Lecturas
La recrea Ramón Meza en su novela Mi tío el empleado, y el historiador Emilio Roig en un artículo que publicó en 1926 en la revista Archivos del Folklore Cubano aludió asimismo a la broma de que eran objeto españoles ingenuos recién llegados a La Habana por parte de criollos guasones y desocupados. La víspera del Día de Reyes, es decir, en la noche del 5 de enero, cubanos chistosos se dedicaban a escoger a la que sería su víctima y, una vez seleccionada, le ofrecían una recompensa espléndida si se prestaba a alumbrar con un farol, desde lo alto de la Muralla, el camino de los Reyes Magos.
Si el sujeto aceptaba, le hacían cargar una escalera y una lámpara y, armándolo de una campana a fin de que fuese llamando la atención por los lugares que atravesaba, lo conducían por calles y plazas, en medio de la algazara general, hasta algún sitio de la Muralla, mientras más lejano, mejor.
Una vez allí, el cándido peninsular, ilusionado por el dinero prometido, subía, con farol y campanilla, a lo alto del muro. Entonces sus acompañantes retiraban la escalera y lo acribillaban con un recio tiroteo de piedras y bolas de fango mientras lo conminaban a que esperase con paciencia la llegada de los Reyes.
El pobre farruquiño, rabiando por la burla de que había sido víctima, pasaba la noche sobre la Muralla hasta que al día siguiente algún ser compasivo facilitaba una escalera para que volviera a poner los pies sobre la tierra.
Don Luis de las Casas fue el primer gobernador español que residió en el Palacio de los Capitanes Generales, actual Museo de la Ciudad. Arribó a La Habana en 1790 y estaban ya tan adelantadas las obras del soberbio edificio de la Plaza de Armas que en el mes de julio del mismo año pudo instalarse en el nuevo palacio aún sin terminar. Porque, aunque el 23 de diciembre de 1791 se bendijo la sala de ese inmueble donde celebraría sus sesiones el Ayuntamiento habanero, instalada provisionalmente en un entresuelo de la parte que ocupaba Las Casas, y en 1792 se alquilaban ya varias accesorias de la mansión, el palacio no se pudo considerar terminado hasta el tiempo del mando de Miguel Tacón. Como ya dijimos en alguna página anterior, fue en 1835 cuando el coronel de ingenieros Manuel Pastor, a quien tanto debe la capital de la Isla, unificó el estilo de las cuatro fachadas del edificio y subdividió la planta baja en departamentos y los dotó de sus entresuelos correspondientes.
El ciclón de Santa Teresa —15 de octubre de 1768— arrasó la casa que la ciudad adquiriera para que sesionara el Ayuntamiento. Las sesiones del Cabildo se debieron celebrar entonces en uno de los salones de la Casa de Aróstegui, residencia del Gobernador en aquellos tiempos. Querían los regidores contar, por supuesto, con edificio propio y acordaron construirlo en el espacio que ocupó la casa asolada por el meteoro. Como no había dinero suficiente para ello, se pidió al Rey la autorización pertinente para utilizar en dicho propósito los sobrantes de la llamada sisa de la zanja real, esto es, el impuesto que se había cobrado para la construcción del primer acueducto habanero. Cuando se dispuso al fin del dinero necesario, enfrentaron los regidores un nuevo tropiezo: ningún contratista parecía interesado en acometer la obra. Al menos, ninguno concurrió a las sesiones en las que su construcción se sacó a subasta pese a los pregones que en ese sentido se hicieron entre 1770 y 1773.
Fue así que en el Cabildo extraordinario de 28 de enero de 1773 el gobernador y capitán general Marqués de la Torre dio a conocer un plan que contemplaba la demolición de la Parroquial Mayor, cada vez más deteriorada desde 1741, cuando estalló en el puerto el navío Invencible, y su traslado a la iglesia del Colegio de los Jesuitas —la Catedral actual— a fin de edificar la residencia del Gobernador, el Ayuntamiento y la Cárcel en el espacio que ocupaba dicho templo. La propuesta fue aprobada por la Corona y aceptada con regocijo por los integrantes del Cabildo. Antonio Fernández de Trebejos y Zaldívar fue el autor de los planos de la obras en la Plaza de Armas y del proyecto de la casa de gobierno, en tanto que el arquitecto gaditano Pedro Medina fue el ejecutor de la edificación del palacio. Lo fue asimismo del frente de la Catedral y de la enfermería de Belén, entre otras construcciones, según dijera Tomás Romay en el elogio fúnebre de Medina.
Expresa el arquitecto Evelio Govantes que la edificación del palacio comenzó en 1776. Cierto es que se trabajó con tesón en la obra, pero tan vasta construcción fue confiada a no más de diez negros esclavos comprados con tal propósito y a unos pocos reclusos que allí laboraron en calidad de operarios. Para la alimentación de los negros se asignó un real diario per cápita. Cantidad exigua que, para colmo, no se abonaba con puntualidad. Lo que trajo como consecuencia que a la vuelta de pocos meses solo quedaran tres de aquellos diez esclavos.
Aun así la obra avanzaba. En 1782 había ya tres piezas terminadas que comenzaron a alquilarse para levantar fondos. En ese mismo año, en septiembre, se paralizó la construcción. Existía entonces gran interés por dejar concluida la parte del edificio donde radicaría la cárcel. Como se quería encerrar en esta a «muchos malos pagadores que había en La Habana», alguien aportó, de su propio peculio, el dinero necesario, y ya el 23 de diciembre del año mencionado el nuevo local, oscuro y poco ventilado, acogía a los presos. Con la conclusión de esa parte del edificio se paralizaron otra vez las obras y habría que esperar hasta 1785 para que recomenzasen.
La Muralla de piedra que entre 1797 y 1863 rodeaba y protegía «la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de La Habana», tuvo solo dos puertas en sus orígenes: la de la Punta, en el norte, y la de Muralla, al oeste. Con el tiempo se abrieron la de Colón, las dos puertas de Monserrate y otra más junto a la de Muralla, así como las del Arsenal, la Tenaza, la de Luz y las de San José y Jesús María.
De las puertas de Monserrate, una era para salir (O’Reilly) y otra para entrar, Obispo. Se construyeron en 1835, en tiempos de Tacón. La de la Tenaza, que facilitaba la comunicación con el Arsenal y la salida del barrio de Jesús María, debió ser clausurada a causa de las contradicciones existentes entre el capitán general Marqués de la Torre y el general de marina Juan Bautista Bonet. Cada uno de ellos quería arrogarse el derecho de autorizar o no el paso de la vecinería por dicho sitio, y como no llegaron a acuerdo se decidió condenar la puerta. La del Arsenal —un sencillo arco entre los baluartes de San Isidro y Belén— sustituyó en 1775 a la clausurada puerta de la Tenaza luego de que se solucionaron las diferencias entre las máximas autoridades militares de la Isla. Se le conoció entonces como Puerta Nueva, pero con el tiempo también sería clausurada.
La puerta de Muralla —la de Tierra y la Nueva de Tierra— facilitaban la comunicación con las calzadas de Guadalupe o del Monte y San Luis Gonzaga o de Reina, así como con los barrios extramurales de Jesús María, el Horcón, Jesús del Monte y el Campo Militar.
«La Habana es una hermosa ciudad que nos lleva [a España] 50 años de ventaja en toda clase de adelantos; no se echa de menos en ella nada de lo que constituye un pueblo civilizado», escribía Antonio de las Barras y Prado, un modesto comerciante asturiano que vivió en Cuba entre 1852 y 1861. Así lo expresó en un libro que tituló La Habana a mediados del siglo XIX y que, ya muerto don Antonio, su hijo dio a conocer en 1926.
Es la ciudad una «grandísima y moderna construcción», dice y pondera paseos, calles, monumentos, espectáculos públicos… Lo impacta la animación de la Plaza de Armas. Allí una banda militar ofrece conciertos todas las noches, entre las ocho y las nueve, y luego queda la Plaza muy concurrida hasta las diez o diez y media, cuando cierran los cafés y las refresqueras —las llamadas neverías— que hay en las inmediaciones del Palacio de Gobierno. La Plaza del Vapor, más que tal, «tiene la apariencia exterior de un gran bazar: todo está lleno de tiendas de ropa, quincallería, cafés y otros establecimientos que ofrecen, particularmente de noche, por la profusión de su alumbrado, un conjunto fantástico que atrae a muchísimas personas». Repara en la calle San Rafael, llena siempre de paseantes por hallarse a la salida de las puertas de Monserrate y encontrarse en esta el Teatro Tacón y los principales cafés, restaurantes, casas de tiro al blanco y exhibiciones de animales raros y monstruosidades.
Entre los cafés menciona Escauriza, La Dominica y el Louvre, y en cuanto a los espectáculos públicos refiere que las compañías italianas de ópera más famosas han venido y siguen viniendo a La Habana, «y en esto, nada tiene que envidiar la ciudad a Nueva York, Londres, París ni Madrid». Vienen además magníficas compañías de zarzuela y circos lujosos y elegantes.
Califica de excelente el estado del transporte público. Hay coches de alquiler —las llamadas berlinas— y volantas que por una peseta hacen el viaje de un extremo al otro de la urbe. No faltan los ómnibus «conocidos con el estrambótico nombre de guaguas, que por un real cada asiento hacen una carrera de más de una legua, o sea, desde la Plaza de Armas hasta el Cerro o Jesús del Monte, tomando y dejando pasajeros en todo el tránsito». Ni el tranvía tirado por caballos con una frecuencia de 15 minutos entre coche y coche. El ferrocarril sale de la estación de Villanueva; dos líneas de vapores atraviesan la bahía y otras llevan pasajeros y mercancías por las dos costas de la Isla, sin que falten comunicaciones con Estados Unidos y Europa ni el paquebote español de Veracruz y el vapor correo de España.
No todo es elogio en las memorias del comerciante asturiano Antonio de las Barras. Se queja el memorialista de las tormentas frecuentes, los mosquitos y la fiebre amarilla, enfermedad —puntualiza— que causa una «mortalidad horrorosa».
No tiene fe el autor en la medicina de la época. No cree en la homeopatía, muy extendida entonces, ni en el sistema curativo que se ensayaba por esos días y que consistía en la inoculación del virus recogido en el rocío de la noche. Tampoco cree en la alopatía «con sus sangrías, cáusticos, ventosas, sinapismos y vomitivos, cuya eficacia parece fundarse en el aniquilamiento del enfermo para quitar fuerza a la enfermedad».