galardonado del mundo.
Recordémoslo en el quinto aniversario de su muerte.
La investigadora española Beatriz Calvo Peña estudia tres libros de recetas de cocina cubana que se encuentran a caballo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. El primero se titula Nuevo manual de la cocinera catalana y cubana, del cocinero catalán Juan Cabrisas, publicado originalmente en 1858. El segundo libro no consigna autor alguno. Se publicó en 1862 y se titula El cocinero de los enfermos, convalecientes y desganados. En tanto, el tercero, Nuevo manual del cocinero criollo, es de 1914 y está firmado por José Triay, periodista del Diario de la Marina.
En los tres libros aparecen las recetas del ajiaco, el picadillo y la ropa vieja, platos que llegan hasta nosotros con el mismo nombre y una preparación más o menos similar. En opinión de la autora, la poca variación que se evidencia entre los ingredientes de esos platos en los tres recetarios, confirma que ya para mediados del siglo XIX existía una tradición de cocina cubana bien asentada, y que ciertos platos eran ya identificados como auténticos y propios de la Isla. Se pone de manifiesto asimismo el interés de los autores de esos libros por acentuar una cocina sobre todo urbana, habanera, aunque no descartan la inclusión de lo que llaman «platos de tierra adentro» y que llegan a identificar incluso con el nombre de la localidad a que se atribuye su origen.
La cocina cubana está en los tres títulos diferenciada de la española. Para el autor del Nuevo manual de la cocinera catalana y cubana existe una manera netamente criolla de elaborar los platos. Hay también ingredientes característicos como las frutas del trópico y el azúcar. El empleo de viandas y tubérculos de origen americano y la guarnición a base de arroz blanco o de plátanos fritos o salcochados son constantes en el paladar cubano. Los autores aluden a platos a lo cubano, a lo criollo y a lo habanero, que son, estos últimos, los más elaborados.
Las características sobresalientes de la cocina cubana de fines del siglo XIX y comienzos del XX son el uso de la manteca de puerco, el predominio de la carne de ese animal, que empieza a perfilarse como alimento netamente cubano, la utilización como ingredientes básicos de especias como el cilantro y el ají, la mezcla de lo dulce con lo salado… Escribe Beatriz Calvo: «En resumen, lo que definitivamente caracteriza a la cocina cubana es una oscilación entre la sencillez de un plato de arroz con manteca, o sea, el arroz blanco criollo, y el barroquismo de una olla cubana, un ajiaco o unos huevos guisados a la habanera, el colmo de la complejidad».
Otro aspecto que identifica a la cocina cubana es la decoración de los platos. Hay en los tres libros una clara conciencia de cómo se adorna. Los platos denominados a lo cubano, a lo criollo o a lo habanero suelen compartir la característica de estar adornados con un producto esencial en Cuba, el plátano. Expresa la española Calvo: «Este detalle, por sencillo que parezca, es para la cocina de la Isla toda una reivindicación de identidad. Junto al plátano, las frutas tropicales son un elemento esencial en la imaginación de la comunidad cubana».
Concede la investigadora peninsular excepcional importancia al ajiaco. Se trata, dice, del plato más rico en cuanto a la variedad de ingredientes, pues reúne tres tipos de carne —vaca, puerco y pollo o gallina—, viandas esencialmente americanas y especias mediterráneas como el azafrán, el comino y el culantro, junto al limón, propio también de la cocina del Mediterráneo, y el ají, no siempre presente en todos los ajiacos.
El ajiaco se convirtió en toda una institución dentro de la cocina cubana, en toda una mitología pues, como dijo Fernando Ortiz, contiene en sí toda la esencia del criollismo de la Isla. El cocido es un plato genuinamente español, el ajiaco cubano es su natural derivado. En definitiva, los plátanos y el ajiaco se convierten en auténticas mitologías de la identidad cubana.
Cuba empieza a depender de EE.UU., y el cambio deja su huella en la cocina. Hay anhelo de modernidad, entran las conservas, entra el horno. Con anterioridad a 1914, la hora de hornear era el momento de pedirle ese favor al panadero. A partir de esa fecha, el ama de casa puede disponer de ese aparato que se importa y se vende en La Habana. El turismo hace que se extienda el gusto por platos foráneos. De esa manera, platos de otras cocinas toman carta de ciudadanía en la nuestra.
Un país tiene sus propios alimentos y los elabora además acorde con su idiosincrasia, en este caso «al gusto de la Isla de Cuba». Y aquí la palabra «gusto» tiene connotaciones patrióticas, ya que se trata del nuestro, del nacional.
El congrí, esa joya de la cocina cubana, es la mezcla del arroz blanco con los frijoles colorados, guisados juntos. No debe confundirse el congrí con los moros y cristianos, que es el guiso del arroz blanco con los frijoles negros, aunque por extensión también a los moros se les llama congrí.
En la cocina de los pueblos del Caribe es omnipresente la combinación del arroz con diversas variedades de frijoles. La hay en Jamaica, en Guadalupe y en Trinidad. En Venezuela es arroz con caraotas; en Puerto Rico, arroz con habichuelas; en Santo Domingo, moros y cristianos o, simplemente, moros. Y en Centroamérica, aludiendo quizá jovialmente a nuestras síntesis étnicas, matrimonio. Empedrado llaman los andaluces al guiso de arroz con judías, y los haitianos, para preparar el congrí, aderezan el arroz blanco con leche de coco.
Alejo Carpentier lleva la añoranza de ese plato a su cuento Los fugitivos. Un esclavo huye con su perro de los barracones de la hacienda y ya en el monte, al parecer fuera del alcance de mayorales y rancheadores, echan de menos la seguridad del condumio. El perro extraña los huesos llevados al batey al caer la tarde, mientras que el hombre añora el congrí, traído en cubos a los barracones, después del toque de oración o cuando se guardaban los tambores del domingo.
El folclorista oriental Ramón Martínez afirmaba que un congrí se compone de arroz con frijoles, manteca y pedacitos de tocino hechos chicharrones, sin especificar qué clase de frijol. Atribuye origen africano a esa palabra.
También Fernando Ortiz da, tanto al congrí como a los moros, un posible pero no probado origen africano. Afirma Ortiz que congrí es voz del creole haitiano, ya que en esa isla caribeña se llama congos a los frijoles colorados y al arroz se le llama riz, como en francés, y de congo y riz, argumenta el sabio cubano, surge la voz congrí. Aunque Ortiz no lo dice, en Cuba también se llamó congo al frijol colorado.
El erudito José Juan Arrom asegura que «nada tendría de particular que los colonos franceses que se refugiaron en Santiago de Cuba huyendo de los esclavos sublevados en Haití no llamaran a ese plato pois et riz, como todavía se nombra en aquella isla, sino congue el riz. Y esta frase sí terminaría pronunciándose cong-e-rí en francés y, desde luego, congrí en español».
Ortiz adelanta el posible origen de este plato, al relatar en su estudio La cocina afrocubana lo que con relación a eso dice el ya aludido Ramón Martínez en su libro Oriente folklórico, del que, por cierto, solo pudo hacer 12 ejemplares.
Escribe Martínez que un negro de nación queriendo cocinar una comida rápida y sin condimento, echó a hervir arroz y frijoles juntos y casi se cocinaron al mismo tiempo, porque los frijoles eran frescos. Más tarde el plato se cocinó con más cuidado: se cocieron primero los frijoles hasta que estuvieron blandos, se aliñaron luego y se les echó el arroz, y cuando este reventó, se sacó un poco de agua de la cacerola y se dejó secar el guiso a fuego lento.