Lecturas
Imagine usted lo que sería, antes del primer tercio del siglo XIX, trasladarse hasta el Castillo del Príncipe desde lo que ahora conocemos como La Habana Vieja. Se imponía, dice el historiador Emilio Roig, dar un rodeo por el camino de San Lázaro y las canteras o aventurarse por un terreno bajo y cenagoso, imposible de transitar en épocas de lluvia.
El plan de embellecimiento de la ciudad concebido por el ingeniero Mariano Carrillo de Albornoz contemplaba la construcción de un buen y hermoso paseo que sirviera de esparcimiento a los habaneros. Se imponía al mismo tiempo la necesidad de procurar un camino más fácil a las tropas acantonadas en el Príncipe, posibilitar una comunicación mejor con esa fortaleza. Fue así que el capitán general Miguel Tacón decidió la construcción del Paseo de Carlos III, que dio respuesta a ambas necesidades. Por un lado, se acortaban las distancias, mejoraban las condiciones de vida de la tropa y, por otro, la ciudad empezaba a beneficiarse con «un paseo de campo», donde podía respirarse un aire puro y libre, y que con sus árboles, jardines, fuentes, cascadas y estanques propiciaba una atmósfera «fresca y agradable que satisface a la concurrencia, siempre numerosa, particularmente en los días de fiesta», escribía el mismo Tacón.
La nueva vía se iniciaba en la intersección de la calzada de San Luis Gonzaga (Reina) y Belascoaín, atravesaba los sitios llamados de Peñalver y seguía en línea recta hasta el Príncipe para una extensión total de 1 200 metros y un ancho de 51.
Si Tacón impuso su nombre al Gran Teatro, a la Cárcel Nueva y al mercado de la Plaza del Vapor, construidos todos durante su mandato (1834-1838) es de suponer que se lo asignara también a este paseo. Alameda de Tacón le llamaba, en 1860, el historiador Jacobo de la Pezuela. De cualquier manera, pocas calles de la ciudad han variado tanto su nombre como esta. Se le denominó asimismo Paseo Militar y luego Paseo de Carlos III. En 1902 el Ayuntamiento habanero lo despojó de su nomenclatura tradicional para darle, en su lugar, la de Avenida de la Independencia, hasta que en 1936 se llamó Avenida de Carlos III. Tras los sucesos del 11 de septiembre de 1973 en Chile, recibió el nombre de Salvador Allende, denominación que, como la de Avenida de la Independencia, no arraigó en el cubano de a pie, pese al respeto y el cariño que se tributan en la Isla al Presidente mártir. Algo similar a lo que sucede con las calzadas de Reina y de Monte, cuyos nombres oficiales son Simón Bolívar y Máximo Gómez, respectivamente. Nadie los usa, como tampoco nadie llama Varela a Belascoaín, Zenea a Neptuno ni Brasil a Teniente Rey. Carlos III sigue siendo Carlos III, lo que se reafirmó en los pasados años 90, al adjudicársele ese nombre a su concurridísima plaza o mercado. Una estatua de ese monarca se emplazó en 1836 a la entrada del Paseo, y por ahí empezó la cosa.
Si Obispo, San Rafael o Monte son en lo esencial calles comerciales, y Paseo o 17, en el Vedado, lo son eminentemente residenciales, Carlos III carece de un perfil acentuado como no sea el de servir de enlace rápido entre La Habana del Centro y el Vedado.
Es de las que Jorge Mañach llamaría calle «sin vocación». Todo parece caber en ella. Coinciden allí las grandes mansiones, como la del senador Alfredo Hornedo, en el número 720 de la vía, y las viviendas populares; y sobre todo en los portales de la acera de los nones los cuentapropistas parecen no querer dejar un solo espacio libre. Comienza la calle con el Gran Templo Nacional Masónico, en la intersección con Belascoaín, y termina, ante las faldas del Príncipe, con una finca de recreo, la llamada Quinta de los Molinos, predio de descanso de los gobernadores españoles en Cuba, que fue también Jardín Botánico y dependencia de la Escuela de Agronomía de la Universidad de La Habana. En Carlos III alternaban, casi frente a frente, la sede del Partido Socialista Popular y la de la Compañía Cubana de Electricidad, que de cubana solo tenía el nombre y monopolizaba los servicios de luz y gas en el país, con precios que eran, para el cliente, dos y tres veces más altos que los vigentes en Estados Unidos. Generaba el 90 por ciento de la electricidad que se comercializaba en Cuba y, con 7 464 empleados, daba servicio a 769 076 usuarios en 301 localidades que abarcaban una población de tres millones de personas.
Por la acera de los pares, según se deja atrás el Templo Masónico y el edificio del Ministerio de la Industria Básica, que es el de la Compañía de Electricidad, encuentra el caminante el inmueble ocupado por el Instituto de Literatura y Lingüística, antigua sede de la Sociedad Económica de Amigos del País, con un notorio trabajo en esas disciplinas y una nutridísima biblioteca cuya riqueza principal está en las obras literarias y de ciencias sociales, así como en las colecciones de prensa periódica que forman parte de su fondo.
Sigue, un poco más allá, entre las calles de Hospital y de Espada, el Hospital Freyre de Andrade, llamado comúnmente Hospital de Emergencias o Emergencias a secas; en su tipo, la primera instalación monumental y moderna con que contó la capital, con un área de 9 000 metros cuadrados y proporciones majestuosas. Su construcción, según planos originales del arquitecto municipal Rodolfo Maruri, modificados ampliamente por el arquitecto Evelio Govantes, concluyó en 1920 y el arquitecto Manuel Febles, ministro de Obras Públicas del presidente Prío, lo amplió en 1948 sin alterar su estilo. Cuenta, me dicen, con una sala de historia digna de tenerse en cuenta.
Convivían en Carlos III industrias como la de la Pepsi Cola, en la esquina de Subirana, y la fábrica que elaboraba las galletas Nabisco; ambas en la acera de los nones. Cuatro clínicas privadas que se ubicaban en esa vía registra el Directorio Telefónico habanero de 1958, instalaciones por lo general pequeñas y poco dotadas pese a lo pomposo del nombre de algunas, como el llamado Instituto del Niño, en el edificio marcado con el número 559. En esa acera y próxima a la calzada de Infanta se ubicó, antes de 1899, la última plaza de toros que funcionó en Cuba. Más allá de esta calzada, aproximadamente en la zona donde la epidemia de cólera de 1833 obligó a improvisar un cementerio, construyó la Universidad su Escuela de Veterinaria, convertida hoy en una facultad de Medicina, aunque reservó espacio para la asistencia especializada de las mascotas y animales afectivos. Frente a esta, y como robándole espacio a la Quinta de los Molinos, en el número 952 de la calle, el edificio de la desaparecida funeraria San José. Se consignan en el Directorio aludido unos diez bares y cafés a lo largo de Carlos III y, entre otros establecimientos, uno que trae al escribidor evocaciones de su infancia, La Antigua Chiquita, dulcería, panadería y expendio de víveres finos, con su amplio parqueo, a la altura de la calle Luaces.
También en la acera de los nones, con el número 615, estaba el periódico Alerta. Lo fundó en 1935 la empresa editorial del Diario de la Marina, y pasó a dirigirlo, en 1949, Ramón Vasconcelos, que adquirió la mitad de sus acciones y terminó traspasándolas a Fulgencio Batista, aunque siguió apareciendo como el tenedor de la propiedad. Fue un destacadísimo periodista —la llamada Pluma de Oro del periodismo cubano—, y también un político muy polémico por sus constantes vaivenes entre partidos y tendencias; machadista, liberal, auténtico, ortodoxo, batistiano. Decía que no era él quien cambiaba, sino las circunstancias. Como consejero consultivo y ministro, sirvió a Batista a partir de 1952 hasta que salió de Cuba antes del derrumbe de la dictadura. El Gobierno Revolucionario le permitió regresar y morir en su patria. Alerta fue ocupado por las milicias en los primeros días de enero y allí radicó por un tiempo el periódico Revolución, órgano del Movimiento 26 de Julio.
Alrededor de 1920, la Alcaldía habanera concedió a Alfredo Hornedo y Suárez la licencia para operar por 30 años el Mercado Único de La Habana. Era un verdadero monopolio, porque la merced prohibía la apertura de establecimientos similares en un radio de dos kilómetros y medio y de casillas de expendio —los humildes puestos de viandas y frutas— en 700 metros a la redonda. Cuando el privilegio estaba a punto de vencerse, el muy ilustre senador Hornedo, como se le llamaba siempre en las páginas de su periódico El País, se gastó una millonada en el intento de hacer elegir alcalde a su sobrino Alfredo Izaguirre. Veía su elección como el medio de renovar la licencia. No lo logró, pero Hornedo mantuvo el beneficio del Mercado, aunque con algunas variaciones. Fue por entonces —es también la época de Prío— que comienza a edificarse la Plaza de Carlos III. ¿Dónde? Quizá fuera casualidad, pero se construye frente a la mansión de Alfredo Hornedo.
A Hornedo se le estimaba una gran fortuna. Era mulato y sus orígenes fueron muy humildes. Vendió naranjas por la calle y fue cochero. Al parecer llegó a hacerse del control de un tren de coches de alquiler. Como cochero sirvió a la bien posesionada familia Maruri y terminó casándose con Blanquita, la muchacha de la casa, sin que los padres de ella se opusieran. Si bien es cierto que se benefició de la posición de su suegro, Hornedo terminó multiplicando la fortuna a la que tuvo acceso por matrimonio.
Llegó a ser propietario principal de los periódicos Excélsior y El País, y socio de un tercer diario, El Crisol. Además del Mercado General de Abasto y Consumo, como ya se dijo, fue propietario y presidente del Casino Deportivo de La Habana, un club privado de socios con derecho a balneario. Del teatro Blanquita, que con sus 6 600 lunetas fue el mayor del mundo en el momento de su inauguración, y del hotel Rosita de Hornedo (172 apartamentos en 11 pisos). Propietario además del Club de Cazadores de La Habana, del reparto residencial Casino Deportivo y del edificio de propiedad horizontal Río Mar, en La Puntilla… Muerta Blanquita, Hornedo casó con Rosa Almanza, que había servido como enfermera a su primera esposa. Abandonó entonces la casa de Carlos III y fue a vivir al penthouse de su hotel Rosita de Hornedo.
No solo fue la Plaza de Carlos III lo que se levantó frente a su casa. También, cosas de esta calle sin vocación, en la que todo parecía posible, se erigió una posada, Retiro, que terminó dando nombre a la calle que desde siempre se llamó Pajarito, eje del barrio de tolerancia del mismo nombre y llamado también de La Victoria, que ocupaba el rectángulo enmarcado por Carlos III, Belascoaín, Infanta y Llinas, sin que esto quiera decir que toda la vecinería de la zona se dedicara o viviera de la prostitución ni que todas sus casas dieran asiento a un burdel. Al igual que en el barrio de Colón, otra zona de tolerancia habanera, los prostíbulos alternaban en Pajarito con casas de familia cuyos moradores se veían obligados a colocar en un lugar bien visible que aquella era una casa decente. Una zona con centros laborales importantes como la revista Carteles y el periódico Hoy, el edificio de la CTC, almacenes y fábricas. Mejor dotado, eso sí, que Colón y con muchachas bien escogidas que quedaban fuera del barrio en cuanto se deterioraban.