Lecturas
Durante el siglo XIX la mesa de las familias nobles cubanas y de la gente pudiente de la época estaba puesta siempre para los amigos, y era corriente entonces que una visita que aparecía de manera inesperada y, por tanto, sin invitación, decidiera quedarse a comer. Y tanto en las comidas informales, como en las de gran cumplido, al comer el plato de carne todos los comensales se retiraban de la mesa y aguardaban en el jardín de la residencia o en un salón contiguo al comedor a fin de que la servidumbre retirara los platos usados y colocara los del postre. Avisados de que el postre estaba servido, todos los comensales regresaban al comedor y ocupaban sus puestos en la mesa.
En sus Memorias, escritas en 1843, la condesa de Calderón de la Barca, esposa de un embajador español en México, alude a su tránsito por La Habana y a las atenciones de que fue objeto, y refiere la comida que en su honor ofrecieron los condes de Fernandina en su residencia de la calle Mercaderes 24. Dice: «Estuve sentada entre el Conde de Fernandina y el Conde de Santovenia, siendo servida la comida en una vajilla de porcelana francesa de color blanco y adornada en oro, particularmente bella. Después de la comida, según la costumbre cubana, nos levantamos los comensales y fuimos a una habitación cercana al comedor, mientras la servidumbre arreglaba la mesa para servir los postres, que consistían en bocaditos de huevo, dulces de distintas clases, helados y frutas».
En los comienzos del siglo XIX las damas habaneras cuando iban de tiendas no abandonaban el quitrín, porque en aquella época era del mal gusto que las damas visitaran los establecimientos para hacer sus compras.
El dependiente traía hasta su vehículo las piezas de tela y demás objetos y entonces ellas elegían lo que deseaban comprar.
Era costumbre entonces también que las peleterías enviasen a las casas de familias a un empleado con 12 o 14 cajas de zapatos para que las damas eligieran el modelo que les agradara. En ocasiones el infeliz dependiente se veía obligado a cargar las cajas varias veces, en viajes de ida y vuelta, hasta que ellas encontraran un zapato que les gustara y que estuviera a la medida de su pie.
En el siglo XVII, solo en algunas calles —Oficios, Mercaderes, Real o Muralla, Teniente Rey o el Basurero…— las casas obedecían a una alineación y equidistancia. En el resto de la ciudad se construía a la diabla, es decir, cada quien construía su casa donde y como lo creía conveniente. Las edificaciones eran por lo general de madera y para su protección se rodeaban de tunas bravas.
Los mosquitos se hacían insoportables y los cangrejos que por las noches salían de sus escondites en busca de los desperdicios de las basuras domésticas, metían tal ruido que no era raro que se les tomara por invasores ingleses.
La ciudad se surtía de las aguas del río Casiguagua (Chorrera), que gracias a la Zanja Real llegaba hasta el Callejón del Chorro, próximo a lo que sería la Plaza de la Catedral y que se llamaba entonces Plaza de la Ciénaga, un terreno anegado y cenagoso. Con anterioridad los habaneros bebían del agua de lluvia que se recogía en un gran aljibe que se construyó en la Plaza de Armas, o de la que se traía, mala y sucia, del río Luyanó.
El negro era para un grupo un mero instrumento de enriquecimiento material, y consecuencia de ello fue el bárbaro sistema que se generalizó de aplicarle crueles castigos. Al que huía por primera vez se le azotaba ferozmente. Si reincidía se le cortaba una oreja y la otra si volvía a escaparse. El Cabildo condenaba con duras penas corporales a los infractores de las ordenanzas municipales, cuando eran negros.
En el año 1859 existían en La Habana unas 38 cigarrerías en las que ganaban su jornal unos 2 300 obreros. Según estadísticas de la época, esos trabajadores hicieron en dicho año unos 97 millones de cajetillas de 32 cigarros cada una, con un valor de medio millón de pesos.
Entre esas cigarrerías llegó a tener gran preponderancia la fundada en el año 1853 por el señor Luis Susini, con el nombre de La Honradez. Este industrial fue el primero que aplicó el vapor como fuerza motriz a la industria del cigarro, llegando a producir más de dos millones y medio de cigarrillos al día.
Las cajetillas de esta fábrica reproducían excelentes litografías con vistas de La Habana y también fotografías de personajes célebres de entonces. También se veían bellas damas ricamente ataviadas con trajes de la época y otras vistas de interés histórico o artístico, así como tipos callejeros de todas clases.
Manuel González y Carvajal, propietario de las marcas de puros Cabañas y Carvajal, era un hombre riquísimo. Pero la aristocracia habanera le llamaba con desprecio «el Tabaquero». Viaja el sujeto a España y allá hace cuantiosos favores a la Corona española y, en pago a sus servicios, recibe en Madrid el título de marqués de Pinar del Río. Volvió a Cuba con su título, pero la aristocracia habanera siguió llamándole con desprecio «el Tabaquero».
En la Calzada del Cerro vivían frente a frente el marqués de Pinar del Río y el conde de Fernandina, grande de España. Tenía este emplazado a la entrada de su residencia, como todo miembro de la aristocracia, los dos leones que acreditaban su condición. Se enamoró el marqués de ellos y queriéndolos tener iguales encargó a un escultor que los reprodujera. Cuando estuvieron listos mandó a colocarlos en la entrada principal de su casa, en idéntica situación que los de su vecino.
Se cuenta que el conde de Fernandina, al salir una mañana de su casa y advertir la existencia de los dos leones iguales a los suyos en la puerta principal de la casa de su vecino el marqués de Pinar del Río, experimentó tal contrariedad que dio orden a un marmolista para que procediera a retirar los suyos del sitio en que estaban y los situara dentro del jardín de su residencia a fin de que no sufrieran la humillación de los leones espurios del marqués.
Los Fernandina, en 1894, perdieron su palacio del Cerro y la casa de París, el ingenio azucarero y todas sus propiedades, incluida su valiosa colección de arte. Todo lo que poseían pasó a manos de su apoderado. La ruina fue consecuencia de negocios desafortunados, de la crisis de la industria azucarera y del derroche de lujo que hicieron los condes en París, donde alternaron y emularon con la más rancia y acaudalada nobleza de la corte de Napoleón III. Muchos ricos de entonces tenían la costumbre de dejar sus bienes en Cuba en manos de apoderados a quienes con frecuencia pedían que les remitieran dinero a Europa. Resultaba que más de una familia, al regresar a la Isla, encontraba al administrador de sus bienes disfrutando de su fortuna en su propio palacio.
Fueron a vivir entonces los Fernandina a la casa donde está instalado hoy el hospital pediátrico del Cerro, y antes la clínica de la Asociación de Católicas Cubanas, en la Calzada del Cerro y Santa Teresa, que tomaron en alquiler. Allí, con los quilitos que lograron salvar del desastre, ofrecieron en 1894, a la infanta Eulalia, hermana de Alfonso XII, rey de España, una de las fiestas más sonadas de La Habana colonial, comparable solo, afirma la crónica habanera, al baile de disfraces que el Capitán General Duque de la Torre y su esposa, la cubana Conchita Borrell, ofrecieron en 1863, en el Palacio de Gobierno, y al baile con que se agasajó, a su paso por Cuba, al príncipe Alejo, hijo del zar de todas las Rusias.
La casa de Fernandina fue, en el siglo XX, sede de la clínica Asociación Cubana de Beneficencia y hoy es una ruina. La casa del marqués de Pinar del Río, en la Calzada del Cerro esquina a Carvajal, aún desafía al tiempo y conserva sus leones de mármol.
Si el conde de Fernandina y el marqués de Pinar del Río, al igual que casi toda la nobleza cubana, tenían leones de piedra o de mármol que guardaban las entradas principales de sus residencias, el conde de Lombillo exhibía en la puerta principal de la suya, en la Calzada de Infanta, casi esquina a Estévez, dos dragones de gran tamaño fundidos en hierro.
En aquella residencia —tenían los Lombillo otro palacio en la Plaza de la Catedral— se ofrecían grandes saraos, fiestas que resultaban muy animadas por la calidad y cantidad de sus invitados.
En una época en la que aún no existía en La Habana alumbrado público de gas, Lombillo hacía iluminar con antorchas la parte exterior del edificio y los jardines.
Una noche de recibo en la residencia, un grupo de jóvenes, embriagados al parecer, se empeñó en prenderle fuego a la casa valiéndose de las antorchas que iluminaban el área exterior. La rápida y decidida intervención de varios invitados frustró el incendio, que se redujo a dos o tres cortinas chamuscadas y el susto consiguiente.
El conde de Lombillo fue un príncipe de la galantería. Después de pasar muchos años en Europa, donde protagonizó sonados amores con damas de abolengo y actrices famosas, regresó a Cuba para administrar los bienes paternos.
Fue un jinete entusiasta y en sus cuadras hubo siempre excelentes ejemplares de tiro y monta. Sus caballos tenían fama de ser los mejores de Cuba.
La marquesa de Pinar del Río tenía gran predilección por las sortijas, a extremo tal que concurría con frecuencia a los remates que celebraban las casas de préstamos y adquiría sortijas que eran de su agrado a precios muy favorables. Pero, como ocurrió más de una vez, si se enamoraba de una de esas prendas no le preocupaba elevar su oferta a una cantidad que excedía en ocasiones su valor real, con tal de poderla adquirir.
Se cuenta que al ocurrir su fallecimiento, los herederos encontraron en la caja de seguridad que mantenía en la bóveda de una conocida institución bancaria, más de 200 sortijas de distintas formas, algunas de gran valor, por el tamaño y calidad de sus piedras.
Fuentes: Textos de Luis Bay, Emilio Roig y Ramón A. Catalá.