Lecturas
Varios lectores escribieron o me abordaron en la calle con relación a la página de la semana anterior (Casas de salud). Algunos pusieron en duda lo que escribí sobre el origen de una institución como Hijas de Galicia, actual Hospital Materno Infantil Diez de Octubre. Otros, no ocultaron su asombro ante el hecho de que una clínica como esa, que tuvo orígenes tan modestos, se manejara unas cuatro décadas después con un presupuesto que bordeaba el millón de pesos. Otros me echaron en cara que no aludiera a los centros de atención —hospitales y casas de socorro— cuya manutención dependía del Estado o de los municipios, y otros más que tocara muy por arriba el tema de los centros regionales. Una lectora me refirió en detalle cómo surgió el Centro Médico Quirúrgico de 29 y D, en el Vedado, actual Instituto de Neurología. Dice que unos ocho médicos se asociaron con el doctor Julio Sanguily, su director, para allegar el capital necesario para fundarlo.
No faltó quien me reprochara que me refiriera en esencia a las casas de salud habaneras, con muy pocos «pases» a las provincias. Y, por supuesto, estuvieron los que quisieron encontrar en mi página la institución a la que pertenecieron. Inquirían: ¿Por qué no mencionó clínicas como Los Ángeles, Católicas Cubanas, la Cooperativa Médica…? Un destacado poeta me comentó con pesar que esperaba hallar la alusión a la clínica Lourdes, emplazada en la antigua casa de la familia Párraga, una edificación que lo impactaba en cada uno de sus viajes a la Víbora, cuando desde la guagua veía aparecer de pronto el caserón en lo alto de la loma; recuerdo grato que guarda de su infancia. Por cierto, cuando yo era niño, cada vez que una persona mayor mencionaba la Cooperativa Médica, en la Calzada de Diez de Octubre, cerca de Toyo —hoy es un hogar de ancianos— añadía a modo de precisión: «la antigua Casuso».
Ante tantos planteos, cuestionamientos e interrogantes, no me quedó otro remedio que auxiliarme del doctor Ismael Pérez Gutiérrez, devenido documentalista formidable, y no solo en lo referente a la salud. En Cuba, en 1948, me dijo, ejercían poco más de 4 900 médicos. De ellos, 3 161 lo hacían en la provincia de La Habana, con una población de alrededor de 1 235 000 habitantes. Pinar del Río, con 389 000 pobladores, era cubierta por 188 médicos, y 219 atendían a 361 000 matanceros. Las Villas contaba con 503 médicos para una población de 938 000 personas. En Camagüey —487 000 habitantes— prestaban servicio 312, y en la provincia oriental 549 médicos asistían a más de 1 356 000 pobladores. No se pierda de vista, por otra parte, que la mayor parte de esos médicos se concentraba en las ciudades capitales o localidades de más relieve. Muy poca variación debieron tener esas cifras en las provincias una década después, cuando era ya mayor —unos 6 000— el número de médicos en ejercicio.
Con las clínicas y casas de salud pertenecientes a los centros regionales —las llamadas quintas— sucedía algo similar. En enero de 1959 funcionaban 242 de esas instituciones, de las cuales 112 tenían asiento en La Habana. Contaban con 1 400 000 asociados en una población de algo más de 6 700 000 habitantes, y tenían en conjunto un total de 12 000 camas de las 21 780 de que disponía el sistema de salud del país. Esas clínicas recaudaban alrededor de 40 millones de pesos al año, mientras que el presupuesto estatal para la salud pública en 1958 fue de 22 670 000 pesos.
No llegaban a 20 en La Habana de 1958, y la cifra incluye las de Guanabacoa y Regla e incluso las de Marianao, donde existían tres. Las subvencionaba el municipio. Maternidad de Línea era administrada también por el Ayuntamiento de La Habana, al igual que el llamado hospital de Emergencias y el hospital de 26, Joaquín Albarrán, que en el momento de su fundación llevó el nombre de Mercedes del Puerto, por la madre del Alcalde de entonces, Justo Luis del Pozo. El Calixto García era el hospital universitario, pero el Estado debía aportar a su sostenimiento. No faltaban la iniciativa privada ni la caridad pública. No poco dinero aportó al hospital Curie (actual Oncológico) la familia Falla Bonet, benefactores asimismo del hospital oncológico de Santa Clara. Y muchachas provistas de una alcancía recogían dinero en la calle, un día al año, para engrosar los fondos de la Liga contra el Cáncer, y otro para los de la Liga contra la Ceguera.
Los estudiantes de Medicina, según su expediente, practicaban en un hospital o en otro. Los diez mejores alumnos hacían sus prácticas en el Calixto García. Los que le seguían, del puesto 11 al 20, en el hospital Mercedes, después Fajardo, y los que venían detrás, del 21 al 30, en Emergencias. Los que seguían en la lista ya podían buscarse por sus medios donde entrenarse, porque la Universidad no se lo garantizaba. No era raro que un cirujano de rango, como Rodríguez Díaz o Núñez Portuondo, tuviera cinco ayudantes que, en el mejor de los casos, solo lo veían operar. Muchos médicos hicieron su carrera mientras laboraban como enfermeros o laboristas e incluso sirvientes de una institución de salud. El doctor Miguel Morales, propietario de la clínica San Francisco, en la calle del mismo nombre, en Lawton, fue tranviario. Empleo que le permitió costearse la carrera.
En La Habana de 1958, me dice el doctor Ismael Pérez, había más farmacias, es un decir, que quincallas. En verdad, en esa época les llamábamos boticas. Cada una de estas estaba de turno un día fijo a la semana, lo que quiere decir que el día en cuestión prestaba servicio las 24 horas y cubrían también, por grupos, las jornadas dominicales. Era un negocio muy lucrativo, añade el documentalista, que vivió esa etapa. Si el boticario era avispado se las arreglaba para vender al cliente —entonces no había usuarios— los medicamentos que él mismo elaboraba o reenvasaba en el dispensario de su farmacia. Tenían un precio inferior al de los llamados patentes de los laboratorios, pero dejaban a la casa un margen de ganancia mayor. En las clínicas pequeñas, los representantes de las funerarias de mala muerte revoloteaban en torno a la familia del enfermo que se sospechaba próximo a fallecer: era la manera de asegurarse al difunto en un momento de confusión y dolor.
Se construía y, por lo general, se construía bien. El edificio de Maternidad Obrera, obra de Emilio de Soto, mereció en 1942 la Medalla de Oro del Colegio de Arquitectos, y tres años después el mismo galardón fue concedido al hospital infantil Ángel Arturo Aballí, en las alturas de Arroyo Apolo, obra del arquitecto Luis Dauval. Las instituciones privadas no se quedaban atrás en este acápite. Hubo Medalla de Oro, en 1948, para el Centro Médico Quirúrgico de 29 y D, un proyecto de Max Borges, y también, en 1960, para la clínica Antonetti, de los arquitectos Raúl Álvarez y Enrique Gutiérrez.
Hoy nos parecen ridículas las cuotas que se abonaban por asociarse a una clínica o a la casa de salud de un centro regional. Las cifras corrían entre dos pesos con 50 centavos y los tres pesos; cuando mucho, cinco pesos mensuales. Lo que daba al socio derecho a todos los servicios de la institución. Lo que no siempre resultaba fácil allegar el dinero requerido. Una familia de cinco personas, digamos, debía disponer de unos 15 pesos para el pago de las mensualidades; no todos podían hacerlo. De qué manera cuando el salario mínimo en los años 40 era de 46 pesos mensuales, y de 85 en los 50. En muchas casas lo que se hacía era vincular a una institución de salud a los miembros más vulnerables de la familia. Y a veces ni eso era posible.
Muchos se preguntarán cómo el pago de una cuota ínfima podía revertirse en tantos beneficios. Había asociados, sobre todo entre la población masculina, que nunca acudían a su casa de salud o la visitaban muy de tarde. Dejaban entonces una ganancia apreciable, si no completa. Pero lo más destacable era la eficiencia de sus administraciones. Se discutía hasta el último centavo y no se pagaba un producto a un precio si se podía comprar a otro proveedor por un centavo menos. Las memorias de La Purísima Concepción (Dependientes) —hospital clínico quirúrgico Diez de Octubre— publicadas anualmente entre 1890 y 1960 son ilustrativas en ese sentido. Algo similar sucedió de seguro en Hijas de Galicia.
Dependientes contaba con 17 edificaciones en su casa de salud, entre estas un gimnasio con cuota aparte a la de la mensualidad hospitalaria. Tenía establecidas además 83 delegaciones, atendidas por un médico, a lo largo de la Isla. La quinta Covadonga, del Centro Asturiano, tenía 23 pabellones y disponía de cien delegaciones en el país, Tampa, Oviedo y Avilés. En La Benéfica, del Centro Gallego, prestaban servicio 54 médicos y 104 enfermeros y auxiliares de un total de 280 empleados, y 105 profesionales atendían en Covadonga 26 especialidades.
La Asociación Canaria era menos boyante que los centros arriba mencionados, y su casa de salud en la finca La Mora, en la loma de San Juan, en Arroyo Apolo, más pequeña. Auspiciaba a 50 delegaciones en cinco provincias, menos en la de Oriente, y mantenía servicios médicos, de laboratorio y de farmacia en su edificio social de Prado No. 208. Más pequeña aún era la quinta Castellana, de la asociación de igual nombre para las dos Castilla, con edificio social en Egido No. 504 y servicio médico quirúrgico en el sanatorio Santa Teresa de Jesús, en Arroyo Apolo.
Las casas de salud eran solo una arista en el transcurrir de esos centros regionales. Dependientes, en su palacio de Prado esquina a Trocadero, auspiciaba bailes y otras actividades sociales, contaba con sala de juegos pasivos y biblioteca, así como un salón de esgrima y participó en numerosas competiciones deportivas. Su centro escolar, en la Calzada de Buenos Aires, tenía una matrícula de más de mil estudiantes.
El Centro Gallego mantenía la escuela Concepción Arenal, un conservatorio y una academia de Bellas Artes en Prado esquina a Dragones, en un edificio que fue la antigua sede social del centro. Unos 150 ancianos, carentes de recursos, radicaban de manera permanente en su casa de salud. En cuanto a su palacio… le criticaba Alejo Carpentier «su arquitectura de pastel», pero cualquier ciudad del mundo se sentiría orgullosa de contar con un edificio como el del antiguo Centro Gallego, que se asoma al Paseo del Prado, frente al Parque Central. Los estudiosos hablan del eclecticismo, sus elementos neobarrocos, neoclásicos, del renacimiento francés, del rococó español… Mezcla que regala, desde 1915, una imagen armoniosa y monumental en una zona de privilegio de La Habana. Grandiosa es también la arquitectura del Centro Asturiano, ocupado hoy por las salas europeas del Museo Nacional. Sufragó esta asociación muchas actividades sociales y auspició la escuela Jovellanos y un hogar de ancianos, como también lo tuvo la Asociación Canaria.