Lecturas
Fue el más grande de los boxeadores cubanos. El más popular. El de mejores récords. El que más dinero ganó. Eligio Sardiñas, el hombre que hizo célebre el sobrenombre de Kid Chocolate, está considerado entre los diez grandes peso pluma de todos los tiempos y podía repetir con razón: «El boxeo soy yo».
Fue un artista del ring y aprendió sus lecciones con los grandes boxeadores de la historia, cuyas películas estudiaba. Un boxeador de velocidad extraordinaria y habilidad fantástica. Tenía, sin embargo, un defecto físico: su brazo izquierdo era más corto que el derecho. Eso solo lo sabían Pincho Gutiérrez, su manager; Jess Losada, entrenador entonces y, con los años, un importante comentarista deportivo, y, por supuesto, el sastre que le confeccionaba los trajes al campeón y a quien Pincho hizo jurar de rodillas que nunca revelaría el secreto. Tampoco llegó nunca a oídos de la prensa que el boxeador era un hipocondríaco en toda la línea ni que en su equipaje iba siempre una maleta en la que portaba los medicamentos más impensables para todas las enfermedades reales e imaginarias.
Nació en La Habana el 28 de octubre de 1910, y murió en la misma ciudad, el 8 de agosto de 1988. De niño, fue vendedor de periódicos. Se inició en el boxeo con 12 años, en 1922. Ganó entonces el campeonato auspiciado por el periódico La Noche. Como amateur intervino en cien peleas y las ganó todas; 86 por K.O., y las otras, por decisión de los jueces. Como semiprofesional, derrotó al campeón metropolitano de Nueva York y enseguida pasó al profesionalismo. Por su primera pelea como profesional devengó 32 pesos, y 40 por el primer combate que sostuvo en EE.UU. Siete meses después recibía 17 500 dólares por su enfrentamiento con Bushy Graham y, en junio de 1929, justo al año de su debut en Norteamérica, su presencia batía el récord de taquilla en el Polo Ground. Más de 66 000 personas fueron a verlo pelear. Pagaron por las entradas 215 624 dólares, de los que correspondieron al boxeador cubano 50 000, la mayor cantidad de dinero pagada a un peso pluma en toda la historia del boxeo hasta entonces.
En sus días de esplendor, Eligio Sardiñas, Kid Chocolate, tuvo 297 peleas y solo perdió diez. En sus diez apariciones en el Madison Square Garden llevó más de un millón de dólares a las taquillas. Fue sin dudas el cubano más taquillero. En 13 peleas hizo una bolsa de 243 800 dólares. Alcanzó los honores máximos del boxeo y estableció el récord de ganar 169 peleas en sucesión. Hizo un desastroso viaje a Europa y fue noqueado por primera vez en noviembre de 1933 cuando se enfrentaba a Tony Canzoneri.
Canzoneri fue una piedra en su zapato. El Kid siempre sostuvo que el primer combate él se lo ganó al italoamericano. Fue un combate cerrado, que dejó una estela de inconformidad cuando declararon a Canzoneri ganador. A partir de entonces volver a medirse con Canzoneri fue casi una obsesión. Y en aquel segundo encuentro Canzoneri, que era un púgil de solo cinco pies con cuatro pulgadas de estatura, lo mandó a la lona con su pegada descomunal a los pocos minutos de haberse iniciado el combate.
Enfermo y debilitado por la sífilis, ya no sería nunca más el que fue. Aun así propició una recaudación de 10 000 pesos en el estadio de La Tropical, de La Habana, cuando en 1938 derrotó a Fillo Echevarría. El 17 de diciembre del mismo año, luego de su pobre exhibición frente a Nicky Jerone, su manager Pincho Gutiérrez lo obligó a retirarse.
Tras cobrar su primera gran bolsa, Chocolate y su manager se aficionaron a los juguetes caros, como el Cadillac de 16 cilindros que adquirió el campeón y del que hablaremos en otro momento. Pudo entonces meter en la cama a no pocas luminarias de Hollywood y del cine europeo y le fue posible alternar con muchas celebridades.
A Carlos Gardel lo conoció en París. Muchos años después el púgil cubano rememoraría ese encuentro con el cronista Elio Menéndez, premio nacional de Periodismo. Recordaba al cantante argentino como un hombre sencillo, enamorado y sentimental a más no poder. Como un correntón empedernido y generoso.
Tenían raíces comunes. Ambos conocieron una infancia muy pobre. Chocolate, como vendedor de periódicos. Gardel buscaba en el mercado de abasto los centavos con los que ayudaría a su madre.
En París, el cubano y el argentino recorrieron los prostíbulos. Pero las prostitutas francesas, decía el cubano, no llenaban sus expectativas. Volvieron a encontrarse en Nueva York en 1934 y Chocolate fue el anfitrión de Gardel por los prostíbulos de Harlem. Ambicionaba que el argentino viajara a La Habana. Lo llevaría entonces a la casa de Marina, en el muy habanero barrio de Colón, que era el prostíbulo que lo seducía.
La posibilidad se presentó en 1935. Gardel vendría a La Habana como parte de una gira por el Caribe y Sudamérica. El recorrido debió comenzar por Cuba, pero empezó por Puerto Rico y continuó por Venezuela y Colombia. El 24 de junio de 1935, en Medellín, ocurrió el accidente fatal. El avión en que viajaba Gardel chocó con otro en la misma pista del aeropuerto y el cantante murió carbonizado.
¿Cómo fue la última pelea de Kid Chocolate? Un relato pormenorizado de aquel combate lo haría en la revista Réplica, de Miami, en 1971, el ya aludido Jess Losada que, a pedido de Pincho Gutiérrez, asumió la encomienda de dirigir el entrenamiento previo al encuentro y tutorar al púgil, el día en cuestión, desde la esquina del cuadrilátero.
Pincho insistió en que Chocolate se retirara luego de su enfrentamiento con Fillo Echevarría, el 10 de marzo de 1938. Esa vez el Kid salió al ring con un coraje sicológico que apenas halló respaldo en su ya abatida anatomía. Aun así, pidió a Pincho que no lo retirara; debía dinero. Prometió a su mentor que se cuidaría como nunca antes. Pincho accedió. Encerró al boxeador en el campamento deportivo que le propició el jabonero Ramón Crusellas y se dedicó a buscarle un contrario con nombre, pero acabado. Ese rival resultó ser, como ya se dijo, Nicky Jerone.
Llegó el día del encuentro. Al subir al ring, Chocolate fue saludado con una ovación que destilaba admiración y cariño. Cuando, al final del combate, Cuco Conde, que oficiaba de árbitro, levantó un brazo a cada uno de los boxeadores en señal de empate, aquella multitud que había acudido al coliseo a ver ganar a Chocolate guardó un largo y angustioso silencio. La pelea resultó una confrontación patética entre un pobre Jerone, que pretendió dar el máximo sin tener con qué hacerlo, y un gran estilista que rendía su postrer esfuerzo pidiéndole al cuerpo lo imposible.
Recordaba Losada que al finalizar el séptimo round, Chocolate llegó exhausto a la esquina. Trató de ayudarlo a sentarse. No pudo porque se lo impidió la rigidez de las articulaciones de las rodillas del campeón. Losada se aterrorizó. Preguntó a su pupilo si podía proseguir el combate y le manifestó su decisión de suspenderlo. Faltaban tres asaltos para que finalizara la pelea. Chocolate respondió que Jerone estaba peor y que lo dejara continuar y acabar. Se mantuvo de pie, en la esquina, durante los descansos correspondientes al séptimo, octavo y noveno asaltos. Aquel cuerpo elástico y armonioso que, en sus buenos tiempos, revoloteaba sin parar en torno a su adversario —escribía Jess Losada en la revista Réplica—, se había convertido en una gimnasia angustiosa de espasmos musculares dirigida por el esfuerzo mental de un genio del boxeo.
Llegaba el momento culminante de la noche del 17 de diciembre de 1938. Cuco Conde, en señal de empate, levantó el brazo de los dos contendientes. Ni vencedor ni vencido. El público enmudeció de asombro, pero no demoró en comprender, con indulgencia y agradecimiento, que fue una decisión justa y humana. El rostro de Chocolate traslucía una expresión sombría: era su adiós al deporte que le había dado notoriedad mundial.
Aquella noche imborrable Pincho Gutiérrez y Jess Losada siguieron al Kid hasta su camerino. Chocolate sudaba a mares. Pincho abrazó al boxeador y le dijo casi en su susurro: «Esta es tu última pelea».
Momentos después, Eligio Sardiñas, Kid Chocolate, abandonaba el coliseo. Iba llorando.
La enfermedad, que se le diagnosticó en momentos en que no había medios adecuados para combatirla —solo el arsénico—, lo derrotó finalmente. El campeón, que solía repetir «El boxeo soy yo» y que ganó una fortuna con sus peleas, terminó como entrenador y en la pobreza.
Una tarde departía con un grupo de admiradores y amigos en la cantina de la bodega de San Rafael y Hospital, cuenta el cronista Elio Menéndez. Rememoraba las grandes bolsas que le reportaron sus peleas con Berg, Singer y Canzoneri, y cómo jamás se olvidó de la niñez desvalida. Cuando los muchachos lo veían aparecer en su Cadillac, corrían tras él y Chocolate repartía entre ellos hasta la última moneda que llevaba en el bolsillo. Uno de los presentes se aventuró a decirle:
—Caramba, campeón, si hubiera ahorrado algo, hoy no estaría en la miseria.
Fue como si le clavaran un gancho en el hígado. Chocolate se despegó de la barra, miró de arriba abajo a su interlocutor, le puso una mano en el hombro y le preguntó:
—¿De dónde sacas tú que yo estoy en la miseria?
Confundido, el intruso trató de disculparse, pero el Kid no le dio tiempo.
—Apréndete bien esto y que no se te olvide jamás. Muchos de los que se llaman ricos hicieron su fortuna a costa del dolor y del llanto ajeno. Yo, que no amasé fortunas con el sufrimiento de nadie, sino con mi esfuerzo y mi sudor, me sentí dichoso proporcionando felicidad a los demás.
Apuró el trago y volvió a la carga.
—Ahí tienes la diferencia entre un rico pobre y un pobre rico. Los que juegan en la primera novena, toman pastillas para dormir. Yo, que con mi dinero repartí alegrías, me siento millonario y duermo a pierna suelta, porque todavía disfruto del más grande de todos los tesoros: el calor de mi gente.
El hombre todavía insistió en disculparse, pero Chocolate no le dio tregua.
—A quien te diga que Chocolate vive en la miseria, dile que es mentira. Que aun sin un centavo, Chocolate sigue siendo rico.