Lecturas
Si el Capitán General designado por el monarca español para mandar en Cuba tenía una familia numerosa, no disponía de espacio sobrado para alojarla en su palacio de la Plaza de Armas. Porque ese edificio, cuya construcción concluyó en 1790, tenía otros fines además de servir de residencia y despacho a la máxima autoridad colonial. Allí, en la parte que da a la calle Mercaderes, radicaba la cárcel, mientras que la de Obispo se destinaba a las dependencias del Ayuntamiento y las áreas que caían sobre O’Reilly y la misma Plaza, subdivididas en numerosos locales, se alquilaban para escribanías y bufetes de abogados y oficinas de negocios.
En 1833 una epidemia de cólera sembró el pánico y la muerte en la capital de la Isla y afectó en gran medida a la población penal. El gobernador Miguel Tacón, temeroso del contagio, decidió sacar de Palacio a los reclusos y los envió a la fortaleza de la Cabaña hasta tanto no estuviera terminada la Cárcel Nueva o Cárcel de Tacón, que ordenó edificar al final del Paseo del Prado, en las inmediaciones del castillo de la Punta.
El desalojo de los presos permitió al Capitán General ampliarse y también al Ayuntamiento, cuyas oficinas se extendieron hasta Mercaderes.
Fue en 1835 cuando el coronel de ingenieros Manuel Pastor, a quien tanto debe La Habana, unificó el estilo de las cuatro fachadas del palacio de los Capitanes Generales y subdividió la planta baja en departamentos y los dotó de sus entresuelos correspondientes para dar inicio así al uso de la barbacoa o afianzarlo.
La amplitud, sin embargo duró poco. La Audiencia Pretorial de La Habana carecía de edificio propio y hubo que darle espacio en el palacio de los Capitanes Generales, en el que estuvo instalada hasta 1851, en que la trasladaron para el palacio de Pedroso, en la calle Cuba entre Cuarteles y Peña Pobre.
La Habana contó con su primer cuerpo de Policía a partir de 1771, año en que el capitán general Felipe de Fondesviela, marqués de la Torre, tomó las disposiciones al respecto, aunque desde ocho años antes operaban en la ciudad los llamados comisarios de barrio, que no eran propiamente policías, ya que su misión se limitaba a perseguir y capturar a desertores y delincuentes prófugos de la justicia. Con anterioridad al año mencionado se formaban por las noches rondas de vecinos organizados en patrullas.
No sería hasta 1844, en virtud de las providencias del capitán general Leopoldo O’Donnell, que se crea la primera fuerza armada encargada en exclusiva del servicio policial.
El cuerpo de serenos para la vigilancia nocturna comenzó sus servicios en 1818. El capitán general Francisco Dionisio Vives aumentó los elementos de ese cuerpo, y en 1834 Tacón le dio una mejor organización y lo proveyó de recursos suficientes para sostenerlo. Tanto hizo Tacón por los serenos que algunos lo señalan como el verdadero creador de ese cuerpo. El sereno recorría el vecindario y de cuando en cuando, y de viva voz, anunciaba la hora y el estado del tiempo. Iba provisto de una pica y llevaba además un silbato, que le permitía comunicarse con sus colegas y pedir auxilio en caso de que avistara a algún delincuente, y de una cuerda con la que lo ataba si le daba alcance. Ocho años más tarde se incrementaron las brigadas de serenos y dispusieron de un cuartel en San Rafael esquina a Consulado.
Una Real Orden de 6 de mayo de 1855 obligó al Ayuntamiento de La Habana a aportar el 25 por ciento de los gastos de la fuerza policial.
La cerveza cubana nació en 1841, cuando Juan Manuel Asbert y Calixto García (nada que ver con el famoso militar de igual nombre) empezaron a producirla en una fábrica que emplazaron en la calle San Rafael esquina a Águila. Esperaban elaborarla con el jugo de la caña de azúcar, que sustituiría a la cebada europea. El intento fue un fracaso y a partir de ese momento los criollos se contentaron con embotellar el refrescante líquido que llegaba en barriles desde el exterior.
Así lo estuvieron haciendo hasta que en 1883 se instaló en la ciudad matancera de Cárdenas una fábrica para producirla. No duró mucho tiempo, pero en 1888 el alza de los impuestos sobre las importaciones aconsejó a los negociantes del patio su elaboración en Cuba. Surgía así en Puentes Grandes, La Tropical, con un producto cubano, pero de baja calidad. No demoraría en mejorar cuando maestros cerveceros franceses y alemanes, contratados especialmente, terminaron confiriéndole a la cerveza el «toque» necesario. A partir de ahí la marca obtendría algunos premios internacionales, mientras que otra cerveza cubana, Tívoli, que instaló su fábrica en 1901 en la Calzada de Palatino, le hacía la competencia y cosechaba también lauros en el exterior. En 1958 La Tropical, con sus marcas Cristal, Tropical y Tropical 50, producía casi el 60 por ciento de la cerveza nacional. Había otras muy populares, como Hatuey y Polar. La primera traía un aborigen cubano en su etiqueta, y la segunda un oso blanco.
Se promocionaban así: «A la vanguardia de la industria cervecera. La cerveza del pueblo y el pueblo nunca se equivoca. Así se ha mantenido siempre la cerveza Polar. Por su sabor exquisito, sus magníficas condiciones digestivas y sus resultados tonificantes». La otra afirmaba: «Pida Hatuey. Le darán cerveza. La gran cerveza de Cuba», mientras que la publicidad Cristal insistía: «¡Cómo anima! ¡Cómo alegra! ¡Cómo estimula! Una cerveza extraordinaria». Todo era cuestión de preferencia. Había cervezas importadas, pero no creo que caminaran mucho, pese a que algunas marcas de procedencia norteamericana se presentaban en latas; toda una novedad en la época.
La cerveza entró en la Isla por su parte oriental; venía de contrabando desde Jamaica. No sería hasta 1762 en que se importaría de manera legal con la toma de La Habana por los ingleses. Con la instauración del libre comercio entraría en grandes cantidades. Unas 130 marcas, casi todas inglesas, que se ofertaban en tabernas, cafés, bodegas e incluso en boticas. La promoción otorgaba propiedades medicinales a algunas marcas cerveceras, alemanas por lo general, y se llegó al extremo de recomendarlas para niños y mujeres en el período de lactancia. Había cervezas que se anunciaban como propias para la familia, mientras las damas, según reportes de la prensa de la época, se inclinaba por la marca británica Ale, suave y clara y beneficiosa, decían, para los males del estómago. De cualquier forma, era de las cervezas de mayor demanda, junto con la Cabeza de Perro, también inglesa. Tal arraigo ganó entre los consumidores, hacia 1850, la marca Tennet Lager, también británica, que son muchos los cubanos que llaman «laguer» al espumoso líquido.
Marcas alemanas, noruegas, norteamericanas, francesas, portuguesas, españolas y de otras nacionalidades trataron durante la Colonia de derrotar a las inglesas en las ventas y alzarse con la supremacía en el mercado nacional. No lo lograron.
La primera corrida de toros entre nosotros tuvo lugar en 1538, en Santiago de Cuba, en ocasión de la llegada de Hernando de Soto, gobernador de la Isla y adelantado de la Florida.
No demorarían las lidias en llegar a La Habana, y la celebración de algunas tuvieron una repercusión enorme, como las que se dedicaron a San Cristóbal, patrón de la ciudad, al que los vecinos prometieron 32 corridas si eliminaba moscas y mosquitos, hormigas y bibijaguas. Muy famosa fue asimismo la corrida con la que se aclamó en La Habana el ascenso al trono español de Carlos III.
Pero no hubo propiamente una plaza de toros en esta ciudad hasta 1769, cuando se instaló la de Monte esquina a Arsenal, en un sitio después llamado el Basurero. La segunda, en 1818, se emplazó en la calle Águila, al fondo de la posada de un tal Cabrera, y en el Campo de Marte (actual Plaza de la Fraternidad) se situó la siguiente, en 1825. Muy concurrido fue el rodeo que, en 1842, se instaló en la plaza principal de Regla para corridas y novilladas: los habaneros cruzaban la bahía para no perderse el espectáculo. Hubo otra plaza, a partir de 1853, en la calle Belascoaín, frente a la edificación que ocupaba la Casa de Beneficencia, espacio donde hoy se erige el hospital Hermanos Ameijeiras. La última plaza se instaló en la esquina de Infanta y Carlos III, donde hoy se halla el restaurante Las Avenidas. Eso ocurrió en 1886 y al año siguiente las gradas de este ruedo se desbordaban para presenciar la actuación del célebre Luis Mazzantini, que, entre toro y toro, vivía un tórrido romance con la actriz francesa Sara Bernhardt, entonces en la flor de su edad, en el hotel Inglaterra.
Las corridas de toros fueron suspendidas durante la intervención militar norteamericana (1899-1902). Ya en la República hubo intentos de restablecerlas con el pretexto del turismo extranjero que podrían atraer, y hasta llegó a constituirse un Comité Pro Arte Taurino. Pero ya habían pasado definitivamente.
El cine llegó a Cuba en 1897 y en ese mismo año se filmó aquí la primera película. El primer corto publicitario se realizó en la Isla en 1898, y un poco después un cubano que había sido nombrado corresponsal en La Habana de una agencia de noticias francesa ya enviaba a París imágenes en movimiento de sucesos de cierta importancia ocurridos en la Isla.
Pues así mismo es. Hace 114 años que comenzó la loca carrera del cine en Cuba. El 15 de enero de 1897 llegaba a La Habana el francés Gabriel Veyre, agente de la casa de los Lumiére, padres del cinematógrafo. Vino a dar a conocer el famoso descubrimiento, lo que haría el 24 de enero del mencionado año de 1897, en un local del Paseo del Prado, aledaño al Teatro Tacón. Veyre proyectó sus filmes durante varios días y filmó el corto titulado Simulacro de incendio, cinta de un minuto de duración que captó las maniobras de un grupo de bomberos cubanos. En el año siguiente, el actor y empresario cubano José Casasús filmó, con el patrocinio de la cerveza La Tropical, El brujo desaparecido, nuestro primer filme publicitario. Casasús tenía como ayudante a un joven de 15 años de edad dotado de viva inteligencia y enamorado de la novedosa técnica. Se llamaba Enrique Díaz Quesada y —director, camarógrafo y laboratorista— la crítica lo considera el padre de la cinematografía cubana.