Lecturas
Una joven pareja de estudiantes universitarios me intercepta en la calle. Leyeron la página que el domingo anterior dediqué a la Manzana de Gómez y quieren saber más sobre Julián de Zulueta y Amondo, el connotado negrero que planeó la construcción de ese edificio. Desean asimismo que abunde en detalles de los atentados de que fueron víctimas dos de los dueños posteriores, Andrés y José Gómez Mena; sucesos sangrientos a los que pasé por arriba en la página del pasado día 5, pero a los que aludí con cierta extensión hace ya algunos años en este mismo espacio.
En esa cuerda, esto es, la de la muerte violenta, hay algo que no dije antes y referiré ahora, aunque, para jugar limpio, debo precisar de inmediato que ni yo mismo sé si se trata de un hecho real o no es más que una leyenda. ¿Se suicidó René López, el infortunado poeta de Barcos que pasan, en un restaurante de la Manzana de Gómez?
Las historias de la literatura y los diccionarios biográficos aseguran que falleció en la casa familiar, a los 27 años de edad, con el organismo, ya de por sí precario, devastado por la mala vida, la bohemia trashumante del café, el diario trasnochar en las redacciones de los periódicos y el hábito incontrolable de la morfina. La voz popular, sin embargo, afirma que se suicidó. Lo hizo de un modo original.
Su padre era un acaudalado empresario tabacalero que quiso ver en el hijo el continuador de su negocio, pero René prefirió concentrarse en la poesía y sumirse en la lectura de buenos libros. Nada quería saber el joven de números ni de mantas y tercios de tabaco y no tardaron en manifestarse los encontronazos entre padre e hijo. La situación fue soportable mientras vivió la madre del poeta, un espíritu sensible y comprensivo que le dio apoyo y aliento. Pero al morir ella la tirantez llegó a tal extremo que René decidió abandonar la casa paterna.
Y aquí viene la incógnita. ¿Regresó al hogar a fin de morir junto a su padre? ¿Se privó de la vida en la Manzana de Gómez?
Se dice que una noche entró en un restaurante de la Manzana, un espacio que ocuparía después un café muy popular, El Salón H, comió como un príncipe y pidió un coñac para rematar la cena. Lo mezcló con el cianuro que llevaba en un frasquito y pidió la cuenta. Dijo al camarero que se la trajo:
—Dígale al dueño que esta comida la va a cobrar en el infierno. Y tranquilamente se bebió el tósigo.
La prensa habanera del 13 de mayo de 1909 y los días subsiguientes, convencida tal vez por el padre de René, guardó un discreto y respetuoso silencio sobre la causa verdadera del fallecimiento de aquel muchacho dulce, delicado y de ojos azules. Cien años después del suceso persiste el misterio. ¿Muerte natural o suicidio? Ahí se los dejo.
Don Julián de Zulueta y Amondo era «un filtro»; le sabía un mundo al negocio. Fue propietario de seis ingenios azucareros y llegó a ser posiblemente el más grande comerciante de esclavos en el siglo XIX cubano, con representaciones en Londres y en Cádiz. Tuvo sin embargo luz larga suficiente para ver que el futuro de la industria azucarera pasaba por las transformaciones tecnológicas, para las que se preparó con la adecuación de sus fábricas de azúcar a las reformas que vendrían. Como estaba convencido de que la esclavitud se aboliría más tarde o más temprano, pensó Zulueta y Amondo en cómo se sustituirían los brazos que aportaban los negros a la zafra azucarera, e inició, en 1847, la trata de chinos. Se percató también de que los más poderosos hacendados y tratantes de esclavos debían contar con un periódico para influir en la opinión pública. Fue así que adquirieron el Diario de la Marina y lo convirtieron en su vocero.
Fue Zulueta uno de los accionistas del ferrocarril de Marianao y asumió por su cuenta y riesgo la construcción del ferrocarril de Caibarién a Zaza. Supo agenciarse el derribo de las Murallas de La Habana. Una importante calle de la capital de la Isla lleva su apellido, al igual que una pequeña ciudad de la región central del país. En esa localidad villaclareña nació, digámoslo de paso, el pintor Carlos Enríquez. La calle habanera se llama oficialmente, desde 1909, Agramonte, nombre que se le ratificó en 1936, pero esa denominación jamás ha arraigado entre los habaneros, que continúan llamándola Zulueta. Son notables las contribuciones de Zulueta a La Habana en materia de beneficencia y obras públicas. Se sabe que desaprobó el fusilamiento de los estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871. Pero fue un integrista acérrimo que, por su cuenta, llegó a reclutar hombres en España para enfrentarlos a los mambises. En plena Guerra de los Diez Años, el sanguinario Conde de Valmaseda le consultó sobre el manejo de la insurrección, y Zulueta le dijo: «A los cubanos conviene darles todo, menos la independencia».
Zulueta y Amondo nació en Anúcita, Álava, España, el 9 de enero de 1814 y murió en La Habana, el 6 de mayo de 1878. Se casó tres veces y tuvo 14 hijos.
La Corona española lo honró con los títulos de Marqués de Álava y Vizconde de Casa Blanca. Fue coronel de Milicias y coronel de Voluntarios. Cónsul del Real Tribunal de Comercio. Consejero de la Administración de Hacienda. Regidor y teniente alcalde de la ciudad en numerosas ocasiones, y alcalde de La Habana en 1860, 1870, 1874 y 1876. Diputado a Cortes por Álava, en 1876. Senador vitalicio del Reino. Gobernador político interino de la Isla. Un hombre tan importante no pudo tener una muerte más vulgar. Falleció a consecuencia de la caída de un caballo.
Todos sus hijos y nietos salieron de Cuba tras el fin de la Guerra de Independencia, en 1898. Se instalaron en España, donde casi todos se emparentaron con figuras de mucho relieve en la política y las finanzas peninsulares. Solo permaneció en la Isla Enrique, el más pequeño de los hijos de Zulueta.
Los autores que consulté en busca de información sobre la Manzana de Gómez no se ponen de acuerdo sobre de quién fue la idea de construir ese edificio, uno de los más grandes de La Habana de entonces. Y se contradicen asimismo en cuanto al porqué los Zulueta no pudieron concluirlo. Unos aseguran que fue el mismo Zulueta y Amondo quien dispuso su construcción; otros atribuyen a sus hijos esa responsabilidad. Se dice, por una parte, que el Marqués de Álava desistió del empeño de ver terminado el edificio porque tenía todo su dinero demasiado comprometido en numerosas empresas, entre estas la muy costosa del ferrocarril Caibarién-Zaza. Y se afirma, por otra parte, que fueron sus hijos, arruinados, los que decidieron no proseguir los trabajos constructivos.
No hubo tal ruina, por lo menos en lo que toca a la rama cubana de la familia Zulueta. Su nieto Julián de Zulueta y Bessón, hijo de Enrique y único descendiente del patriarca establecido en Cuba, llegó riquísimo a 1959, y aquí, siquitrillado, pero con un altísimo nivel de vida, que se le respetó, siguió viviendo durante muchos años, hasta que ya muy mayor y casi al filo de la muerte su familia insistió en llevarlo junto a ella al extranjero.
Guillermo Jiménez, en su libro Los propietarios de Cuba; 1958, da a Zulueta y Bessón categoría uno entre los ricos de la época. Era dueño de dos centrales azucareros y de cuatro entidades bancarias, entre estas el Banco Continental. Poseía además una fábrica de fertilizantes, otra de envases de vidrio, un aserrío, una colonia cañera y numerosos bienes inmuebles. Un hombre de excelente formación profesional: abogado, licenciado en Ciencias Económicas, matemático…
Con Zulueta y Bessón sucedió algo similar que con «Chinie» Tarafa, heredera de otra de las grandes fortunas de Cuba. Triunfó la Revolución y mientras sus familiares y amigos salían de la Isla, Chinie decidió permanecer en La Habana, en su gran casa del antiguo reparto Country Club, hoy Cubanacán, y con sus millones en dólares —era accionista de la Fiat—, aunque no del todo ajena a las contingencias del país. Baste decir que contrajo matrimonio por primera vez en la Catedral habanera, con las paredes del templo tapizadas, de arriba abajo, de gardenias. La segunda vez lo hizo en un pelado salón de la fortaleza de La Cabaña, donde su marido de entonces cumplía condena por delitos contrarrevolucionarios.
En el imaginario popular se tiende todavía a identificar a José Gómez Mena como el hombre más rico de Cuba. Nunca lo fue, ciertamente, aunque sí figuró siempre entre los más ricos, junto a los Lobo, los Rionda, los Falla Gutiérrez… y su nombre, como cabeza de la fortuna familiar, pasó a ser sinónimo de opulencia y poder. En manos del clan Gómez Mena se hallaban grandes extensiones de tierra y no menos de 500 casas y edificios de apartamentos, así como cuatro centrales azucareros que todavía en 1959 situaban al grupo entre los primeros productores de azúcar cubano. Su residencia de la calle 17 esquina a E, en el Vedado, que traspasó luego a su hermana, la condesa de Revilla de Camargo, y que desde hace años es la sede del Museo Nacional de Artes Decorativas, es verdaderamente fastuosa, y su mansión de la avenida 146 del Country Club sirvió de escenario a recepciones espléndidas, como la ofrecida al rey Leopoldo, de Bélgica. El parentesco, gracias al matrimonio de Lilliam, su única hija, con los Fanjul, emparentados a su vez con los Rionda, fortaleció su posición. Liam, su única nieta, hija de Lilliam y Alfonso Fanjul, se casó en 1955, con solo 17 años de edad, con Norberto Azqueta. Fue la boda más sonada de la época: tres de los más poderosos grupos azucareros se unían en los jóvenes desposados.
Pero a lo que iba. Los atentados de que Andrés y José Gómez Mena fueron víctimas en la Manzana. Andrés se metió con la mujer de un relojero catalán y el marido ofendido le pasó la cuenta. Fue un asunto de faldas. Otro fue el motivo del atentado que puso a José al borde de la muerte.
Ángel Machado Palomino trabajó durante años para Gómez Mena y el magnate azucarero decía tenerlo como su hombre de confianza. Cuando por el vencimiento de una hipoteca adquirió el central Resolución, en Quemado de Güines, pidió a Machado Palomino que lo pusiera a punto. Por los años que el ingenio llevaba inactivo y sus tierras abandonadas, se trataba de una empresa titánica y, en pago, el patrón prometió al empleado hacerlo su socio, palabra que no cumplió llegado el momento pese a las reclamaciones de Machado Palomino, que se vio obligado a renunciar. Exigió este entonces una compensación de 200 000 pesos y tuvo que salir del juego con solo 10 000. Por eso juró vengarse, y en la mañana del 29 de enero de 1951 lo esperó en los portales de la Manzana, lo siguió hasta el interior del edificio y al grito de «Así te quería coger», le metió tres balazos en la caja del cuerpo.