Lecturas
Hace mucho tiempo que quería escribir sobre la fonda cubana, aquel establecimiento gastronómico donde, mal que bien, se comía por unos pocos centavos y que existió hasta la llamada ofensiva revolucionaria de marzo de 1968. Comercio pequeño, popular, que en el escalafón culinario estaba por encima de la fonda de chinos y por debajo del más modesto de los restaurantes. Un local generalmente abierto a la calle, con un mobiliario heterogéneo y manteles manchados de grasa y en los que, a diferencia de otras casas de comida, las mesas no eran exclusivas y ningún vestuario desentonaba.
Las fondas mantuvieron viva la tradición de la cocina cubana y no pocos grandes chef se iniciaron en estas. Platos habituales de la fonda cubana eran la carne asada y el pargo frito, con su carne blanca y fina, y el picadillo a la habanera, donde el timbal de arroz se corona con un huevo frito y se orla con una cadeneta de melosos platanitos orinegros. Muy recordadas son las célebres «completas» que se ofrecían, como aquella que en un solo plato incluía arroz blanco, frijoles negros y picadillo, con el añadido de dos platanitos de fruta, u otra, más cara, que sustituía el picadillo de la propuesta anterior por una generosa rueda de boliche de res asado y mechado con tiras de entreverado de cerdo.
Si no había dinero para tanto, bastaba al cliente ordenar un sopón al que podía añadirse aceite a discreción, pues las aceiteras de cristal, panzudas y de bocas estrechas, estaban siempre, al igual que las azucareras, al alcance de la mano del comensal.
No había, en lo esencial, diferencias entre la oferta de la fonda cubana y la de los chinos. Ambas trabajaban la línea de la cocina criolla e incluían en su menú no pocos platos de la cocina española e internacional. Lo que se conoce como comida china, y que incluye platos de la cocina de cuatro regiones de ese gran país asiático, no entraba en la carta de las fondas cubanas ni aun en aquellas regenteadas por chinos. Muy recurrida eran en unas y otras toda la gama de los arroces amarillos, las llamadas ensaladas de estación, las viandas fritas o hervidas y los potajes. La pata y panza. Toda la carne de res se identificaba en las fondas como de palomilla, cuando en verdad, la mayor parte de las veces, se trataba de cañada o boliche, y no quedaban fuera platos como el caldo gallego y la fabada asturiana.
El origen de las fondas en Cuba se pierde en la noche de los tiempos. Vienen desde los comienzos de la colonización, cuando se impuso la necesidad de alimentar y dar alojamiento a marineros y viajeros que tocaban los puertos cubanos. Es la fonda española que deriva hacia la fonda criolla. Sí puede precisarse el origen de las fondas de chinos. Lo hace el narrador Leonardo Padura en un reportaje que publicó hace muchos años en estas mismas páginas.
Dice Padura que en 1858, Cheng Leng, un asiático que tenía fama de sagaz y malicioso y portaba documentos a favor de Luis Pérez, abrió una pequeña casa de comidas en Zanja esquina a Rayo. Su ejemplo fue seguido por Lan Si Ye, nombrado Abraham Scull, quien inauguró también en la calle Zanja un puesto de frituras, chicharrones y frutas. Poco después en la calle Monte abrió sus puertas la bodega de Chin Pan (Pedro Pla Tan), el tercer comerciante chino registrado en la historia de la Isla.
A partir de entonces, dice Padura, en los alrededores de las calles Dragones, San Nicolás y Rayo comenzaron a asentarse una serie de chinos vendedores ambulantes de viandas, frutas, verduras, carne, prendas, quincallería y loza… Había nacido el barrio chino de La Habana.
Las fondas por lo general estaban provistas de ventiladores de techo, que no alejaban el calor, pero espantaban las moscas, que eran también comensales ávidos de esos lugares. Las de chinos contaban con reservados para familias; espacios que se aislaban del salón mediante un biombo. Ya fuera una fonda cubana o de chinos, su propietario, al solicitar la licencia que le permitiría operar, la declaraba como «figón», esto es, un establecimiento comercial, taberna o fonda, de ínfima categoría. De esa manera abonaba al fisco la menor cantidad de dinero.
Claro que una fonda por lo general nacía y moría en sí misma. Pocas veces lograba el propietario allegar el dinero que le permitiera ampliar su negocio y crecer. O le faltaba empuje para hacerlo.
No a todos. En 1945, José Sobrino y su esposa Elvira abrieron una pequeña barra con comida en la calle Egido esquina a Acosta, en La Habana Vieja, y lo bautizaron con el nombre de Puerto de Sagua. Pese a su relativamente privilegiada ubicación —frente al Gobierno provincial y cerca de la Estación Central de Ferrocarriles— el local tenía mala sombra. Quebraban todos los comercios que allí se instalaban.
A Sobrino y su esposa, sin embargo, les fue bien, y tres meses después adquirían una casa vecina y la convirtieron en fonda especializada en cocina marinera. Como las cosas seguían yendo cada vez mejor, el matrimonio decidió ampliar aún más su negocio y adquirieron los comercios menores que se encontraban a su alrededor. Con la ampliación del local, Puerto de Sagua se hizo más atractivo y acogedor y, lógicamente, aumentó su clientela. El progreso continuó sin interrupciones. En 1953, el bar-restaurante estrenaba nuevo mobiliario y nueva decoración y se climatizaban sus salones. Un restaurante especializado en mariscos que capitalizaba en su beneficio los años de experiencia de José y Elvira Sobrino en Isabela de Sagua.
Ellos en 1922 abrieron un hotel en esa localidad de la región central de la Isla. La existencia transcurría allí plácida y rutinaria hasta que el 9 de diciembre de 1944 un incendio arrasó el edificio, perdiéndose en pocas horas el esfuerzo de muchos años. Para hacer más angustiosa la tragedia, el inmueble no estaba asegurado. El espíritu de lucha se sobrepuso a la desgracia y en los planes de José y Elvira se alzó la idea de venir a La Habana y abrir un restaurante especializado en mariscos, aunque para ello tuvieran que transitar por el oscuro peldaño de la fonda cubana.
Puerto de Sagua sigue siendo un acreditado restaurante. La Bodeguita del Medio comenzó también como una fonda, y ya sabemos en qué se convirtió. Antes de que la Bodeguita fuera la Bodeguita, en la trastienda, Armenia, la esposa de Martínez, el propietario, cocinaba el almuerzo para dos o tres clientes.
No se puede hablar de la gastronomía popular cubana si no se mencionan las fritas, las frituras, los tamales sin y con picante, los batidos de fruta, el sándwich, los chicharrones, el guarapo y el café con leche.
La poetisa Rafaela Chacón Nardi trazó esta vívida imagen de época: «Proliferaban los timbiriches y puestos fijos en que se ofertaban pan con tortilla, papas rellenas, tamales o chicharrones. Como bebestibles abundaban el guarapo, la limonada, el refresco de tamarindo o de melón, el café… En carretillas se vendían frutas en tongas piramidales… las deliciosas naranjas de China (peladas y previsoramente colocadas sobre bloques de hielo de modo que el cliente las disfrutara bien frías. En cuanto a los helados… podían adquirirse en los carritos que a toda hora recorrían los barrios capitalinos, aunque para los habaneros no había helado más delicioso que el que se hacía en los puestos de chinos. Su oferta abarcaba toda la gama de los frutales del trópico».
El sándwich cubano pudiera registrarse como marca. Se elabora y se expende en muchos países bajo ese rubro. Pero ninguno llega a la chancleta de nuestro delicioso emparedado, esa combinación prodigiosa de lascas de jamón magro, lonjas delgadas de carne de cerdo asada y fría, rodajas de pepino encurtido y queso en el panecillo apropiado, de agua, si se trata del sándwich, para que se deshaga en la boca, y suave y ligeramente dulce si es una medianoche. Verlo preparar, con el lunchero moviendo rítmicamente los cuchillos, es toda una obra de arte.
De Sebastián, el fritero, hablamos ya en esta página. Muy famoso fue en la ciudad de Cienfuegos el chino Julio, con su cocina móvil estratégicamente situada en el Paseo del Prado entre Santa Clara y Dorticós, frente a la desaparecida planta eléctrica y a media cuadra del Teatro Luisa, lo que le garantizaba una clientela segura a la salida de cada función.
Otros friteros habaneros también dignos de elogio, fueron mujeres. Fina Siré llegó a tener fama y una sólida clientela en los portales del café León, en la calzada de 10 de Octubre, entre Estrada Palma y Luis Estévez, en la Víbora. También otra mujer cuyo nombre desconozco que instaló su puesto de fritas en 24 esquina a 25, en el Vedado, donde estaba la bodega, y además bar-cafetería, La Guajira. Allí vendía también papas rellenas y croquetas y, los domingos, pan con lechón, ya que mandaba a asar un puerco a la panadería Las Villas, en la calle 17 entre 16 y 18, también en el Vedado.
Era la señora además una experta en la elaboración de tamales. Tres tamaleros pregonaban por las calles sus productos al grito de «¡Pican y no pican!». Cargaban los tamales en latas de cinco galones que habían contenido manteca y que tenían una tapa apropiada, o en latas de galleta. A esas latas se les ponía por encima una agarradera de alambre y ese alambre se forraba con un pedazo de manguera para que no cortara o causara molestias en las manos. La mayor parte de los días, los tres tamaleros debían regresar a 24 y 25 a recargar sus latas ya que a veces en la cantina de una bodega o en algún bar conseguían colocar toda la mercancía.
Sin contar que La Guajira era una fuente inagotable de clientes. Porque a partir de las cinco de la tarde sus parroquianos que habían consumido ya sus dosis de cerveza, ron o aguardiente, necesitaban echarse algo sólido en el estómago para seguir bebiendo. Una clientela muy diversa. Desde médicos y abogados hasta sepultureros y fabricantes y pulidores de bóvedas en el cercano Cementerio de Colón.
En una ocasión Justo Rodríguez Santos, uno de los diez poetas incluidos por Cintio Vitier en su antología de 1948, invitó a cenar a Enrique Núñez Rodríguez. Le prometió que comería el mejor bisté de La Habana, superior incluso al bisté con mojo crudo que vendían en Las Maravillas, en la plaza del Cristo, un restaurante famoso por su cocina. Insistió en que el lugar donde llevaría al amigo era fabuloso, increíble, fantástico. El día de la cena, Núñez Rodríguez se vistió de saco y corbata. Sería una ocasión memorable. Rodríguez Santos lo recogió en su carro y lo llevó a 23 y 12. Se bajó del automóvil y señaló un humilde puesto de fritas con un letrero que anunciaba: «Pan con visté, 30 centabos».
—Pruébalo y olvídate de la ortografía —comentó muy serio Rodríguez Santos.