Lecturas
Imagine el lector cómo andarían las cosas y a dónde llegarían las adulteraciones, que en 1551, justamente el 8 de abril, el cabildo de La Habana se veía obligado a ordenar que los taberneros no tuviesen más de una pipa de vino en su establecimiento y que dicha bebida fuese pura como la uva misma. Antes, el 27 de febrero del mismo año, entraba en vigor la primera disposición que en cuanto a precios se tiene noticia en la ciudad, cuando el cabildo fijaba los importes que tendrían en el mercado el pan, el huevo, el rábano, la col y la lechuga. Una carga de casabe, consignaba la disposición, se vendería en dos pesos oro. Unos años más tarde, en 1557, se establecía una tarifa para la venta de zapatos y se ordenaba que las longanizas se vendieran a vara y media por un real. Para los que no lo recuerden, consignemos que vara es una medida de longitud que equivalía a 0,835 metros en España y tenía variaciones en las colonias.
La evasión fiscal daba al cuello en la época. Un informe del cabildo habanero de 12 de febrero de 1561 hacía notar que solo dos comerciantes de víveres pagaban sus contribuciones. Entonces había únicamente dos boticas en la ciudad, la de Sebastián Milanés, en la calle Real o de la Muralla, y la de López Alfaro, en el Callejón del Chorro, cerca de la Plaza de la Ciénaga, luego Plaza de la Catedral. «No habrá en cada una de ellas 50 envases», escribía un memorialista y precisaba que muchos de esos medicamentos eran ya ineficaces por el tiempo transcurrido desde su elaboración, pues «vienen de Castilla y hasta que no se acaban no se hace un nuevo pedido». Escaseaban los que sabían realizar «trabajos de manos» —carpinteros, sastres…— y los que ejercían su oficio cobraban a precio de oro sus labores.
En 1597 llegó a La Habana la prohibición de que las mujeres entrasen en las iglesias con la cabeza descubierta. Se imponía así el uso del velo que se extendería, como quien dice, casi hasta el otro día.
Los primeros hoteles o albergues para forasteros —de alguna manera hay que llamarlos— surgen en Cuba durante los primeros tiempos de la colonización española. Los cabildos entregaban a los vecinos cierta cantidad de tierra para que la cultivaran o la dedicaran a la cría de ganado mayor o menor. El beneficiado quedaba obligado a iniciar la crianza entre los seis y los 12 meses después de haber recibido la encomienda y debía suministrar a la villa, para el consumo público, el número de reses que el cabildo le asignara y hacerlo al precio fijado por los regidores. Además en el centro de su propiedad y próximo a la casa que utilizaría como vivienda se le obligaba a construir un local, que debía surtir de agua y de leña, para el alojamiento gratuito del viajero. A eso se le denominaba la casa del pasajero.
Desconoce de seguro la mayoría de los habaneros de hoy que en el cruce de las calles Zanja y Belascoaín hubo un ingenio azucarero a comienzos del siglo XVII. En dicho lugar, precisamente en la manzana que ocupa actualmente la tienda recaudadora de divisas y donde estuvo antes un supermercado de la cadena La Mía, el potentado criollo Alonso de Rojas, ansioso de disponer de una fábrica de azúcar cerca de la ciudad, echó abajo la arboleda y fomentó un cañaveral que nutría al primitivo trapiche.
El cachimbo, de reducido tamaño, era manejado por un portugués de apellido Cadeira, y llegó a ser una copiosa fuente de ingresos para Rojas, pues el azúcar que fabricaba se vendía, en aquella fecha, nada menos que a cuatro pesos la arroba.
Cuando se decidió traer a La Habana el agua del río La Chorrera, se abrió un ancho cauce por aquel lugar, tomando posteriormente esa calle el nombre de Zanja, que conserva aun cuando su nombre oficial es el de Finlay.
A comienzos del siglo XIX, el caminante que discurría por Zanja tropezaba, a la altura de Galiano, con una taberna muy concurrida y una casa de baños. Frente a estos establecimientos, en el inmueble marcado con el número 71 antiguo, vivía una joven camagüeyana nombrada Vicenta Agramonte, mujer de vida alegre y gran belleza, cuya trágica muerte, ocurrida el 25 de agosto en un pacto suicida con su amante, el francés Luis Marliani, fue uno de los escándalos de La Habana de 1807.
Afirma el arquitecto Luis Bay Sevilla en sus útiles y valiosas recopilaciones de las costumbres cubanas que todo un acontecimiento social era en el siglo XIX la misa de domingo a las 12 del día en la Catedral de La Habana. A esta concurrían las principales familias y las figuras más conspicuas para ver y para que las vieran.
Terminado el oficio religioso, los feligreses se trasladaban al café de la calle O’Reilly esquina a Tacón y allí los hacendados hablaban de negocios, conversaban los novios y chismorreaban las viejas mientras se degustaba el aperitivo que entonaba el estómago para el almuerzo. En aquella fecha no era elegante que las damas ingirieran alcohol, aunque sí era cosa corriente entre ellas el fumar; pero la que tenía ese vicio, por lo general, lo ocultaba cuidadosamente y solo fumaba en la intimidad de su casa.
En la calle de Mercaderes esquina a la de Obispo existió otro café de lujo, pero, como era además restaurante, las familias acudían a él generalmente por las noches, al terminarse las funciones de los teatros, pues en aquel entonces casi siempre se cenaba antes de retirarse a dormir.
En esa época, el alto comercio habanero y la gente pudiente preferían depositar su dinero en la casa de banca de J. M. Borges, sita donde hoy se encuentra el café del hotel Ambos Mundos, y en el banco de Luciano Ruiz, en O’Reilly esquina a Mercaderes.
Desde 1832 existieron tiendas que llamaban la atención de los habaneros. Muralla era la calle comercial por excelencia, aunque también tenían importancia Mercaderes y Oficios, así como otras vías transversales y próximas. Entonces los lugares para refrescar se llamaban neverías. La primera que existió en La Habana, se dice, se ubicó en la esquina de Acosta y Oficios y era propiedad de un tal Juan Antonio Montes. El entretenimiento de la vecinería se reducía en lo esencial a las fiestas y las procesiones religiosas, las paradas y los desfiles militares. Un entretenimiento muy recurrido era el de pasear por las calles de los Mercaderes y de la Muralla, que presentaban por las noches, con sus numerosas tiendas alumbradas por lámparas y quinqués, el espectáculo de un gran bazar o de una feria.
El primer paseo con que contó La Habana fue la Alameda de Paula. Con el tiempo, los sitios de preferencia para la compra y el entretenimiento se desplazaron hacia otras zonas. Hacia mil ochocientos cuarentitantos, el Paseo del Prado había corrido ya a la Alameda como lugar de moda.
Con el advenimiento del siglo XX, la vida pública cubana experimentó transformaciones importantes, pero la tradición siguió imperando en lo privado. Se mantuvo la caminata callejera con el objeto de ver y dejarse ver. La calle Obispo fue el centro del visiteo matinal, como el Paseo del Prado fue el lugar de cita en las tardes. Por las noches, luego de las funciones teatrales, se llenaban los vestíbulos de los hoteles Inglaterra y Telégrafo y los más jóvenes se extendían por la calle San Rafael y la Acera del Louvre. Después de los espectáculos nocturnos, y también por la tardes, era frecuente que las familias acudieran a El Anón del Prado, donde su propietario, José Cagigas, tenía fama de elaborar los mejores helados y refrescos de la época. Contiguo a este establecimiento, situado originalmente en la calle Habana entre Obispo y Obrapía, estaba la barbería de Donato Milanés, de la que eran clientes habituales Manuel Sanguily y el mayor general Mario García Menocal.
En los alrededores del Parque Central se reunían todas las nacionalidades posibles, pues al hotel Inglaterra, con su paradójico patio andaluz, seguía un restaurante de tipo norteamericano y el Café de París, y, al cruzar la calle, un expendio de chocolate con churros del más puro estilo madrileño, mientras que en los portales del cercano Hotel Plaza trataba de imponerse el cubanísimo buñuelo acompañado de café. Ya casi en Neptuno esquina a Zulueta se abría el Café Alemán, cuyo piso superior ocupó durante años el aristocrático Unión Club antes de trasladarse a la casa llamada de las cariátides, en Malecón No. 17. Por Prado, cruzando Virtudes, estaba el Club Americano, y allí, con su bandera, el portero uniformado y el frío del aire acondicionado que se escurría hasta la acera, seguía, que yo recuerde, en 1963.
Hacia 1863 el Prado se había convertido ya en el más concurrido lugar de esparcimiento, a donde acudía prácticamente toda la población para buscar alivio a los rigores del verano. Mucho antes, en 1840, el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga aludía en su testimonio sobre Cuba a los quitrines que corrían por el Prado con las capotas caídas transportando a paseantes que «circulan, miran, hablan y ríen vistos por todos y saludando sin parar».
El Prado es uno de los paseos que más transformaciones sufrió en La Habana. Entre los años 1875 y 1880, esa vía se asemejaba a la Avenida de Carlos III: los vehículos transitaban por el centro del Paseo y los peatones por dos calles laterales, bordeadas de árboles, que ofrecían sombra acogedora a los paseantes.
Era costumbre muy arraigada entre el cuerpo médico de Cuba, y principalmente de La Habana, allá entre los años de 1870 y 1885, vestir en verano levita cruzada de dril blanco y sombrero bomba de igual color. En invierno, el traje era idéntico, pero de casimir negro y negra asimismo era la bomba, asegura el ya aludido Bay Sevilla.
Esa moda fue cayendo en desuso y allá por el año de 1886 solamente podían ver los habaneros vistiendo el traje blanco al notable médico cubano Nicolás Gutiérrez, que vivía en la calle de Oficios esquina a Santa Clara, y al doctor Fernando González del Valle, que fue a más de un gran médico, Rector de la Universidad de La Habana. Fueron, además, estos dos galenos, quienes hasta esa fecha mantuvieron también la tradición del uso diario de la volanta para visitar a sus enfermos.
En Prado y Virtudes, acera de los nones y en los altos del café El Pueblo, muy frecuentado por los redactores del diario La Noche, radicado en el local contiguo, instaló su sede, en 1880, la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, que con el tiempo (1907) se instalaría en su palacio de Prado y Trocadero.
Quiso la nueva institución de beneficencia, instrucción y recreo abrirse a la vida social con un baile. Fue un evento concurridísimo y muy animado. El pánico, sin embargo, cundió en aquella fiesta inaugural cuando los que se hallaban en la planta baja advirtieron que crujían las vigas y se desprendían pedazos del techo. Enterados de lo que ocurría, los más previsores entre los asistentes a la fiesta de los Dependientes optaron por marcharse, quedando en el salón un grupo pequeño de empecinados, que bailó hasta el final. Lo cierto es que, al día siguiente, un arquitecto reconoció el edificio y recomendó no ofrecer nuevas fiestas en ese local.