Lecturas
Tarde, muy tarde, tardísimo concedió España la autonomía a Cuba. La «solución» que, dice el historiador Oscar Loyola, hubiera sido medianamente viable hasta el 24 de febrero de 1895, quedó marginada del panorama de la Isla al comenzar ese día la Guerra de Independencia, que promovía un cambio social abrupto y definitivo. En 1898, tras tres años de lucha en la manigua, la alternativa histórica se movía, precisa Loyola, entre el mantenimiento del régimen colonial y la creación de un Estado nacional sin cortapisas. La autonomía vendría solo a apuntalar los restos cada vez más desmantelados del régimen vigente a fin de asegurarle una lentísima evolución. Por eso la combatieron por igual los independentistas que los españoles más integristas y recalcitrantes. Los primeros, porque no garantizaba su sueño de una Cuba libre. Los segundos, porque veían en el tímido accionar de los autonomistas la antesala de la independencia y la pérdida del control que hasta ese momento ejercían sobre la Capitanía General y en la situación de la Colonia.
Expresa Oscar Loyola que el Gobierno autonómico, a pesar de sus notables esfuerzos por encabezar el país, estaba condenado históricamente al fracaso en la fecha en que asumió el poder (1ro. de enero de 1898). Era imposible que desplegase una labor exitosa cuando se sabía que la solución del problema insular pasaba por el mambisado o, en su defecto, por la intervención norteamericana en la guerra, que ya se veía venir dado el interés creciente de Washington por La Habana.
Se dice que, a esas alturas, los autonomistas eran también conscientes del fiasco al que se abocaban, a sabiendas de que ninguna de sus leyes iba a arraigar ni implantarse en un país asolado por la guerra. Fueron al gobierno, como quien va al martirio, con la intención de tratar de conservar el cadáver de la Colonia. Por eso al Palacio de Villalba, frente a la Plaza de las Ursulinas, donde instalaron sus «poderes», la gente le llamaba la cámara frigorífica, mientras que en voz muy baja cantaba al ritmo de una rumba de cajón:
Como a Cuba de este día
No se le importa la bulla
Dice que esa autonomía
De España es la autonosuya.
De mía, de cubana, no tenía nada. Y sí mucho de española.
Dos grandes bloques políticos se estructuraron en la sociedad insular tras el fin de la Guerra de los Diez Años (1878): el Partido Liberal, llamado después Liberal Autonomista, y el Partido Unión Constitucional. Ambas agrupaciones rechazaban la independencia y existieron hasta 1898. Se nutrían de elementos de la burguesía, pero mientras Unión Constitucional nucleaba a los «buenos españoles», el Liberal Autonomista se presentaba como el de los «buenos cubanos». En verdad, nunca representó a la nación ni fue un partido de masas. Su militancia fue siempre exigua y al final llegó a ser calamitosa (tenía 259 miembros en 1895). Más importante que el número de sus afiliados fue el peso de las ideas que sustentó, pues sus críticas al colonialismo español influyeron en la sociedad cubana de su tiempo. En sus filas se contaron figuras del relieve intelectual de Miguel Figueroa, José Antonio Cortina, Raimundo Cabrera y Eliseo Giberga, sin olvidar a Enrique José Varona, que lo abandonaría para sumarse a la causa de José Martí. Rafael Montoro fue su ideólogo emblemático. Defendía la teoría de un cambio evolutivo, no revolucionario, de la sociedad cubana.
Si los de la Unión Constitucional, preferidos y protegidos por el régimen, tenían como divisa el saqueo y la expoliación de la Colonia, los autonomistas pretendían que la Isla fuese vista por Madrid como una región especial de España que se regiría por leyes que se promulgarían de acuerdo con sus necesidades, aunque contribuiría al presupuesto de la Corona. Se mantendría la figura del Capitán General y habría una cámara de diputados con miembros electos en Cuba y también designados por España, así como un Presidente de Gobierno asistido por sus secretarios de despacho. Con la autonomía, Cuba seguiría siendo española. Negaba la posibilidad de la independencia. Pese a lo valioso de su prédica, se empataba en eso con Unión Constitucional. Martí le llamó «el partido de la equivocación permanente».
Hacia 1893 pareció que España facilitaría ciertas modificaciones en el estatus político de la Isla. Nada se hizo porque en Madrid los conservadores, en alianza con los elementos más obstinados de Unión Constitucional, aplazaron primero e impidieron después su presentación en el Parlamento. Otro proyecto más recalcitrante, el plan Romero-Abárzuza, fue aprobado en 1895, pero no se aplicó. La Revolución de Martí trazaba nuevos derroteros.
Desde los inicios de la Guerra de Independencia, el Partido Autonomista expresó su apoyo a España y su condena de la lucha armada. Siguió abogando por la autonomía, mientras que el Partido Reformista, fundado en La Habana en 1893, clamaba por la aplicación de las exiguas reformas del plan Romero-Abárzuza. En 1898, tres años de lucha situaban a España entre la espada y la pared. Propiciaba cambios o perdía a Cuba para siempre. El nombramiento de Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña Plata, como capitán general de la Isla, en noviembre de 1897, fue un alivio para los autonomistas. Debía poner en vigor el Real Decreto que autorizaba el régimen autonómico en Cuba y Puerto Rico.
Federico Villoch guardaba un recuerdo vívido de aquel 1ro. de enero de 1898 cuando se instauró en Cuba el Gobierno autonómico y que fue tema de una de sus Viejas postales descoloridas.
A las dos de la tarde de aquel día se hallaba el escritor en la sastrería de Modesto Alonso, en la calle Obispo entre Aguacate y Villegas (acera de los pares) cuando escuchó, cada vez más cercanos, toques de clarines, chocar de cascos de caballos sobre el adoquinado de la calle, sonar de sables, voces… A poco pasaba ante el establecimiento, en el coche de lujo de Palacio, el Capitán General en persona. Lo seguían su ayudantía y miembros de su Estado Mayor, todos de gran gala, con vistosos uniformes y bicornios, plumas, galones dorados y cruces. Detrás, cerrando la comitiva, una tropa de caballería.
Marchaba el Gobernador hacia el aristocrático Palacio de Villalba a fin de proclamar y dar posesión al Gobierno autonómico, y lo hacía, recordaba Villoch, con una cara de pesadumbre y desencanto que daba grima vérsela. Cumplía una orden y nada más. Presentía, como todos, la inutilidad del esfuerzo y lo tardío del procedimiento. Para lo que tal Gobierno iba a durar más valía haber dado marcha atrás para, sentado tranquilamente en uno de los butacones del Palacio de la Plaza de Armas, esperar el curso de los acontecimientos.
La Constitución autonómica estableció un Parlamento bicameral: el Consejo de Administración y la Cámara de Representantes. Algunos diputados eran electos y otros, designados por España. Eran tantos los requisitos para ejercer el sufragio que la mayoría de la población tenía vetado ese derecho. Por encima de esos dos cuerpos estaba el Capitán General, que podía disolverlos, y tenía entre sus facultades la designación de los secretarios de despacho. José María Gálvez fue nombrado presidente del Gobierno y en manos de los autonomistas quedaron todas las carteras, menos dos que correspondieron a miembros del Partido Reformista. Unión Constitucional no tuvo representación en el gabinete.
Trabajó aquel Gobierno en la elaboración de aranceles y presupuestos locales, determinó las relaciones mercantiles entre Cuba y España, si bien debían ser aprobadas por Madrid, atendió la administración municipal y la provincial, se preocupó por la educación, en particular la primaria… Medidas todas necesarias, puntualiza el historiador Oscar Loyola, pero que no comprometían el dominio español sobre Cuba. Pocas semanas después de su instauración estallaba en el puerto habanero el acorazado norteamericano Maine. Toda la gestión del Gobierno autonómico estuvo matizada por la entrada de los Estados Unidos en la guerra de Cuba contra España, lo que lo llevó a mantener su apoyo a ultranza a la metrópoli y a la condena de la intromisión extranjera. El control que pudo ejercer no sobrepasó nunca los límites de la capital cubana.
Federico Villoch, que cubrió día a día como reportero el acontecer del Gobierno autonómico, dice que aquello fue, más que todo, una academia en que la oratoria cubana ofreció pruebas indiscutibles de sus méritos. Hubo, en candentes e interesantes sesiones, tardes inolvidables de intensa emoción que ponían de manifiesto la alta cultura y el saber de aquellos autonomistas, a los que más que políticos, Villoch califica como intelectuales de la política.
Sin embargo, el Palacio de Villalba y el Gobierno mismo evidenciaban una provisionalidad asombrosa. Faltos de calor popular, eran escasos los asistentes a sus tribunas públicas y todas las tardes funcionarios y periodistas salían del edificio con la duda de que las sesiones se reanudaran al día siguiente.
Ciertos detalles no pasaban inadvertidos para un observador atento como Villoch y que demostraban a las claras lo inestable de oficinas y despachos instalados sin orden y a la carrera.
Estanterías de libros que permanecían totalmente desocupadas, escritorios mal situados, amplias habitaciones de aquel enorme y lujoso palacio completamente vacías, sin una silla siquiera. Sobraba casa o faltaban muebles, y no había prisa por traerlos. El eco resonaba en pasillos y salones. Todo respondía a la indiferencia ante una situación pasajera, apunta Villoch. No obstante, la alta moralidad y prestigio de Rafael Montoro, ministro de Hacienda, no dejaba pasar una sola cuenta sin cobrar ni el gasto más insignificante sin su justificación correspondiente. Pese a ocupar altos cargos ya en la República —fue embajador y ministro en varias ocasiones— Montoro llegó a la vejez y a la jubilación sin un centavo. Los habaneros hicieron una colecta para que pudiera morir en casa propia.
Porque si algo no faltó en esos hombres de «esperanza sin ocaso», como se les llamó, fue honradez en los siete u ocho meses de incertidumbre y de recelo en que creyeron que regían los destinos de Cuba. Sobrevinieron la declaración de guerra de los Estados Unidos a España, el bloqueo de los puertos cubanos por la Marina de ese país, la intervención norteamericana en la guerra, el desastre de la flota del almirante Cervera, la rendición española… Cuando cesó la soberanía de España en la Isla todos ellos tenían las manos limpias. Su «pecado» fue de otra índole: no tuvieron fe en su pueblo.