Lecturas
En estos días estuve dos veces en Guanajay, la llamada Atenas de Occidente, con su iglesia consagrada a San Hilarión, sus 26 puentes, su teatro Vicente Mora, en vías, al fin, de reparación, que trajo a la localidad los cánones estéticos del Teatro de la Ópera, de Berna, y el café-restaurante El Niágara, con sus históricos portales y un exquisito arroz con pollo que llevó el nombre de la casa y que ya no es sino un recuerdo cada vez más difuminado. Lo curioso de esta villa, fundada, se cree, en 1650 y que en un momento cubrió una jurisdicción que se extendía entre Santiago de las Vegas y Bahía Honda, es que desde 1827 a la actualidad ha formado parte de cuatro provincias diferentes. Más curioso aún resulta que allí nacieron dos figuras excelsas del arte lírico cubano: Zoila Gálvez, una voz que encantó al mundo, al decir del poeta Miguel Barnet, y la soprano Margarita Díaz, una mulata espectacular que hizo en Europa la mayor parte de su carrera y vivió muchos años en Atenas, donde llegó a cantar en la fiesta de 15 de la futura reina Sofía de España, entonces princesa de Grecia.
Guanajay es asimismo la tierra natal de María Teresa Vera, la autora incombustible de Veinte años, y de la célebre Macorina, una mujer que se empeñó en llevar la vida a su manera, y que en determinado momento quiso borrar o conseguir que se olvidara su pasado desenfrenado y que quizá en el intento de hacerse perdonar sus pecados donara, sin revelar su identidad, dos valiosos jarrones a la iglesia de San Hilarión que todavía se conservan en el altar mayor de dicho templo.
—«Hoy se hace difícil saber exactamente cómo fue esta mujer… Quizá sea preferible que cada cual construya su propia Macorina, victoriosa o vencida. Seguidora de su sueño, víctima de su tiempo y de sus circunstancias, tal vez un poco de ambos», dice la historiadora Gilda Guimeras, ex directora del museo municipal de Guanajay.
¿Quién fue realmente esa mujer de la que ya hablamos en esta página en otras ocasiones y que motivó el estribillo aquel de «Ponme la mano aquí, Macorina», presente tanto en la pegajosa melodía que interpretaba Abelardo Barroso con la orquesta Sensación, como en el poema musicalizado de Alfonso Camín que cantaba la mexicana Chabela Vargas? Gilda Guimeras trató de rastrear su vida hasta donde pudo, pues como siempre sucede, afirma, «cuando la realidad se va desdibujando, sus espacios vacíos los llena la leyenda».
Lo que Gilda sí pudo constatar, con la fe de bautismo y el correspondiente libro de nacimientos a la vista, es que se llamó María Constancia Caraza Valdés, y que el nombre de María Calvo Nodarse, con el que a veces se le alude, no fue más que un alias. Nació en 1892, en el hoy desaparecido número 15 de la calle Calixto García.
Casi hasta ahí llegan las certezas de la historiadora. Lo demás se sume en sombras y contradicciones. La familia que en Guanajay le queda a la Macorina no quiere hablar sobre la picante historia de su antecesora. Uno de los sobrinos, interrogado por Gilda, asegura que nada sabe acerca de la casa de la calle Galiano, cerca del mar, desde donde la tía salía todas las tardes, desafiante, al timón de su automóvil. La recuerda, sí, en el lujo de algunas de sus residencias de las calles Marina, Vapor o Jovellar, junto a un esposo rico, «quizá puesto en escena para sus familiares, del que no hemos tenido ninguna otra noticia».
Se dice que la Macorina, a espaldas de su familia o raptada por su novio de entonces, llegó a La Habana con 15 años de edad. De cualquier manera, no haría huesos viejos con su prometido: lo sacó de su vida en cuanto el hambre comenzó a apretarla en la habitación que compartían en un solar capitalino. Sabía ella lo que buscaba y constató bien pronto que su frescura juvenil y aquel rostro que relucía como una moneda recién acuñada, vendidos al mejor postor podían proporcionarle la vida que ambicionaba. En 1958, diría al periodista Guillermo Villarronda, de la revista Bohemia: «Más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero y suplicantes de amor».
¿Fue así realmente lo del hombre que la sedujo? «Su natal Guanajay ha guardado su imagen de joven seducida y luego, en consecuencia, repudiada por todos, sin más alternativa que marchar a La Habana para prostituirse», afirma Gilda Guimeras. Añade enseguida la investigadora: «Pero nunca faltaron quienes no suscribieran la piadosa versión diciendo que era solo una cabeza loca, de las que nunca faltan».
Quedan sin respuesta en el relato otras interrogantes. ¿Era fea o bonita María Constancia Caraza Valdés? ¿Era fina y educada o por el contrario soez y grosera? Su casi imperceptible cojera, ¿fue en verdad consecuencia de un accidente automovilístico?
—«En cuanto a su belleza existen opiniones. Siempre di por sentado que sería notoria, pero hace poco oí que más bien era fea. Poseemos, por suerte, una fotografía para que cada cual saque sus conclusiones. De su trato exquisito, que le abrió muchas puertas y la dejó alternar, sin mayor desentono, con personas de rango, he oído alguna anécdota. Ahora escucho que no, que cuando iba en el carro piropeaba a los hombres de una forma soez. Educada o grosera, no falta quien afirme que llegó a ser amante del ex presidente José Miguel Gómez, y que por esa causa estuvo involucrada en manejos políticos y hasta en algún apuro, cosa que, a estas alturas, tal vez nunca lleguemos a saber con certeza», precisa Gilda.
¿Y la cojera?
Se dice que un mal día fue atropellada por el automóvil que guiaba un hombre sobradamente rico que, para desagraviarla, le obsequió otro. De ahí, junto con la cojera, le nació su pasión por la velocidad y la manía de pedir a cada uno de sus amantes un automóvil de regalo. Conducía ella misma. Aunque hay quien lo pone en duda, muchos aseguran que fue la primera cubana que obtuvo el permiso para conducir. Tuvo, desde luego, algunos choferes a su servicio, entre ellos Fernando López de Mendoza y Scull, que no demoraría en dedicarse a la actuación e interpretaría un popularísimo gallego en nuestro teatro bufo.
En esto mi informante tiene también sus dudas. Afirma: «Lo que no queda claro es si cojeaba un poco debido al accidente, como siempre he leído, o como resultado de un balazo que le disparó un amante, como escuché hace poco».
La decadencia de la Macorina comenzó poco antes de 1940. La crisis mundial de 1929 había golpeado duro a la economía de la Isla; los precios del azúcar andaban por el suelo y no era nada próspera la situación del país. El general José Miguel Gómez había muerto de pulmonía en 1921 y la mayoría de aquella docena de hombres anegados de dinero y suplicantes de amor, de antaño, estaban arruinados o demasiado viejos. Y también empezaba a envejecer la Macorina. Las puertas y las billeteras dejaron de abrirse ante su reclamo y donde antes recibía afecto y dinero, empezó a recibir solo excusas.
«Pudo capear la crisis vendiendo lo vendible: nueve automóviles, cuatro casas, joyas y pieles caras traídas desde Europa —comenta Gilda—. Tuvo que resignarse a regentear una casa de citas, en la que no vivió, y adonde una vecina recuerda que acudía discretamente en auto».
Residió durante años en una casa de huéspedes en Centro Habana. Allí la localizó en 1958 el ya aludido Guillermo Villarronda. El periodista tuvo que conformarse con conversar con una pulcra señora de la tercera edad, vestida con ropas de colores blanco y negro, como una viuda que guarda medio luto. Nada de historias escabrosas. Sí que, entre otros famosos, pudo conocer personalmente a Carlos Gardel.
Habló María Constancia del hombre que, siendo ella muy joven, la hizo abandonar el pueblo natal, y del arrepentimiento que le provocaba a esas alturas aquel tremendo error que cometió por hacerse de una vida mejor. Tenía un viejo sueño, y así lo confesó al periodista: el de repartir muñecas entre todas las niñas. Aseguró que durante su vida había sido feliz y desgraciada al mismo tiempo; tan feliz y desgraciada como lo era también en ese momento en que se sentía «acompañada en soledad», quizá por los fantasmas de los viejos conocidos cuyos nombres se negó a mencionar en la entrevista.
Lo interesante de esta historia es que los vecinos de aquella anciana limpia y ordenada, sin vicios conocidos salvo una afición desmedida y aparentemente inocente por el sedatusín, un jarabe con acciones antitusivas (que calma o suprime la tos), broncodilatadora y sedante, hecho a base de codeína, efedrina y fenobarbital y cuyo uso prolongado produce dependencia, era la famosa Macorina de antaño.
Murió, víctima de un ataque cardiaco, el 15 de junio de 1977. Poco antes de fallecer, dice la Guimeras, hizo un par de encomiendas a Casimira Lamas, confidente y vecina: que la enterrara vestida de amarillo y que no revelara nunca su identidad, pedido este que, desde luego, no pudo ser cumplido al pie de la letra. La mujer que, al volante de su cuña «colorá», fuera el escándalo habanero de los años 20, celebrada por músicos, poetas y pintores, mimada y arropada por un presidente de la República y una docena de poderosos, fallecía en la miseria y el olvido.
Resume Gilda Guimeras al hablar sobre una época en la que las mujeres empezaron a rasurarse las axilas y el perfume de moda se llamó Virgen Loca:
«Fue una gran atrevida… Vive en nuestro imaginario no como aquella dama que el tiempo se empeñó en legarnos, sino como una estampa de los movidos años 20, década en la que el mundo perdió su compostura para hacerse moderno y Cuba comenzó a buscar su identidad en sones y guarachas.
«Años en los que algunas cortaron sus cabellos, encogieron sus faldas y acabaron lanzándose —a veces de cabeza y a gran velocidad— a ocupar un espacio por siempre reservado al sexo masculino, y al que ya nunca más quisieron renunciar».
¿Y Zoila Gálvez y Margarita Díaz, las divas de las que hablamos al comienzo de la página? Quedan para otra ocasión. Por el momento, chirrín. Se acabó el espacio.