Lecturas
Lo dijimos la semana anterior en esta misma página: Martín Fox fue el hombre que hizo grande a Tropicana. Era un jugador, pero, al igual que otros de su misma especie, rara vez se acercó al juego para apostar. Lo hacía para ganar. Si con él entró por la puerta ancha en Tropicana el juego de azar, no es menos cierto que le interesó llevar las posibilidades del cabaré hasta sus últimas consecuencias. El juego fue para él un medio de vida y la forma de acceder a un universo social que tal vez de otra forma le hubiera sido vedado. El cabaré, en cambio, fue su sueño. En sus memorias, publicadas en Nueva York en el año 2005, bajo el título de Tropicana Nights: The Life and Times of the legendary Cuban Nightclub, su esposa Ofelia dice que el cubano es capaz de sacrificarlo todo a cambio de un minuto de placer. Martín Fox proporcionaba ese placer en una esplendente sala de fiesta en la que al compás de la mejor música y una atrevida coreografía se movían, ligeras de ropa, las más despampanantes mulatas del Caribe.
Todas las fuentes consultadas consignan que Fox nació en Ciego de Ávila. Un lector que escribe a raíz de la publicación de la página de la pasada semana y que firma simplemente con el nombre de Orlando su mensaje electrónico, refiere en cambio que nació y pasó su primera juventud en Calimete, provincia de Matanzas. Trabajó como obrero agrícola. Fue ayudante de mecánico y luego mecánico en el central España, de la misma provincia, donde conoció a Florentino (Tino) Hernández, que tendrá, hasta su fallecimiento en 1956, un papel importante en la vida de Fox y que mi corresponsal promete contar más adelante. Fox y Tino se instalan en Ciego de Ávila y para vivir se convierten en vendedores ambulantes de viandas, frutas y vegetales. Bautizan la carretilla en la que mueven su mercancía como La Batallita y, camuflándose con el carretón, se hacen apuntadores de la bolita.
Otras fuentes refieren, sin embargo, que Fox, tornero de un central azucarero, sufrió un accidente laboral que le lesionó la mano izquierda y le costó el empleo. Fue entonces que se dedicó a la bolita, primero como listero o apuntador, y más tarde como banquero. No demoraría en convertirse en el banquero más connotado de la región. Su banco de apuestas, en la calle Independencia, la arteria comercial más importante de la ciudad de Ciego, se disimulaba tras un inocuo expendio de cigarros y tabacos y billetes de la Lotería Nacional. Esa tienda donde, para hacer sus apuestas, se daban cita representantes de todos los sectores de la sociedad avileña, se llamó, dice Guillermo Jiménez en su libro Los propietarios de Cuba, La Vallita.
Llega a la capital de la Isla en 1941 y no demora en controlar la bolita en Centro Habana. Comienza su acercamiento a Tropicana en 1943 y al año siguiente se asocia con Víctor de Correa, su fundador y propietario. Compra a este la concesión del casino de juego del cabaré. Compra después a la viuda de Truffin el predio de algo más de dos hectáreas y media donde se ubica el centro nocturno y termina sacando a Correa del juego en virtud de los 92 000 pesos que le adeudaba. Corre el año de 1950 y Martín Fox es el propietario único de Tropicana.
Decide darle un vuelco a la sala de fiesta. Quiere hacer de Tropicana el cabaré más deslumbrante del país; convertirlo en una referencia para el turismo internacional. Ese empeño lo lleva a remodelar el inmueble y a contratar a un nuevo coreógrafo. En marzo de 1952 el mítico Roderico Neyra, un mulato de baja estatura, bigote fino y sonrisa pícara, conocido como Rodney en el mundo del espectáculo, asume las coreografías de este establecimiento nocturno de la calle 72, en Marianao.
Un año antes Fox había entrado en tratos con el arquitecto Max Borges, hijo. La remodelación de Tropicana se extiende hasta 1954 y es una de las obras cumbres del Movimiento de la Arquitectura Moderna en la Isla. Respecto a esta dice Eduardo Luis Rodríguez en el libro que sobre el tema publicó Ediciones Unión, en 2011: «La obra consiste en adiciones en los jardines del cabaret, existente desde 1939. El arquitecto resolvió el más espectacular de todos los elementos del proyecto, el salón Arcos de Cristal (1951) con un sistema de cáscaras compuesto por cinco delgadas bóvedas de hormigón colocadas excéntricamente y decrecientes en tamaño, lo que produce un efecto telescópico que dirige el espacio hacia la zona de la orquesta. El ambiente de este salón es excepcional e integra la naturaleza a través de los vidrios que cierran, en forma de arco, los espacios entre cada bóveda. El salón contiguo, Bajo las Estrellas (1952) está al aire libre, mientras que el casino (1954) lleva a las últimas consecuencias la concepción integradora entre arquitectura y naturaleza».
Por este proyecto Max Borges, hijo, mereció la Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos. Es una de las pocas obras cubanas que incluyó Henry Russell Hitchcock en la exposición Latin American Architecture, celebrada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en 1955. En 2002 todo el conjunto fue declarado Monumento Nacional.
Rodney marcó una manera de hacer y concebir el mundo del espectáculo que llega hasta hoy. Produjo los shows Vudú ritual, Carabalí, Mayombe, Carnaval carioca, Copacabana, Tambó, Rumbo al Waldorf y Ritmo y color… que le dieron fama internacional a Tropicana. En sus espectáculos participaron artistas de la talla de Josephine Baker, Nat King Cole, Tongolele, Carmen Miranda. Maurice Chevalier, Xavier Cugat, Liberace y nuestro gran Benny Moré, entre otros.
Aunque sea un dato de Rodney que se desconozca, ese artista, aquejado por la lepra, no debuta en Tropicana en 1952. Había estado allí antes, dice Leonardo Acosta en el primer tomo de su Descarga cubana: el jazz en Cuba, como figurante y asistente de David Lichine y Julio Richards, a cargo de la coreografía del show Congo Pantera, que juntó en el escenario de la sala de fiestas de Marianao a las mejores figuras del ballet clásico mundial, pertenecientes al elenco del Ballet Ruso de Montecarlo del coronel Basil y a un centenar de bailarines cubanos que se movieron al ritmo desenfrenado de los tambores de Chano Pozo y la música trepidante de Gilberto Valdés. Ese encuentro de Lichine-Rodney-Chano, precisa Acosta, sería para el mundo del espectáculo en Cuba tan importante como lo fue el encuentro de Chano con Dizzy Gillespie para el jazz afrocubano. La estancia habanera del ballet del coronel Basil bien merece una página aparte. Lo trajo Pro Arte Musical y sus presentaciones en el teatro Auditórium fueron un éxito de público y de crítica, pero, por lo costosas, un fracaso económico. Aquella famosa compañía quedó varada en La Habana, sin un centavo para retornar a Europa hasta que Víctor de Correa le ofreció dinero y los pasajes de regreso a cambio de sus presentaciones en Congo Pantera.
Rodney se inició como bailarín. Bailó y acometió pequeños cuadros coreográficos en el teatro Shanghái, del Barrio Chino habanero, con sus espectáculos sórdidos cuando no pornográficos. Sin embargo, hoy se ve en lo que hizo para el coliseo de la calle Zanja —una mezcla de sexo, música, baile y humor— el antecedente de sus grandes producciones para el cabaré. Cuando su incapacidad física se hizo mayor y más evidente —los guantes le permitían ocultar la deformidad de las manos— abandonó su carrera como bailarín y se metió cada día más en la coreografía. En 1945 organizó el espectáculo de Las mulatas de fuego, con gran éxito en Cuba y en México, y en 1950 es ya el coreógrafo del cabaré Sans Souci hasta que, contratado por Martín Fox, salta a Tropicana, aunque en ocasiones simultanea la coreografía de los dos cabarés. Como dice Leonardo Acosta en el libro citado, la competencia entre Sans Souci, Tropicana y Montmartre poco a poco se iría convirtiendo en una «emulación fraterna» a medida que los tres gigantes del mundo nocturno habanero se iban transformando en feudos de varias «familias» con intereses similares.
Tropicana pasa hasta hoy como el único de los grandes establecimientos del juego en La Habana que era propiedad exclusiva de cubanos. Para mantenerse independiente y no caer en la égida de la mafia norteamericana, el cabaré pagaba con una jugosa suma la «protección» del presidente Batista. Sus directivos y empleados administrativos eran familia de Fox o amigos y compinches de sus negocios como bolitero y, por tanto, cubanos. Por otra parte, el cabaré permitía mostrar a visitantes de todo el mundo el trabajo que desplegaban bailarines, músicos, diseñadores, vestuaristas… nacidos todos en Cuba. En el mismo casino de la sala de fiestas, a diferencia de la mayor parte de las casas de juego, eran cubanos casi todos sus empleados.
Cuán metida estuvo la mafia en Tropicana, es un tema difícil de precisar. Se dice que con Rodney salieron del Sans Souci las celebridades y los grandes jugadores para seguirlo a Tropicana. Entonces Santo Trafficante, concesionario del juego en el cabaré de la carretera de Arroyo Arenas o propietario del establecimiento, dicen los estudiosos del tema, necesitaba «establecer una cabeza de playa en Tropicana para demostrar que la mafia era garante de todo lo que prosperaba en su territorio».
En un inicio, Trafficante se acercó a Fox sutilmente y con cautela. Obsequió a Ofelia, la esposa de Fox, un abrigo de visón plateado, y a partir de ahí se dio a la tarea de ganarse a la pareja. Cuando llamaba a Fox por teléfono se identificaba como El Solitario, a fin de hacerle pensar que actuaba solo, lo que no era cierto. Era una jugada inteligente. Para un hombre como Fox, que se había hecho por sí mismo y dirigía un negocio muy personalizado, venderle o asociarse con un solo hombre resultaba más factible que entregarlo a un conglomerado como la mafia. Trató también el mafioso de Tampa de ganarse a los empleados de Fox con regalos espectaculares. A Felipe Dulzaides, director de Los Armónicos, grupo musical que se presentaba de manera habitual en Tropicana y que decía admirar, entregó un día un juego de llaves. «Esto es para ti y los chicos», dijo. Al salir del cabaré, Dulzaides quedó sin palabras cuando vio el Cadillac Seville último modelo, nuevo de paquete, que Trafficante, «sin compromiso alguno» obsequió a los músicos. Uno de los hombres de confianza de Trafficante era asiduo en Tropicana. Aunque podía verse como una irrupción en terreno ajeno, su presencia no solo se justificaba sino que se animaba. Norman Rothman, un elegante judío de mediana edad y dueño de clubes nocturnos, era el «amiguito» de Olga Chaviano, despampanante y seductora vedette cubana que figuraba en la nómina de Tropicana.
¿Hubo negocios entre Fox y Trafficante? De haberlos, ¿hasta dónde llegaron? No se sabe. Dice un periodista norteamericano al respecto: «Fox entendía los dictados del hampa. Si convenía a sus intereses aliarse con Trafficante y la mafia de La Habana, lo haría. Lo único que hacía falta era convencerle».