Lecturas
Cuenta el periodista español Luis Morote que, a su arribo a La Habana, los amigos que fueron a recibirlo al puerto pidieron al cochero que, aunque no fuera el camino más directo para llegar al hotel Inglaterra, tomara por la calle Muralla y diera luego la vuelta al Parque Central.
Querían que de esa manera el recién llegado, enviado especial del periódico El Liberal, de Madrid, consiguiera en su primer día habanero no solo una impresión lo más amplia posible de la ciudad, sino que viera «lo más típico, lo más interesante, aquello que llenara con su recuerdo una página saliente, famosa de la historia de La Habana en los últimos años». El amigo José Manuel del Río, entre otros envíos de este tipo, ha tenido la amabilidad de hacer llegar a este escribidor desde España, la copia facsimilar de la crónica que Morote escribió acerca de aquel recorrido. La tituló La calle de la Muralla y la Acera del Louvre, y es, quizá, la primera de sus Cartas desde Cuba. Se publicó en el diario mencionado, el 19 de noviembre de 1896.
Eran los días de la Guerra de Independencia y los corresponsales extranjeros preferían el hotel Inglaterra para su estancia en La Habana. Morote no fue la excepción y no tardaría en ser conocido como «el periodista de las corbatas» por aquellas de plastrón, de seda y brillantes colores, que adquiría en las tiendas de la calle Obispo y de las que abusaba. Un hecho verdaderamente relevante le conferiría notoriedad. Apareció Morote de manera inesperada en el campamento del mayor general Máximo Gómez, en el centro de la Isla, y el jefe del Ejército Libertador, indignado por la osadía e intrepidez del reportero y tomándolo por un enemigo, creyó que bien merecía, de manera arbitraria, la pena de muerte por fusilamiento. Sin embargo, no se deja llevar por sus pasiones el Chino Viejo y somete al sujeto a un consejo de guerra que determinaría la conducta que se debía seguir. Viene el periodista avalado por una carta de Severo Pina, ministro de Hacienda del Gobierno de la República en Armas, y es absuelto por el tribunal. «Fallo que acato y respeto enseguida», escribe Gómez en su diario, no sin marcarle la tarjeta al titular de Hacienda. Y apunta: «El corresponsal español, uno de nuestros peores enemigos, es despachado con las mejores seguridades y garantías hasta la ciudad de Sancti Spíritus». Sale además bien comido. En el interesante reportaje que escribió sobre el incidente, Morote elogiaría el apetitoso lechón tostado a la criolla que le sirvieron en la comida y el magnífico café con que lo confortaron.
Muralla fue en un tiempo la calle Real; era en los comienzos la principal salida al campo que tenía la villa. Cambió su nombre por el de Muralla cuando se abrió al final de esta, en 1721, una puerta, la llamada Puerta de Tierra, en ese cinturón que rodeaba la primitiva villa. En 1763 se le dio el nombre de Ricla en honor del primer gobernador español que asumió el mando de la Isla tras la salida de los ingleses, que un año antes se apoderaron de La Habana. «Así se llama oficialmente —escribe Luis Morote en su crónica—, pero por más que se empeñe el municipio, la dicha calle se llamará perdurablemente de la Muralla. Tal nombre se transmitieron de padres a hijos varias generaciones y ese es el que subsiste y el que subsistirá».
Muralla deslumbra al cronista, que no escatima elogios al describirla. Dice que es «realmente singular, única, con carácter propio. Si bien por su anchura, que es escasa, por su adoquinado, que es excelente, y por sus aceras, que son estrechas y altas, se parece a las elegantes calles del Obispo y de O’Reilly, en lo demás tiene fisonomía suya, inconfundible con las otras».
Se trata de una calle entoldada en su mayor parte. De balcón a balcón, de una acera a la otra, se extienden toldos que libran a los transeúntes de los rigores del sol, dan frescura a la calle y contribuyen a avivar las transacciones comerciales, y, entre toldo y toldo, cuelgan anuncios que dan al centro de la calle, completan la decoración y son una nueva y sugestiva llamada a los compradores. El comercio, a lo largo de la calle, desde Bernaza hasta el mar, está en manos de peninsulares —asturianos, montañeses y gallegos—. «Todos los vecinos son peninsulares —afirma Morote—, y todas las casas son tiendas».
Ese panorama variaría con el tiempo pues, aunque firmas tradicionales de origen español, como Humara y Lastra —grandes importadores de efectos electrodomésticos y eléctricos en general y representantes en la Isla de la marca norteamericana RCA— permanecieron en la calle, justo en el local marcado por los números 405-407, el elemento español fue desplazado por comerciantes e industriales judíos que emplazaron en Muralla tiendas y almacenes, talleres de talla de diamantes y fábricas de corbatas y cinturones, producciones desconocidas hasta entonces en Cuba.
Claro que el español Luis Morote no llegó a ver la llegada de los judíos a Muralla ni tampoco nosotros vemos hoy las múltiples ofertas que, dice él, tentaban entonces al que caminara la calle. Si bien los establecimientos del sector privado aportan cierta animación y color y se abren y limpian almacenes todavía vacíos, pero en espera, al parecer, de un mejor destino, el deterioro se ha adueñado de la vía, aunque sea posible disfrutar del remanso que regala la Plaza Vieja y de restaurados inmuebles como los del Centro Pablo y la Casa de la Poesía, en el número 63 de la calle que termina adentrándose en el edificio de la antigua Cámara de Representantes y que es hoy el Salón de la Ciudad.
De un par de acontecimientos que tuvieron por escenario a Muralla habla Luis Morote en su crónica de 1896. No se refiere sin embargo al famoso siniestro del 22 de abril de 1622, el primer incendio de envergadura que se recoge en el devenir de la ciudad. El fuego comenzó en una casa enclavada en la porción de Muralla que era conocida como calle de La Cuna. No pudo impedirse la propagación de las llamas y se extendieron rápidamente, impulsadas por el viento, por cinco manzanas de la zona. Destruyeron 96 edificaciones y acabaron con todos los árboles.
Sí habla el cronista del banquete «monstruo» que en honor de las tropas españolas ofrecieron los vecinos de Muralla al finalizar la Guerra de los Diez Años. «La calle Muralla es larguísima. No se acaba nunca —expresa Morote—. Y en toda su extensión se colocaron las mesas en las que se servía espléndida y suculenta comida al ejército español victorioso. El banquete lo sufragaron los vecinos de dicha calle, para los que la paz representaba la vuelta a la vida».
De la calle Muralla era también la mayor parte del elemento español más recalcitrante e intransigente que animó, dio lustre y relieve y sufragó la grande e imponente ceremonia del entierro del gorrión. En las honras fúnebres de tan modesto pajarito se gastaron miles de duros en una explosión de entusiasmo patriótico. Sucedió así.
En marzo de 1869 un suceso baladí e intrascendente conmocionó a voluntarios y militares españoles, exacerbados ya por la guerra iniciada por Céspedes. Un gorrión, símbolo, para el elemento más recalcitrante, del más rancio españolismo, había caído muerto en la Plaza de Armas y los más integristas de la colonia acordaron hacerle un entierro de carácter patriótico, alzando los restos del pajarito a un alto y lujoso féretro en el castillo de la Real Fuerza y colocando sus despojos en un rico sarcófago. A su alrededor orarían los devotos y sacerdotes católicos oficiarían servicios religiosos y entonarían cánticos sagrados.
Los restos del gorrión fueron paseados por las principales calles de La Habana; el Capitán General Domingo Dulce en persona formó parte de la marcha y su esposa llevó a la capilla una ofrenda floral. Para dar realce a la ceremonia y, al mismo tiempo, excitar el fanatismo hispano y el odio contra los insurrectos, se dispuso que el gorrión muerto fuera paseado por varias localidades de la Isla.
En Cárdenas, los actos fueron fastuosos y se derramó arroz, alimento preferido de los gorriones, a su paso por las calles. El cortejo visitó Matanzas, y en Guanabacoa, en una tienda de campaña que se alzó en la Loma de la Cruz, se dijeron responsos en presencia de las más altas autoridades locales y representantes del cuerpo de Voluntarios. De ahí volvió a la capital de la Isla, donde fue enterrado el 27 de marzo de 1869.
Cuando eso ocurrió, hacía cinco meses que se había iniciado la llamada Guerra de los Diez Años. En octubre, a solo diez días del alzamiento de Céspedes, la ciudad de Bayamo caía en manos de los insurrectos, que se vieron obligados a abandonarla el 12 de enero de 1869 y la incendiaron antes de marcharse. Es durante esos cinco meses que los Voluntarios atacan el teatro Villanueva, en La Habana. Se alza en armas el territorio del Camagüey, se alzan también los patriotas de Las Villas y comienza a imprimirse, en la manigua, el periódico El Mambí. España impone una estrategia de guerra a muerte que el Conde de Valmaseda cumple al pie de la letra. Los españoles pasan por las armas a todo hombre mayor de 15 años que se encuentre fuera de su finca y no pueda justificar los motivos. Faltaban entonces pocos días para que los cubanos aprobaran la Constitución de Guáimaro, la primera de la República en Armas.
«Salimos de la calle de la Muralla, donde los comerciantes estaban a las puertas de las tiendas en mangas de camisa, sin vender tal vez por ser domingo, y nos encaminamos hacia el Parque Central». Por ser domingo, no tiene Morote prisa por ponerse a escribir a fin de reportar a sus lectores del periódico El Liberal lo que vio hasta el momento. Aunque lo hiciera, no podría enviarlo, porque son ingleses los empleados de la oficina del cable y por nada del mundo faltarían al precepto bíblico de descansar en ese día de la semana.
Le parece hermoso el Parque Central. Su entorno es de maravilla. Coinciden en sus alrededores los teatros Tacón, Albizu y Payret. También la Manzana de Gómez y el Diario de la Marina —en el edificio del hotel Plaza— y frente a este, el lujoso Unión Club.
El hotel Inglaterra le parece un edificio montado con lujo, a la moderna. Un establecimiento con historia, precisa. Recuerda en ese sentido sucesos que tuvieron lugar allí como la llamada batalla del ponche de leche y las escenas sangrientas protagonizadas por los Voluntarios en la noche del 27 de enero de 1869. Habla de la Acera del Louvre y sus muchachos y menciona de pasada la estancia de Maceo en el Inglaterra, en 1890.
Recorre el periodista la Alameda de Paula, el Campo de Marte, la estación de Villanueva, el Prado… admira la Fuente de la India. Y concluye: «Para la excursión de un día ya basta y para la incompleta descripción de esta hermosa ciudad, no bastaría una sola carta, hago aquí punto y le telegrafío a Arolas que mañana voy a la Trocha».