Lecturas
No era extraño en la Cuba de ayer que una figura honesta y aun con fama de incorruptible, se volviera un bandido en cuanto accedía a un cargo público, elegible o no. Tampoco resultaba extraño que alguien con fama ya de malversador y ladrón llegara a la Cámara o al Senado e incluso a la más alta magistratura de la nación. Ni que después de todo un período de tropelías lograse verse reelegido en su alto cargo. Raro podrá parecer que alguien que hubiese cumplido condena por asesinato llegara al Parlamento. Pero sucedía. Tal fue el caso de Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas.
Se dice que ese sujeto es el único hombre en Cuba que fue inhumado de pie. A petición suya, se le enterró asimismo con una pistola en cada mano y un billete de 100 pesos en el bolsillo. Varios crímenes jalonaron su existencia. Estaba casado con María Teresa Zayas, hija del primer matrimonio del presidente Alfredo Zayas.
A María Teresa Zayas la eligieron al Senado en dos ocasiones. La segunda vez desempeñó su mandato de principio a fin entre 1944 y 1948, pero la primera renunció, en 1942, cuando llevaba dos años en el cargo. Lo ocupó entonces Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas, su suplente, y todo quedó en familia. En el 44, cuando ella volvió a llegar al Senado, Rodríguez Cartas ganó un acta de Representante a la Cámara, y lo reeligirían en 1948.
Ella conoció al que sería su marido en una visita al Castillo del Príncipe, donde Rodríguez Cartas cumplía sanción por el asesinato, en 1917, de Florencio Guerra, alcalde provisional de Cienfuegos. No era ese ciertamente su primer crimen, pues en 1911, y también por asesinato, lo condenó la Audiencia de Santa Clara. Tampoco sería el último: el 3 de mayo de 1950 cosería literalmente a balazos, en el edificio América, de la calle Galiano, al también representante a la Cámara Rafael Frayle Goldarás.
En 1944, cuando la extensa hoja penal de Rodríguez Cartas hacía vacilar a muchos, fue precisamente Frayle Goldarás quien allanó las dificultades para que la Cámara validara la elección del siniestro personaje. No puede precisar este escribidor la relación que existió entre ambos, pero en determinado momento Goldarás entregó a su compañero de hemiciclo una gruesa suma de dinero para que le aceitase el camino con vistas a los comicios generales de 1952, elecciones que en definitiva frustraría el golpe de Estado del 10 de marzo. Se empeñaba Goldarás en permanecer en el Parlamento. Pronto, sin embargo, desistió de su propósito y quiso, como es lógico, que Rodríguez Cartas le devolviese su dinero.
Se lo reclamó durante un encuentro, convenido o casual, que tuvieron en la oficina política del senador Armando Dalama, en el edificio aludido. Rodríguez Cartas no pareció dispuesto a devolvérselo y la discusión subió de tono. Insistió Goldarás y solo consiguió los balazos que su colega le metió en la caja del cuerpo.
A la salida del inmueble, un policía quiso detener al asesino, que llevaba aún la pistola en la mano.
—¡Usted no puede detenerme! Soy el representante a la Cámara Eugenio Rodríguez Cartas y me ampara la inmunidad parlamentaria —dijo al vigilante, imperativo, y se perdió en la tarde.
Rodríguez Cartas fue acusado formalmente y el Tribunal Supremo de Justicia remitió a la Cámara un suplicatorio para que se le retirara la inmunidad y pudiera ser juzgado. No sin esfuerzo se consiguió el lunes 26 de junio que ese cuerpo colegislador se reuniera para aceptar o rechazar el documento del Supremo. Efectuado el pase de lista y comprobado el quórum, con 70 diputados presentes, su presidente, Lincoln Rodón, declaró abierta la sesión. Dos personajes ajenos a la Cámara, los senadores José Enrique Bringuier y «Santiaguito» Rey estaban también en la sala. Con discreción más o menos velada abogaban porque los diputados hicieran oídos sordos a la voz de la justicia, triste misión, diría un reportero de la época, que desempeñaban a plena voluntad.
Enseguida, el representante Radio Cremata evocó al colega asesinado, «su innata caballerosidad, su afán conciliador y el excesivo celo reglamentista que animó sus días de parlamentario», pero expresó su seguridad de que la Cámara accedería al suplicatorio en cuanto conociera de las deudas que Rodríguez Cartas tenía contraídas con la justicia.
Se hizo oír entonces Alfredo Izaguirre Hornedo para pedir que la sesión se declarase secreta, como era habitual cuando el tema comprometía la moral de un parlamentario. Se sacó a votación la propuesta; la mayoría se pronunció por la puerta cerrada y una vez que fueron sacados del hemiciclo los asistentes a las tribunas del público, la prensa, los secretarios, los ujieres y los taquígrafos, comenzó la lectura del documento judicial. No escatimaba el juez instructor los antecedentes del victimario ni escamoteaba detalle alguno sobre el suceso del edificio de la calle Galiano. El ambiente se tornó tenso, angustioso. Los que intentaban tirarle el manto protector al asesino se revolvían ansiosos en sus escaños y miraban nerviosos los relojes.
A la hora del debate solo cuatro representantes se pronunciaron por retirar la inmunidad a Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas. Fueron el ya aludido Cremata (liberal) el socialista Aníbal Escalante, el ortodoxo Manuel Bisbé y Teodoro Tejeda, del Partido Auténtico. Curiosamente, nadie pidió que se votara en contra del suplicatorio. No hacía falta. Los empecinados en frustrar la acción de la justicia confiaban en que funcionarían a la perfección los amarres anteriormente concertados.
Se exigía la votación nominal para pronunciarse a favor o en contra del documento del Supremo y comenzó el relator a leer lentamente, uno por uno, los nombres de los legisladores, que respondían con un sí o con un no al pase de lista. Ocurrió, sin embargo, lo inesperado. Confiados en su superioridad numérica, los partidarios de Rodríguez Cartas abandonaban el hemiciclo a medida que votaban sin percatarse de que ponían el quórum en riesgo. Así fue. Cayó el quórum y un campanillazo del presidente Lincoln Rodón anunció que se suspendía la sesión. Sin acuerdo.
Una nueva sesión quedó convocada para el día siguiente, temprano en la mañana. No estaban esa vez los senadores Bringuier y Rey. Pero a la puerta del hemiciclo, la ex senadora María Teresa Zayas, esposa de Rodríguez Cartas, pedía a cada uno de los representantes que votaran en contra del suplicatorio.
Tuvo eco. De 72 parlamentarios que acudieron a la cita, 62 le arrojaron el salvavidas al asesino y convirtieron la inmunidad en impunidad.
Aun así, Rodríguez Cartas puso agua de por medio y se refugió en la República Dominicana, a la vera del sátrapa Rafael Leónidas Trujillo, cuyos intereses servía en Cuba. Pocos meses después de la muerte de Frayle Goldarás, sería parte principal en el secuestro en el reparto Sevillano, de La Habana, del líder obrero dominicano Mauricio Báez, sacado de Cuba en secreto y servido en bandeja de plata al dictador del bicornio de plumas sin que nunca se precisara su destino, que es de suponer.
Si usted pregunta a alguien mayor de 70 años quién era Benito Remedios Langaney, responderá, de manera sintética, que era un animal. Un día en que venía de Pinar del Río le cayó a tiros a su propio automóvil porque el vehículo se encangrejó en la carretera.
Durante los muchos años en los que fue representante a la Cámara, solo en una ocasión pidió la palabra en el parlamento. Se la concedieron y sus compañeros de hemiciclo aguardaron ansiosos su estreno como tribuno. Entonces se irguió en su escaño, carraspeó, miró hacia un lado y hacia otro, balbuceó frases ininteligibles y volvió a sentarse. «Remedios pidió la palabra y la perdió», expresó no sin humor Carlos Márquez Sterling, que presidía ese cuerpo colegislador.
Parco en el decir, el hombre era, sin embargo, elocuente en los hechos, sobre todo en lo que a la compra-venta de votos se refería. Dinero mediante no solo se hacía elegir, sino que hizo elegir asimismo a su esposa y a su hermana y, en el momento de su muerte, se empeñaba en hacer elegir también a su hijo. Benito Remedios tenía una divisa electoral infalible y convincente. Decía: «Pago el doble que cualquiera».
En verdad lo pagaba y rastreaba hasta el último quilito el dinero invertido. Nadie podía darle la mala y mientras otros políticos cubanos displicentes, como José Manuel Alemán, entregaban sin contarlas gruesas sumas a sus sargentos políticos, Remedios no solo sabía con exactitud lo que daba, sino que al final había que rendirle cuentas.
En vísperas de las elecciones parciales de 1950 fueron a visitarlo tres o cuatro caciques del habanero barrio de Colón con el fin de garantizarle votos en la zona. A cambio, querían cargos en el Estado.
—No, cargos no; los necesito para mí. Díganme el dinero que quieren y la cantidad de votos que me prometen y tal vez lleguemos a un arreglo —les dijo.
Como las células se cotizaban entonces a diez pesos y eran 500 los sufragios prometidos, el negocio redondeaba la bonita cantidad de 5 000 pesos. Pero Remedios les entregó solo 2 500, y aclaró:
—Los 2 500 restantes se los daré el 2 de junio, cuando aparezcan esos 500 votos en las urnas.
Como el día en cuestión únicamente aparecieron 300, Benito Remedios zanjó el asunto con 500 pesos.
Militó en el Partido Conservador, en el Conjunto Nacional Cubano, en la Coalición Socialista Democrática, en el ABC, en el Partido Republicano… Cambiaba de filiación política con más facilidad que de camisa. Y su presencia en el parlamento era uno de sus tantos negocios. Lo confesó paladinamente: «Siendo legislador me ahorro los impuestos que me “comería” el fisco si fuese particular».
Porque Benito Remedios Langaney era dueño del central azucarero Río Cauto, en Oriente, y de la compañía ganadera Adelaida; de 126 fincas rústicas en cinco de las seis provincias de la Isla y de la empresa piñera La Cubanita; de varias haciendas ganaderas en Las Villas y Camagüey y de colonias que rendían 25 millones de arrobas de caña por zafra. Era el mayor productor de la piña cubana y uno de sus más grandes exportadores…
Y lo mataron por querer evadir una multa de tránsito.