Lecturas
No puede precisar ahora el escribidor cuándo comenzó a utilizarse en Cuba el término de Primera Dama para designar a la esposa del presidente de la República. Supone que fue durante el Gobierno del mayor general Mario García Menocal y Deop, pues antes ni Genoveva Guardiola, esposa de Estrada Palma y que, por cierto, era hija de un presidente de Honduras, ni América Arias, compañera de José Miguel Gómez y madre de Miguel Mariano, otro presidente, merecieron tal título. Eran sencillamente las señoras del primer mandatario. Entre 1902 y 1958, 19 presidentes se desempeñaron en la Isla. Algunos de ellos —Grau y Batista— detentaron el poder en más de una ocasión, y otros, a lo largo de más de un período, como Menocal y Machado. De ellos, Grau, solterón empedernido, no estaba casado. Tampoco lo estaba Andrés Domingo y Morales del Castillo, presidente decorativo entre agosto de 1954 y febrero de 1955. Batista llevó al Palacio Presidencial a dos primeras damas, una cada vez.
Fulgencio Batista conoció a la que sería su primera esposa en el Wajay, cuando era uno de los soldados destacados en la custodia de la residencia campestre del presidente Alfredo Zayas. Se llamaba Elisa Godínez. Con ella se instaló en la casa marcada con el número 24 de la calle Josefina, en la Víbora, y buscó luego un apartamento en los altos del café El Cuchillo, en la esquina de Toyo. Ganó el soldado, por oposición, una plaza de sargento taquígrafo y comenzó a laborar como maestro en la misma escuela donde había estudiado, la academia de taquigrafía San Mario, en Lealtad casi esquina a Reina. Tenía un cacharrito, jugaba al dominó con sus vecinos y para redondear las entradas vendía joyas a plazo. Pero la vida era cara y dura, y Elisa contribuía al presupuesto familiar con lo que le reportaba su oficio de lavandera.
Tuvo la pareja una prolongada relación hasta que contrajeron matrimonio en 1936. De esa unión nacieron Mirta Caridad (8 de septiembre de 1927), Fulgencio Rubén (18 de noviembre de 1933) y Elisa Aleida (7 de febrero de 1941). De ellos, solo sobrevive Elisa Aleida, que es empleada del hospital Monte Sinaí, de Miami.
El amor no fue eterno, sin embargo. Casado aún con Elisa conoció Batista a Marta Fernández Miranda, a la que descansadamente doblaba la edad. Andaba ya el militar por el tormentoso cabo de los 40 años, y ella no había cumplido todavía los 20. Se dice que el automóvil presidencial con Batista a bordo atropelló a la muchacha cuando montaba bicicleta y que el romance surgió cuando el Presidente la visitaba en el hospital. Eso no pasa de ser una leyenda. Nada escribe al respecto Roberto Fernández Miranda en sus memorias tituladas Mis relaciones con el general Batista. Lo real parece ser que Marta —una humilde muchacha del reparto Buenavista, en Marianao, y que era muy atractiva y vistosa— formaba parte del séquito de Mary Morandeira, poetisa española radicada en Cuba, y fue presentada al mandatario por su testaferro Andrés Domingo y Morales del Castillo.
Batista tuvo entonces, de manera paralela, una relación pública y otra secreta. Con Elisa en Palacio, y con Marta donde podía. Fue entonces que compró una finca rústica de 17 caballerías de extensión, enclavada al borde de la Autopista del Mediodía y que queda encerrada entre la Carretera Central, la carretera de Cantarranas a Entronque del Guatao y la vía que corre de San Pedro a Punta Brava. La bautizó como Kuquine y encargó al arquitecto Nicolás Arroyo — que andando el tiempo sería su ministro de Obras Públicas y embajador en Washington— la ejecución de la casa de vivienda del predio.
Cuando salió de la presidencia, el 10 de octubre de 1944, Batista se divorció de Elisa Godínez. Once millones de pesos tocaron a la señora en la división de gananciales. Se casó con Marta el 28 de noviembre de 1945, en la capilla de la finca. Ya para entonces, 19 de agosto de 1942, había nacido el primero de los cinco hijos del matrimonio.
Genoveva Guardiola de Estrada Palma no fue la única de las primeras damas que nació fuera de Cuba. Fuera nacieron también Laura Bertinni, esposa de Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria, que no llegó a un mes en la presidencia, y Marcela Cleard, la esposa de José Agripino Barnet y Vinajeras.
El general Alberto Herrera fue presidente tras la renuncia de Machado, entre la tarde del 11 de agosto de 1933 hasta el mediodía del 12. No encontró el escribidor el nombre de su esposa. Elisa «Yoyó» Edelman, hija de un presidente del Tribunal Supremo de Justicia, era la esposa de Carlos Hevia Reyes Gavilán, que pasó 38 horas en la presidencia de la República. Más breve aun —solo seis horas— duró el mandato interino de Manuel Márquez Sterling, casado con su prima Mercedes. También con una prima suya, Elvira, contrajo matrimonio Gerardo Machado. Elvira sobrevivió largas décadas a su marido; falleció con más de cien años, muy entrada la década de 1960. Fueron inhumados en nichos contiguos en el cementerio de Woodland Park, de Miami. Serafina Diago fue la esposa de Miguel Mariano Gómez, que pasó no más de siete meses en el poder.
Genoveva Guardiola no pudo asistir a la toma de posesión de su marido como presidente de la República, porque el protocolo de entonces impedía la presencia femenina en ese tipo de actos. Era toda modestia y sencillez. Sentada en una comadrita, zurcía en un balcón del palacio que fue de los Capitanes Generales los calcetines de su esposo, el Presidente que, pese a su posición, tenía solo tres trajes. Era pequeña y delgada. Usaba los zapatos hasta gastarlos y lucía como única prenda su alianza de matrimonio, un aro liso, de oro.
Mariana Seba de García Menocal, en cambio, gastaba con distinción y elegancia lo que robaba su marido en la presidencia. A María Jaén, la esposa de Zayas, le apodaban María Centén porque decían que esa fue su tarifa en noches de alegre juventud. Era gorda, muy gorda. Una noche, luego de una función de ópera, en la que abandonaba el Teatro Nacional, debió hacerlo escoltada por las risas mal disimuladas de la elegante multitud que colmaba el coliseo. Los colores de su traje —azul celeste tierno y blanco— resaltaban la exagerada gordura de la Primera Dama. No pudo ni quiso ignorar la burla de que era objeto y deteniendo el paso, pero sin mirar a los irrespetuosos, exclamó: «Más vale causar hilaridad que llanto».
Carmela Ledón era una mujer honesta y muy enamorada de su marido, Carlos Mendieta (mandatario provisional entre 1934 y 1935), al punto de que la única hija que tuvo el matrimonio se sentía como una extraña ante aquella pareja. Nadie pudo acusarla de meter la mano en el Tesoro de la nación ni de apadrinar ministros ladrones. Pero nunca vio las manchas de su esposo, como tampoco vio las del suyo Leonor Montes —Monona— de Laredo Bru, adornada de todas las virtudes de las criollas de buena cepa y de todas sus limitaciones también. Con los «ahorritos» de su esposo, Monona hizo construir el edificio «N» en el Vedado.
América Arias de Gómez fue siempre Doña América. Renée Méndez Capote la recordaba sencilla en medio de una gran fortuna creciente, sobre la que no le estaba permitido indagar de dónde provenía ni cómo se acrecentaba. Durante la Guerra del 95 fue correo de los mambises y una segura colaboradora del marido cuando José Miguel, antes de convertirse en el tiburón que se bañaba y salpicaba, encabezaba en la manigua la valiente caballería espirituana. Fue una gran cubana. Hoy, un busto perpetúa su memoria en las inmediaciones del antiguo Palacio Presidencial y lleva su nombre un hospital de maternidad habanero.
María «Mary» Tarrero se desempañaba como taquígrafa del Senado, y de los 54 senadores en ejercicio se enamoró del único que llegaría a ser presidente, Carlos Prío Socarrás. Tuvieron dos hijas. Uno de los nietos de la pareja es asesor del presidente Obama. La viuda de Prío falleció en Miami el 23 de septiembre de 2010, a los 85 años de edad, y fue inhumada junto a su esposo en el cementerio de Woodland Park.
Grau San Martín repetía en público la frase de «las mujeres mandan» y en privado aclaraba que aunque mandaran no era necesario hacerles caso. Cuando ocupó la primera magistratura, la Primera Dama fue su cuñada Paulina Alsina y, en otras ocasiones, su sobrina Polita. Que no estuviera casado no quiere decir que no fuera enamorado y mujeriego. A la Méndez Capote —lo cuenta ella misma— la acorraló una vez en el despacho presidencial y le dijo que si pasaba unos días con él le daba lo que quisiera. Eso ocurrió en 1933. Con tal de lograr sus propósitos estaba dispuesto a meter al marido preso en La Cabaña. Cuando regresó al poder en 1944 la mandó a buscar de nuevo. Le prometió un ascenso de empleo y sueldo en el Ministerio de Educación, a fin de conseguir lo que se proponía. «Yo, loco por ti y tú siempre dándome el esquinazo...». Otra vez envió por ella. Se reunían en Palacio las Damas del Buen Vecino y estaría allí también el embajador norteamericano Braden. Cuenta Renée en su libro Por el ojo de la cerradura: «Y sucedió una cosa entre chusca y terrible: mientras que el embajador soltaba su discurso, que yo no pude oír por encontrarme incapaz de prestar atención, el Presidente de la República, que me había hecho el honor de colocarme a su derecha, parados los dos detrás de su buró y contra la pared, todo el tiempo que se tomó el yanqui para decir sus sandeces, me amasaba las nalgas concienzudamente. Yo no podía, sin escándalo, quitarme del lugar de honor en que me había colocado, honrándome ante una sociedad que me repudiaba». Años después Grau impactaría a la opinión pública cuando se dejó fotografiar en Varadero en traje de baño y junto a Lina Salomé, escultural y curvilínea vedette cubana. Fotografías que, desde luego, reprodujo la prensa. «El Viejo» se defendió: «¿Acaso una artista no tiene el derecho de recibir de mí el mismo trato que merece una encopetada dama de nuestra sociedad?». Y comentó para los que alegaban que dada su condición de ex mandatario no debió exhibirse en trusa: «¿Y qué querían? ¿Que me vistiera de frac o de chaquet para bañarme en la playa?».