Lecturas
Participó en más de 500 combates y recibió 19 heridas de guerra. Estuvo en las tres guerras y sobresalió también por su sentido de la disciplina. Secundó la Protesta de Baraguá e inició la Guerra Chiquita en el sur de Oriente. Padeció las cárceles españolas y, al fugarse de estas por segunda vez, sufrió toda suerte de privaciones en el largo periplo de dos años que lo llevó a Argelia, Francia, Estados Unidos y Jamaica antes de que pudiera viajar a Panamá a fin de reencontrarse con su hermano. Ya en Cuba, al iniciarse la Revolución del 95, quedó aislado de su grupo y vivió una verdadera odisea antes de encontrarse con un pequeño destacamento mambí. Por la impetuosidad en sus cargas contra el enemigo y su valor a toda prueba mereció el sobrenombre de El León de Oriente.
El nombre del mayor general José Maceo está bien escrito en la historia y también en la leyenda. Nació en Majaguabo, San Luis, Oriente, el 2 de febrero de 1849. El 5 de julio de 1896, durante el combate de Loma del Gato, un impacto de bala en el centro del pecho lo derribó del caballo. Lo condujeron a la finca Soledad, en Ti Arriba, donde murió cuatro horas después.
Sus hazañas, que lindan con lo inverosímil, ocultan a veces al hombre sencillo, sentimental y candoroso que solían evocar sus compañeros en la manigua.
Ya hablamos en esta misma página (24 de junio, 2004) de su resistencia al matrimonio y de los inconvenientes que con delicadeza y tacto tuvo que vencer, en Costa Rica, Enrique Loynaz del Castillo para que José accediese a la voluntad de Antonio y llevara al fin al altar, antes de viajar a Cuba, a la muchacha con la que mantenía relaciones.
Dice Loynaz en sus memorias, que la oposición de José Maceo no era tanto al matrimonio como a los sacerdotes españoles, como el que oficiaba en Nicoya, donde Antonio Maceo, al frente de un grupo de oficiales cubanos, se empeñaba en llevar adelante una colonia agrícola en tierras cedidas por el Gobierno costarricense. Tampoco le gustaban las complicaciones de confesión y comunión que el matrimonio traería consigo. Las consideraba, simplemente, como «guanajadas». Cedió José, sin embargo, ante los argumentos de Loynaz y este, para no concederle la oportunidad de arrepentirse, lo condujo de inmediato a presencia del cura a fin de que ultimara los preparativos de la boda.
Al fin y al cabo la cosa no sería tan complicada como José suponía, pero aún así el sacerdote quiso hacerle dos o tres preguntas como mera fórmula de compromiso. Inquirió primero sobre la fe cristiana del novio y ante la respuesta afirmativa de José el sacerdote deslizó su interrogatorio hacia el espinoso campo de los mandamientos. La conversación avanzó sin tropiezos hasta el quinto precepto.
Preguntó el cura entonces:
—Por supuesto, hijo mío, que nunca habrás cometido el pecado de matar. Y ahí mismo José perdió la compostura.
—Mire, padre, se necesita ser un guanajo para preguntarle eso a un hombre que ha estado diez años en la guerra.
Asegura Enrique Loynaz del Castillo en sus Memorias de la guerra que solo por la ventana se libró el sacerdote de la ira del general cubano.
Con paciencia logró Loynaz limar las asperezas entre el enviado de Dios y el guerrero. El cura se tranzó con los 25 pesos que le prometieron y que le evitarían el penoso viaje a Roma en busca de dispensa para el pecado mortal del cubano.
Pudo así anunciarse la boda y la colonia, con el general Antonio a la cabeza, se dio cita en casa de la novia en la fecha convenida. Llegó el sacerdote y en un susurro preguntó a Loynaz quién era el padrino de «la fiera». Como lo sería el propio Loynaz, le pidió que se colocara al lado del novio, lo mismo hizo la madrina con la novia y comenzó la ceremonia, que transcurrió de prisa y concluyó en un decir amén. A Loynaz del Castillo le pareció demasiado corta la boda y se lo hizo saber al cura.
—¿Y qué más quiere por 25 pesos? —preguntó el sacerdote, que en ese momento recibió su dinero y se marchó por donde mismo había venido sin esperar la champaña que se ofrecía a los convidados.
El amor por la música es una de las facetas menos conocidas del general José Maceo. Durante mucho tiempo se dijo que en cierta ocasión compuso él mismo la música de una marcha. Lo que está fuera de toda duda es que fue el organizador de la única banda de música con que contó el Ejército Libertador en la provincia de Oriente. Los músicos de esa agrupación, ya finalizada la Guerra de Independencia, formaron parte de la banda municipal de Santiago de Cuba y en esa nueva etapa estuvieron también bajo la dirección del maestro Rafael Inciarte, que ya los había dirigido en la manigua.
Para José Maceo, sus músicos eran sagrados. Se cuenta que en un combate, un jefe intermedio colocó a la banda en un lugar de peligro. El general José rectificó de inmediato la orden. Con su tartamudeo característico, dijo a su subordinado:
—Sepa usted que los músicos son aquí insustituibles. Si a usted lo matan, yo tengo con quien reemplazarlo de inmediato. Si me matan a mí, ocurriría lo mismo con solo correr el escalafón. Pero si muere uno de los componentes de la banda, ¿con quién y cómo vamos a reemplazarlo?
Se quejaba a menudo de que sus músicos interpretaran por lo general la música del enemigo.
—Estoy cansado de oír pasodobles españoles —dijo en una ocasión a un corneta.
Fue entonces que tarareó, con ironía, algunos compases y el músico, que había cogido al vuelo la idea y captado lo imperioso del comentario, se puso a trabajar de inmediato en el asunto. Un pasodoble de tema cubano que tituló La estrella de Oriente y dedicó al general José Maceo, «cabeza de la Revolución». Cuando la pieza estuvo lista, corrió el músico a tocarla en presencia del jefe mambí. José la escuchó con atención y al final tarareó algunos compases de un toque de corneta y preguntó al compositor si le parecían bien para añadirlos a lo que había creado. El hombre sumó esos compases a la introducción de su pasodoble y los repitió en el curso de la melodía.
Como el compositor en cuestión era además instructor de corneta difundió esos compases, que se convirtieron en diana mambisa en casi todos los campamentos orientales.
José Maceo se sintió complacido y cada vez que aludía a La estrella de Oriente decía de manera invariable: «Mi marcha».
Pero la marcha no era del todo suya. Su autor fue el corneta santiaguero Sotero Sánchez, a quien en la manigua apodaban El Cadete. Bien entrado el siglo XX, Sotero vivía todavía en Santiago de Cuba y seguían llamándole por el sobrenombre que ganó en la contienda, aunque un cadete de más de 70 años esté ligeramente pasado de edad.
El escritor Rafael Esténger lo entrevistó en 1937 para la revista Carteles, de La Habana.
Precisó entonces que aquellos compases fueron la única contribución de José Maceo al pasodoble. Si, con orgullo, el General le llamaba «Mi marcha» era porque en definitiva él se la había dedicado.
Recordaba El Cadete al General como un hombre enemigo de toda ceremonia. Rudo, pero candorosamente sincero; cariñoso con su tropa. Tan temerario como afectuoso. En los momentos de mayor peligro del combate solía acercarse a algunos de sus subordinados para cuidarlos y aconsejarlos y evitar así que se expusieran inútilmente.
«Me trataba como si yo fuera de su tamaño», dijo Sotero Sánchez a Esténger, y evocó que el héroe le preguntó una tarde si recordaba el baile de los «convenidos»; fiesta que auspiciaron en Santiago de Cuba los «convenidos» del Zanjón, esto es, los que le aceptaron a España el convenio o pacto de ese nombre que interrumpió el curso de la Guerra Grande. Un baile de guayaberas criollas y espadones coloniales. Sotero ciertamente lo recordaba. Lo presenció, siendo niño, en una casa situada frente a la plaza santiaguera de Dolores. El General interrogó al músico:
—¿No te parece que ahora vuelvan a dar otro baile de «convenidos»?
Sotero protestó y dijo con optimismo:
—No me parece, General.
Pero José quedó pensativo y triste, presa quién sabe de qué presentimiento.
Cuando tocaban retreta cada tarde, el jefe insurrecto no se acercaba a los músicos. Sentado en la hamaca, con la barba en la mano, permanecía pensativo. Parecía meditar hondamente al compás de la música, explicó Sotero Sánchez y refirió, aunque nos parezca extraño, que existían entre los componentes de aquella banda mambisa celos, resentimientos y rivalidades.
La cadena de victorias de José Maceo parecía indetenible; su estrella parecía indeclinable. Después de su ascenso a Mayor General, el 28 de abril de 1895, quedó al frente de los regimientos Moncada y Crombet, con los que empezó a conformarse una división cuya jefatura asumió y cerró el año con cerca de 20 combates victoriosos. Y entre enero y julio del año siguiente repitió la victoria en otras nueve batallas.
Ocupaba la jefatura del Primer Cuerpo del Ejército Libertador, cuando el 20 de octubre de 1895 su hermano Antonio, antes de partir a la Invasión hacia occidente, le entrega además el mando del Segundo Cuerpo, con lo que queda al frente de toda la provincia oriental. El general en jefe Máximo Gómez ratifica la decisión, pero el Consejo de Gobierno nombra para ese cargo al mayor general Mayía Rodríguez. José se niega a entregarle el mando sin una orden expresa de Gómez, y permanece en su puesto hasta fines de mayo, cuando lo traspasa a Calixto García. Queda entonces como jefe del Primer Cuerpo.
De esa etapa hay un hecho que Sotero Sánchez, El Cadete, recordaba de la manera más vívida en su encuentro con Rafael Esténger. Es el 20 de abril de 1896. Se libra el combate del ingenio El Triunfo. Cuando la batalla se inclinaba ya a favor de los cubanos, el teniente coronel Enrique Thomas avisa a El Cadete que el general José quiere verlo.
El músico se acerca a su jefe con el bombardino en la mano, y desde su caballo el General ordena:
—¡Cadete! ¡Toque mi marcha!
El enemigo se bate ya en retirada; está perdido cuando el pasodoble de Sotero Sánchez irrumpe en el fragor del combate. Primero, los toques de clarín, los que dictara el propio General; después, la marcha enérgica, marcial, cubana. De pronto, una voz poderosa grita junto a la banda de músicos: «¡Viva el general José Maceo!», y un coro inmenso responde con un «¡Viva!» que llena el campo de batalla. La victoria sonríe a las armas mambisas. Flamea la bandera cubana desgarrada y alegre en el asta torcida por el viento.