Lecturas
El lunes 15 de septiembre de 1947 la residencia del comandante Antonio Morín Dopico, cesado ya en sus funciones de jefe de la Policía de Marianao, fue asaltada por fuerzas a las órdenes del comandante Mario Salabarría. La agresión, repelida por los sitiados, se prolongó durante casi tres horas, y para detenerla se impuso la intervención de tropas del Ejército, que acudieron al lugar con 20 tanques y camiones blindados. Una verdadera batalla campal en la que, entre otros, resultaron muertos, después de haberse rendido, y ya fuera de la casa, el comandante Emilio Tro y la señora Aurora Soler de Morín, en estado de gestación. «Siempre creí que la expresión “cortina de fuego” no era más que una frase literaria; ahora sé que es una terrible realidad», declaró a la prensa un testigo presencial del suceso.
Como otros tantos, Tro y Salabarría emergieron a la luz pública después del ascenso al poder, en 1944, de Ramón Grau San Martín, cuando muchos luchadores antimachadistas pasaron factura al Autenticismo en demanda de compensaciones o le reclamaron el cumplimiento de los postulados políticos por los que lidiaron. Pronto se multiplicaron los llamados «grupos de acción», que dirimían sus diferencias a tiro limpio y barrían a sus adversarios. Los políticos animaron esos grupos, los armaron y, al mismo tiempo, estimularon sus rivalidades. Tro —jefe de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR)— se mostró contrario al grupo de Orlando León Lemus (el Colorado) y no acató la autoridad de Salabarría. Las diferencias se agudizaron cuando el Presidente lo nombró director de la Academia de la Policía Nacional y Tro insistió en instalar su despacho en el mismo edificio donde Salabarría, jefe del Servicio de Investigaciones e Informaciones Extraordinarias, tenía sus oficinas. El nombre de Tro se vinculaba al atentado de la calzada de Ayestarán, el 26 de mayo de 1947, del que el Colorado salió milagrosamente ileso.
Asegura Raúl Aguiar en su libro El bonchismo y el gangsterismo en Cuba que Emilio Tro Rivero provenía del trotskismo; había pertenecido en 1933 a la fracción trotskista del Sindicato de Comercio. Fue preso, acusado de «reunión ilícita», y dos años más tarde, por su participación en la huelga de marzo, los tribunales lo condenaban a 90 días de cárcel por «asociación ilícita» y a otros nueve meses de encierro por el delito de sabotaje. Ya en libertad, entró en contacto con Joven Cuba, la organización fundada por Antonio Guiteras, y se relacionó con el Viejo García (José María García), que durante décadas mantuvo escondidos los restos del mártir del Morrillo y de su compañero, el venezolano Carlos Aponte. Desmembrada Joven Cuba, milita en Alianza Nacional Revolucionaria hasta que Pedro Fajardo Boheras (Manzanillo) lo lleva a Acción Revolucionaria Guiteras, junto con Arcadio Méndez y Jesús González Cartas (el Extraño), grupo que se destaca en su enfrentamiento al régimen batistiano, y en el que militarán el Colorado y Rogelio Hernández Vega (Cucú) hasta su expulsión por separarse de la disciplina y la línea de conducta de dicha organización.
La muerte de Manzanillo, asesinado a mansalva prácticamente en la puerta de su casa, en Libertad y Poey, en La Víbora, el 31 de diciembre de 1941, por un grupo policial al mando de Mariano Faget, obliga a Tro a salir de Cuba. Ya para entonces, se dice, había tomado parte en el atentado a Orestes Ferrara. Marcha a Estados Unidos, se alista en el Ejército norteamericano y, como parte de esa fuerza, desembarca el Día D, en Normandía, y, una vez finalizada la guerra, permanece cuatro meses en Japón como parte de las tropas ocupantes. Es licenciado con honores.
A su regreso, junto con Armando Correa y Jesús Diéguez, funda la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR), que propugna la disposición de los grupos revolucionarios a la lucha y proclama la incapacidad del capitalismo para satisfacer las necesidades de la mayoría. Tiene la nueva organización un lema: «La justicia tarda, pero llega». Su fundador está convencido de que «la justicia que sancionan los códigos y las leyes, establecida en su aplicación caprichosa» es una «justicia esperada inútilmente por el pueblo y que no llega a las cabezas indignas de los funcionarios que roban, matan y torturan tratando de ahogar la rebeldía justificada».
El accionar de la UIR —aseveraba Tro— se encaminaba a lograr la sanción de los responsables de desafueros y asesinatos tanto del Gobierno de Machado como de Batista a partir de 1933, a fin de adecentar a la sociedad. El programa de la organización se dirigía al afianzamiento de las libertades públicas, la honestidad administrativa, una verdadera justicia social, una economía socializada y una cultura integral que llegara a los más humildes.
De Pro Ley y Justicia, surgida en tiempos de Machado, nace el Ejército Caribe, que apoyará a Grau, en su primer Gobierno (1933-1934) con las armas en la mano. La caída de Grau, el 15 de enero, defenestrado por Batista, empuja otra vez a la clandestinidad a esos luchadores. Se dispersan en diversos grupos, entre estos la Legión Revolucionaria de Cuba, que quiere seguir el camino de la insurrección armada. En ella militan Mario Salabarría y su hermano Julio, Roberto Meoqui, Manolo Castro y Armando Leyva, entre otros. El coronel José Eleuterio Pedraza, jefe de la Policía en La Habana, los persiguió con saña durante la huelga de marzo de 1935, y es entonces —asevera Raúl Aguiar en el libro citado— que el grupo se convierte en una organización insurreccional que accionaría bajo el lema Por la liberación económica, política y social de Cuba.
Es Salabarría quien mantiene la línea insurreccional con más fuerza y ahínco. Sus luchas comenzaron en 1930 y sobresalió como hombre de acción entre 1933, cuando Batista asumió la jefatura del Ejército, hasta 1944, cuando abandona la presidencia de la República. Fue en esa etapa que Salabarría ganó el calificativo de Enemigo Público No. 1, que le dieron machadistas y batistianos. Decía contar con un programa que lo llevaría a liquidar todo lo malo que debía eliminarse en la sociedad, «lo que precipitaría el advenimiento de una etapa de grandes realizaciones para el pleno disfrute de la Justicia, el Progreso y la Libertad para todos los hombres por igual».
Al acceder Grau al poder, en 1944, Salabarría asumió, con grados de comandante, la jefatura del Servicio de Investigaciones e Informaciones Extraordinarias de la Policía Nacional, con sede en la calle Sarabia. Un cargo que acrecentaría la fama de su rectitud y honestidad, sobre todo cuando acusó públicamente a Alberto Inocente Álvarez, ministro de Comercio del presidente Grau, de estar en el centro del turbio negocio del trueque de azúcar cubano por sebo argentino que propició a funcionarios cubanos una ganancia millonaria que pasó por debajo de la mesa. La acusación provocó una respuesta airada del mandatario. Dijo: «Primero me voy yo antes que Inocente». Pero tendría que removerlo luego de una moción de desconfianza de la Cámara de Representantes contra el funcionario. Un movimiento horizontal: lo cesó en Comercio y lo nombró Canciller, lo que, por pura carambola, propició que Alberto Inocente presidiera el Consejo de Seguridad de la ONU. Fue Salabarría quien esclareció el caso del asesinato del hijo de Martínez Sáenz, senador y ministro sin cartera. Un muchacho de apenas 15 años de edad baleado en la Quinta Avenida, el 6 de septiembre de 1946, y cuya muerte conmocionó a la sociedad cubana. Salabarría detuvo y logró la confesión del autor intelectual del crimen, el millonario Enrique Sánchez del Monte, propietario del central azucarero Santa Lucía. Fue una detención ilegal, seguida de secuestro en una finca de Santa María del Rosario, en la que la confesión se consiguió a «golpes de convencimiento».
Salabarría no era tan probo como él quería hacer creer. Parecía que luchaba contra la bolsa negra y llegó a saberse que estaba inmerso en operaciones perfectamente organizadas que comenzaban con la incautación ilegal de la mercancía en los almacenes de la Aduana y terminaba con la transacción amistosa entre las partes en conflicto. Saldría a relucir el secuestro del presidente de los almacenistas de víveres en vísperas de un viaje a España. Lo acusaron de estar metido hasta el cuello en la bolsa negra y le pidieron 100 000 pesos a cambio de ponerlo en libertad y el compromiso de dejarlo hacer y deshacer en el estraperlo, un juego fraudulento de azar. Si no «colaboraba», lo desaparecían. Harían creer que abordó el barco que lo llevaría a Europa y no llegaría a ninguna parte, sembrando entre familiares, amigos y clientes la idea de que se había arrojado al mar durante la travesía.
Antonio Morín Dopico, por su parte, provenía del «bonche» universitario. Aunque fue absuelto se le suponía implicado en la muerte del profesor Ramiro Valdés Daussá, en 1940. El senador Félix Lancís, a la sazón primer ministro en el gabinete grausista, propuso a Morín para jefe de la Policía en el municipio de Marianao, y Grau estuvo de acuerdo en darle esa oportunidad para que se «regenerara».
Existió siempre la sospecha de que el bonchista continuaba siéndolo. Cuando en 1945 José Noguerol Conde, uno de los sentenciados por la muerte de Valdés Daussá, consiguió fugarse de la sala de penados del hospital Calixto García, se manejó que Morín no era ajeno a la evasión y que había sido parte esencial en su preparación.
El 24 de mayo del mismo año, fuerzas del Ejército allanaron una casa de juego en San Celestino, entre Samá y Real, en Marianao, y detuvieron en esta a 18 personas, casi todas con antecedentes penales. Ocuparon dos ruletas, cuatro mesas de póquer y de bacará, 36 taburetes, 70 juegos de barajas, 4 786 fichas, dos termos de café y 40 tazas servidas.
Desde un mes antes se jugaba día y noche en esa casa con la autorización del comandante Antonio Morín Dopico, quien al enterarse del allanamiento del garito y de la detención de los jugadores, quiso liberarlos a punta de ametralladora.
La alianza entre Morín y Tro era, sobre todo, estratégica: ambos eran enemigos de Salabarría.
Ya Blas Roca, secretario general del Partido Socialista Popular y representante a la Cámara, había advertido que aquellos nombramientos en cargos policiales de jefes y miembros de las pandillas traerían consecuencias fatales para la seguridad ciudadana y el desenvolvimiento político de la nación. (Continuará)