Lecturas
En la Colonia, los españoles se identificaban con el gorrión, y los cubanos con la bijirita. A cinco meses escasos del inicio de la Guerra de los Diez Años, un gorrión cayó muerto en la Plaza de Armas y los integristas más recalcitrantes decidieron hacerle un entierro patriótico. Colocaron los restos del pajarito en un lujoso féretro que quedó emplazado en el castillo de la Fuerza, donde los devotos oraron y sacerdotes católicos celebraron servicios religiosos. Luego, y con la participación del Capitán General, el ataúd se paseó por las principales calles habaneras antes de que fuera trasladado a ciudades del interior: en Cárdenas regaron arroz a su paso, en Matanzas se organizaron actos fastuosos en honor del pajarito muerto, y en Guanabacoa, en Loma de la Cruz, se le ofició una misa de campaña… Lo enterrarían al fin en La Habana, el 27 de marzo del año mencionado.
Con motivo de ese incidente, que referí en la página del pasado domingo 13 (Caminando por Muralla), varias personas me han interceptado en la calle. Se asombran del fanatismo de los colonialistas y, en especial, de los voluntarios. Hay más, les dije. En Guanabacoa un gato fue juzgado y fusilado cuando las autoridades llegaron al convencimiento de que tenía alma de insurrecto.
Con el espectáculo del entierro del gorrión en La Habana quedaron tan complacidos los españoles residentes en la villa de Pepe Antonio que decidieron proceder de la misma manera cuando, en sus predios, un gato, impulsado por su instinto de cazador, dio cuenta de un gorrión.
Pronto llegaron a la conclusión los españoles más retrógrados de la villa que aquel gato tenía alma de mambí y que había cometido un crimen de lesa patria. Sin pensarlo dos veces ni medir las consecuencias de la barbaridad que cometerían, decidieron detener al felino e internarlo e incomunicarlo en el cuartel de caballería ubicado en la calle de las Vacas (después Jesús de Nazareno) esquina a Ánimas, fortaleza que había sido construida en 1803 y que ya en la República fue sede del cuartel de bomberos y del tercio de la Guardia Rural.
Allí el gato fue sometido a consejo de guerra y ese tribunal lo condenó a la pena de muerte por fusilamiento. El secretario de la corte llegó a leerle la sentencia al felino y se dice que un sacerdote lo acompañó en sus últimos instantes para aconsejarle conformidad.
Aquel gato que había dado muerte al gorrión fue fusilado contra los muros del fondo del establecimiento cuartelario, mientras que el gorrión era inhumado en un nicho que se abrió especialmente para él en uno de las paredes de la fortaleza.
Se habían apagado ya los ecos de la fusilería cuando un catalán, hombre rico e influyente, se presentó en el cuartel a reclamar su gato. Era un partidario furibundo del régimen colonial y llegaba a recuperar a su mascota, ajeno como había estado al curso de los acontecimientos. Antes, había buscado al felino por todas partes hasta que se enteró que estaba preso.
Confió el catalán en que llegaría a tiempo. Pero no fue así. No tuvo más alternativa que la de presentar una reclamación para que lo indemnizaran por la pérdida.
Un perro que durante años asistió a todos los velorios y participó en los entierros, aunque no pasó nunca en ellos de la puerta del cementerio de San Rafael, fue inhumado a la entrada de la misma necrópolis luego de que los alumnos de la escuela primaria Luz y Caballero, de completo uniforme, le hicieran guardia de honor durante horas en el portal de ese centro docente.
Moncada, que así se llamaba el animal, apareció en la ciudad matancera de Colón alrededor de 1955. Julio Ángel Collazo, historiador de la ciudad, sostenía que había llegado con un circo ambulante, cosa que nunca pudo comprobarse. Lo que sí es cierto es que el Club de Leones local confirió a Moncada una medalla y un collar en una ceremonia que, con la presencia de más de 500 personas, se llevó a cabo en la cafetería Jai Alai, hoy La Roca, donde hubo dulces para todos. En 1957, dos notas sobre Moncada, con la firma de Rubén Ledo, aparecieron en el periódico local Noticias, y tres años más tarde el mismo autor le dedicó un librito de algo más de 50 páginas. Lo tituló Moncada, el perro de los muertos.
Moncada acudía no solo a la funeraria, sino a velorios que se llevaban a cabo en la residencia del difunto; parecía tener un instinto especial para detectar a un muerto, y como los entierros eran a pie, volvía del cementerio con las personas que habían asistido a la inhumación. Se hacía presente en las misas de la iglesia parroquial, como si identificara el sonido de las campanas. Su sitio preferido, sin embargo, era la escuela primaria Luz y Caballero. Se echaba en un rincón de alguna de sus aulas y, sin que nadie lo impidiera, pasaba la jornada entre muchachos. Si había una parada estudiantil, desfilaba con esa escuela.
Ocurrió precisamente en las afueras de ese centro escolar algo realmente insólito, se cuenta. En cierta ocasión un alumno se disponía a cruzar la calle Calixto García sin darse cuenta de la cercanía de un camión. Moncada saltó, se interpuso en el camino del niño y lo obligó a retroceder. Esto, que fue presenciado por numerosas personas; llamaría la atención incluso si un perro lo hiciera por su dueño, pero es insólito que lo hiciera por un desconocido.
La mala hora pareció llegarle a Moncada en noviembre de 1959. El Ministerio de Salubridad —después Salud Pública— sacó a la calle una llamada Columna Sanitaria a fin de, entre otros propósitos, recoger a los perros callejeros. Se retendría a los canes en las perreras municipales para que fueran reclamados por sus dueños, lo que debía ocurrir en un plazo prudencial. Si no, serían sacrificados.
Cuando Radio Menocal lanzó al aire la noticia de que Moncada había caído en la redada, cientos de personas se botaron a la calle a reclamarlo, mientras que otros cientos, encabezados por los carniceros del mercado —que carne y huesos suministraban a Moncada— salían con la intención de ajustar cuentas con los de la Columna Sanitaria. La sangre no llegó al río, y Moncada, ya vacunado, volvió a la calle.
Moriría viejo y gordo, muy gordo, gordísimo. (Con documentación del doctor Ismael Pérez Gutiérrez).
En la casa del senador Carlos Prío apareció un perro callejero. La servidumbre lo espantó, pero el perro volvió y regresó cada vez que lo ahuyentaban. Prío decidió al cabo quedarse con él. Le llamó Aparicio y lo llevó al Palacio cuando resultó electo Presidente de la República. ¿Qué fue de Aparicio tras el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952?
Otro perro digno de mención es Ciclón. Apareció en el cuartel de bomberos de Magoon, en la calle Zulueta, posiblemente durante el ciclón de 1944 y a partir de ahí acompañaba a los bomberos en cada una de sus salidas para extinguir incendios. Era el primero en montar en el carro-bomba.
La norteamericana Jeannette Ryder vivió en Cuba desde comienzos del siglo XX y fundó aquí, en 1906, la organización humanitaria llamada Sociedad Protectora de Niños, Animales y Plantas, también conocida como el Bando de Piedad. Murió en 1931 y fue enterrada en la necrópolis de Colón. Entonces, su perra Rinti se echó a los pies de la tumba y rechazó los alimentos y el agua que le ofrecían los cuidadores del cementerio hasta que murió. Una escultura conmemorativa muestra a un perro descansando junto al sepulcro.
Sobre Viruta hablamos en otro momento. Antes de la I Guerra Mundial, Pancho Hermida (La Discusión) era uno de los zares de la crítica teatral habanera junto con el Conde Kostia (La Lucha), Amadís (El Mundo) y Zerep (El Triunfo). Cada noche hacía su recorrido por los teatros: Alhambra, Nacional, Payret, Martí, Albisu y Actualidades. Era una rutina invariable con estancias más o menos dilatadas donde hubiera un estreno o una peña interesante.
Una vez, al llegar a Alhambra, notó que lo seguía un perro sato, color canela, con visibles señales de apetito, y le compró una frita en el café del teatro. Fue un acto simbólico que selló una amistad inquebrantable. Bautizaron al sato en Alhambra como Viruta, y Viruta cada noche, durante años, acompañó a Hermida en sus recorridos. Cuando Hermida murió, Viruta siguió haciendo solo su recorrido teatral hasta que un día pasó él mismo como un recuerdo más del retablo habanero. Viruta, el canelo sato farandulero.
Corre el año de 1944. Hay guerra en el mundo. Los soviéticos combaten en los Balcanes y en Hungría y firman el armisticio con Bulgaria. Roma cae en poder de los aliados y tropas norteamericanas desembarcan en Normandía, mientras que Inglaterra es bombardeada con explosivos de alta capacidad destructiva. En Cuba, Ramón Grau San Martín gana la Presidencia de la República.
En un año signado por tales acontecimientos, la foto de un gato negro publicada en la primera plana del periódico Prensa Libre, el 17 de mayo, conmocionó a la opinión pública nacional. Apareció en el centro de una página que anunciaba la destitución del mariscal Rommel como jefe supremo nazi para la contrainvasión, declaraciones de Indalecio Prieto, jefe del Gobierno republicano español en el exilio, y el anuncio de que autoridades sanitarias acrecentaban la lucha contra el paludismo en la Isla. El fotorreportero José Oller recordó esta historia en uno de los capítulos de su serie Grandes momentos del fotorreportaje cubano, que da a conocer en el periódico digital Cuba Periodistas.
Cuenta Oller que Narciso Báez, reportero gráfico de Prensa Libre, pasaba a diario por el local que había ocupado la mueblería Eduardo, en la calle San Lázaro, establecimiento clausurado por no pagar impuestos y contribuciones. Un día vio Báez un gato negro encerrado en la vidriera. No le dio importancia, pero con el transcurrir de los días, al verlo arañando con desesperación el cristal, comprendió que el animalito había quedado preso en el local al ser clausurado y sellado por el juzgado. Compadecido, Báez acudió al juzgado correspondiente para que sus funcionarios retiraran los sellos, abrieran la puerta y el gato saliera. Era el 16 de mayo. Supo en el tribunal que los sellos se habían puesto el 25 de abril; de manera que el animal llevaba 22 días sin agua ni comida. Pese a eso, la gente del juzgado se negó a escuchar el reclamo de Báez y se burlaron de su inquietud: el gato negro podía traer mala suerte a quien lo liberara.
Báez entonces tomó su cámara Speed Graphic y fotografió al gato en su celda de cristal. Luego relató el asunto al jefe de Información de Prensa Libre. Lo encontró este de interés humano y el 17 se publicaba la foto en cuestión bajo el título de Pedimos su libertad, y con este pie: «¡Que se rompa el sello, que se deje al pobre gato en libertad! ¡Centenares de pillos hay rodando por esas calles que merecen mejor que el gato la prisión y algo más!». El 18 el gato era liberado. El animal se perdió por los tejados de la calle San Lázaro, y Narciso Báez se sintió orgulloso de que aquella fotografía noticiosa tan simple alcanzara los honores de la primera plana.