Lecturas
No pudo garantizar el Gobierno español un regreso digno de sus soldados a la península. Fueron verdaderamente dantescas las peripecias sufridas por la tropa que, entre agosto de 1898 y febrero de 1899, se vio obligada a aquel viaje de retorno.
Las crónicas hablan de las espeluznantes condiciones higiénicas y de hacinamiento que sufrieron las huestes salidas de Cuba y Puerto Rico. Un número altísimo de aquellos hombres padecía de enfermedades como el paludismo, la disentería y la tuberculosis, y la sarna se hallaba muy extendida entre ellos. Carecían en general los barcos que se utilizaron en la repatriación de servicios hospitalarios; tampoco contaban con personal médico suficiente y en sus cubiertas y bodegas se apiñaban sanos y enfermos en cifras muy superiores a las que marcaban la capacidad de aquellas embarcaciones, donde se impuso muchas veces que los que podían valerse por sí mismos llevasen en la boca el agua a los incapacitados de moverse. Fue una travesía penosa para todos los que la hicieron y el último viaje para una parte de ellos, pues 4 000 de aquellos hombres murieron y sus cuerpos fueron arrojados al agua sin mucho miramiento.
Eran soldados doblemente derrotados. Las autoridades de la Península hicieron lo posible para que su retorno transcurriera en silencio y lejos de la mirada de los habitantes de los puertos de destino. De ahí la insistencia en que las cuarentenas a las que debía someterse la tropa transcurrieran con la mayor discreción y se manejase con cautela el traslado de los hombres hacia sus regiones de residencia. Algo más importante: trataron de evitar, y lo consiguieron en buena medida, las recepciones masivas. No se organizaron actos públicos para reconocer los sacrificios y, por qué no, el heroísmo de aquel ejército colonial.
Con todo, no consiguió el Gobierno español ocultar la situación calamitosa de los repatriados y mientras la prensa la difundía mediante crónicas, fotografías y dibujos, la gente interpretaba el silencio gubernamental como una afrenta consciente.
De ahí que se sucedieran las manifestaciones e incluso los mítines a la arribada de los buques o al paso de los trenes y se multiplicaran las quejas por la ingratitud de las autoridades hacia los que no dispusieron en su momento de los 6 000 reales que les hubieran permitido escapar del servicio militar y fueron a defender los territorios coloniales.
Escribe al respecto Juan Pan-Montojo, profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid:
«La escasez de la paga que recibieron los soldados al licenciarse —20 pesetas— y de la pensión mensual que les fue asignada —7,50 pesetas— cuando el jornal medio rondada las 2,50, y los retrasos con que una y otra fueron abonadas, fortalecieron la impresión de que nada se quería saber de los hasta entonces glorificados defensores de la patria. (…) En las algaradas que se sucedieron entre 1898 y 1899 la figura del soldado enfermo y abandonado a su suerte sería reiteradamente recordada».
La firma del protocolo de paz suscrito en Washington entre Estados Unidos y España, el 13 de agosto de 1898, consignaba el compromiso de los vencidos de evacuar de inmediato las tropas que hasta el momento mantenían en tierras cubanas y puertorriqueñas.
En realidad, la repatriación se había iniciado el 8 del mismo mes, cuando el vapor Alicante zarpó de Cuba con destino a La Coruña, adonde llegó el día 23. Con todo, Washington tenía prisa por tomar posesión de los nuevos territorios y, en su premura, fijó el límite de la evacuación para el 1ro. de diciembre de 1898. Hubo retrasos y un nuevo plazo quedó acordado para el 1ro. de enero del año siguiente, precisamente el día en que España resignaría ante Estados Unidos su soberanía sobre la Isla (Ver Juventud Rebelde, 6 de octubre de 2013). En aquella mañana clara y luminosa del domingo 1ro. salían de puertos cubanos los buques de guerra Rápido, Patriota, Marqués de la Ensenada, Galicia y Pinzón con tropas españolas a bordo.
No todos los que debían ser evacuados se fueron entonces. El teniente general Adolfo Jiménez Castellanos, último gobernador español de la Isla de Cuba —había asumido el cargo con carácter interino el 26 de noviembre, en sustitución de Ramón Blanco y Erenas, marqués de Peña Plata— luego de traspasar el mando al general John R. Brooke, interventor militar norteamericano, abordó en el puerto habanero el vapor Rabat con destino a Matanzas, donde permaneció hasta el día 12 de enero, cuando se fue a Cienfuegos. Saldría de Cuba en el vapor Cataluña el 6 de febrero. Fue el último general español que abandonó la Isla y llevaba con él lo que quedaba de su ejército.
La repatriación demostró ser una operación muy complicada, expresa el historiador Pan-Montojo. En principio se imponía evacuar los 200 000 hombres desplegados en Cuba, más los 5 500 que conformaban la guarnición de Puerto Rico. Se suponía que un número indeterminado de civiles —españoles, pero también criollos que ocuparon cargos en la administración colonial o formaron parte de cuerpos paramilitares— abandonarían dichos territorios y regresarían a España por temor a la represalia de los libertadores.
No hubo, sin embargo, salidas masivas de civiles; solo casos individuales. Los norteamericanos se hacían rápidamente del control militar de los nuevos territorios, lo que era una garantía para los que se habían destacado por sus simpatías y apoyo a España. Por otra parte, los documentos en los que se fundamentaba la lucha por la independencia de Cuba ponían en alto que la guerra no era entre pueblos, sino un conflicto entre la nación cubana y el Gobierno de Madrid. «La guerra no es contra el español, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se gane, podrá gozar respetado, y aún amado, de la libertad que solo arrollará a los que le salgan, imprevisores, al camino», había escrito José Martí en el Manifiesto de Montecristi.
Por una razón u otra, la mayoría de los españoles que residían en Cuba y Puerto Rico decidieron quedarse. Y un número elevado de soldados y oficiales hicieron lo mismo.
La Compañía Trasatlántica Española movilizó 51 buques —de estos 23 extranjeros—, para repatriar a España al ejército colonial. Aun así no pudo cubrir la totalidad de la demanda, y se impuso que navieras de otras nacionalidades participaran por su cuenta o por encargo público en el traslado de las tropas.
Si difícil resultó la evacuación en Cuba y Puerto Rico, peor fue en Filipinas. La cifra de civiles y militares españoles era muy inferior en esas islas del Pacífico, pero —dicen los historiadores— «la baja cantidad se vio compensada por la intensidad de sus problemas». En primer término, España quiso hasta el último momento conservar ese archipiélago, por lo que no hubo allí evacuación sistemática hasta la firma del Tratado de París, en diciembre de 1898. Los rebeldes tagalos no fueron desarmados por el ocupante estadounidense, y la guerra hispano-norteamericana se prolongó en una contienda de filipinos contra estadounidenses. Eso hizo que los españoles en manos de los tagalos tardaran más de un año en ser liberados y devueltos a su patria. A diferencia de lo que ocurrió en Cuba, hubo en Filipinas un éxodo generalizado de civiles, si bien una minoría europea muy rica e influyente permaneció en Manila, arropada por la administración colonial norteamericana.
Sí hubo en Cuba, con el fin de la soberanía española, una fuga de capitales o, mejor, su retorno a España.
El éxodo comenzó en verdad mucho antes de la intervención norteamericana en el conflicto cubano. Dice el ya aludido historiador Juan Pan-Montojo que el temor a la guerra y a sus posibles efectos económicos alentó la salida de comerciantes e industriales radicados en las colonias. Los que estuvieron en condiciones de hacerlo liquidaron total o parcialmente sus negocios y regresaron a la Península.
Advierte el distinguido profesor que las estadísticas no precisan la cantidad de dinero que llegó a España entonces. Pero otros indicadores permiten suponer la magnitud del fenómeno. En 1898 aumentaron los fondos en cuentas corrientes en el Banco de España, que por entonces actuaba como banco comercial y tenía un peso enorme entre las instituciones bancarias, hasta alcanzar una cifra que solo sería superada en 1917.
Resulta todavía más notable la información sobre el capital fundacional en las sociedades mercantiles, que en pesetas constantes y sonantes asciende a una suma que no volvería a alcanzarse hasta 1965. Concluye Pan-Montojo: «La paz traía consigo una coyuntura de auténtica euforia inversora, que todos los analistas coincidieron en atribuir al regreso de capitales y con ellos de empresarios de larga experiencia en los difíciles mercados ultramarinos».
En una guía turística de Madrid se sugiere que uno de los recorridos empiece en la Plaza de Cascorro, pase por la de Lavapiés y termine en la Glorieta de los Embajadores, donde se encuentra la verja perimetral del Casino de la Reina, regalo del Ayuntamiento de la capital española a Isabel, la segunda esposa de Fernado VII, el rey felón.
La plaza se llama igual que una localidad de la provincia cubana de Camagüey, una zona donde —refiere el tomo 2 del Diccionario enciclopédico de historia militar de Cuba— se libraron seis combates más o menos importantes durante las guerras por la independencia. Rinde homenaje a la batalla de Cascorro (1896) y hay allí una estatua que honra la memoria de Eloy Gonzalo, un vecino de Lavapiés que en España se tiene como el héroe de dicho combate. La estatua, realizada en 1901, muestra a un hombre de pie, con botas y pantalones que poco se parecen a los que usaron los españoles en las guerras de Cuba. Lleva un rifle al hombro, una antorcha en la mano derecha y, en la izquierda, un gran depósito de petróleo. La imagen lo capta en el momento en que el soldado se dispone a incendiar el fortín donde —se dice— se encontraba un grupo de mambises. La cuerda que lleva atada a la cintura era para que sus compañeros pudieran tirar de él si resultaba herido o muerto.
Entre el 21 de septiembre y el 3 de octubre de 1896, el mayor general Máximo Gómez puso sitio a Cascorro sin que pudiera ocuparlo ni rendir a su guarnición, que resistió con valentía el asedio. El día 4, una columna de 3 000 efectivos mandados por el general Jiménez Castellanos salió del poblado de Minas para ayudar a los sitiados. Gómez quiso paralizar o al menos retardar el avance de esas tropas, pero no pudo impedir que entraran en Cascorro. El refuerzo se mantuvo en el pueblo entre el 4 y el 7 de octubre, cuando Jiménez Castellanos salió con destino a Nuevitas, luego de fortalecer las defensas de los sitiados. Gómez entonces se lanzó en la persecución del general español con quien, el 8, combatió en El Desmayo.
En el diario de Máximo Gómez se recoge un resumen apretado de esa batalla. Nada dice el Generalísimo acerca del incendio del fortín llevado a cabo por Eloy Gonzalo. Quizá su hazaña fuera cierta. De cualquier manera el soldado Eloy Gonzalo debe haber hecho gala de un comportamiento destacado que bien justifica su recuerdo en la plaza madrileña de Cascorro.