Lecturas
Longina es una de las piezas más populares de la trova tradicional cubana. Lo que quizá muchos no sepan es que se trata de una canción escrita por encargo. Su autor, Manuel Corona, no conocía a la mujer que se la inspiró. En verdad, la vio solo una vez antes de componerla. Fue suficiente.
Historia de esta historiaEl solar habanero de Las Maravillas, donde residía María Teresa Vera, se fue convirtiendo en un lugar emblemático de la música cubana. Todos los domingos, por la mañana, se daban cita allí los grandes de la trova: Graciano Gómez, Oscar Hernández, Corona... hasta que aquellas peñas se hicieron habituales.
En una ocasión, exactamente el 8 de octubre de 1918, llegó a aquella cuartería el ya célebre periodista Armando André. Lo acompañaba una negra deslumbrante por su personalidad y belleza. Una mujer vistosa, distinguida, a la que era imposible dejar de mirar, siquiera de soslayo. Tanto André como su acompañante vestían con elegancia. Hacían una bonita pareja.
André se acercó a Corona y le pidió que compusiese una canción inspirada en su amiga. Preguntó entonces el trovador el nombre de la muchacha. Se llama Longina... Longina O’Farrill, respondió el periodista, y Corona, sin pensarlo mucho, repuso a su vez que la tendría en unos días y le sugirió que volviera a la semana siguiente para que la escuchara.
En efecto, el domingo 15 la canción estaba lista y Corona dio a conocer en el solar Las Maravillas la que sería una de sus melodías más recordadas.
«En el lenguaje misterioso de tus ojos/ hay un tema que destaca: sensibilidad./ En las sensuales líneas de tu cuerpo hermoso/ las curvas que se admiran despiertan ilusión,/ es la cadencia de tu voz tan cristalina/ tan suave y argentada de ignota realidad/ que impresionado por todos tus encantos/ se conmovió mi lira y en mí la inspiración...».
André, ¿Quién eres tú?Armando André termina la Guerra de Independencia con grados de Comandante del Ejército Libertador. Es un hombre decidido y de probado valor personal, como lo demostró en su intento de ajusticiar al sanguinario capitán general Valeriano Weyler. Para ello, abrió un túnel que cruzó por debajo de la calle, alcanzó el palacio de gobierno, en la Plaza de Armas, y avanzó hasta situarse bajo el despacho del gobernador. Colocó allí una bomba. El artefacto hizo explosión, pero Weyler salió ileso del atentado.
Ya en la República, se bate muchas veces a duelo, cuatro de ellas con el político italo-cubano de filiación liberal Orestes Ferrara. Milita André en el Partido Conservador y toma casi como una diversión atacar al presidente José Miguel Gómez como gobernante y en el orden personal. Miguel Mariano sale en defensa de su padre y el encuentro a tiros que sostiene con André lleva a ambos a la cárcel. Amigos y colaboradores cercanos al mandatario le piden que disponga la libertad de su hijo. José Miguel no solo se niega a hacerlo, sino que, como cubano, pide al juez actuante que imparta justicia sin tomar en cuenta quiénes son los protagonistas del incidente.
Armando André sería la primera víctima política de la dictadura de Gerardo Machado. Desde que asume la Presidencia de la República, el 20 de mayo de 1925, Machado, mostrándose tal cual era sin recato alguno, pone de manifiesto los dos rasgos más sobresalientes de su estilo de gobierno: el autoritarismo y una enfermiza demagogia moralista y puritana. Lo primero lo lleva a situar supervisores militares en muchos de los departamentos del Estado. Lo segundo, hace que ordene la persecución de infelices prostitutas en un intento por acabar con la prostitución.
Esas medidas le granjean la crítica de gran parte de la prensa de la época. Lo combaten con vigor tanto Heraldo de Cuba, diario de los liberales que siguen a Carlos Mendieta, como La Discusión, de tendencia conservadora. También censura sus medidas el Diario de la Marina, mientras que otros periódicos, aun reconociéndole sus buenas intenciones, lo llaman a la moderación. Pero de todos ellos, el más virulento en su actitud contra el gobierno es El Día, fundado el 1 de junio de 1925, presumiblemente con dinero del general García Menocal, y que dirige el comandante Armando André.
Menocal y André son viejos amigos. El periodista colaboró con el militar durante sus tiempos en la Presidencia de la República y se dice que, desde la Junta de Subsistencia, en 1918, ambos hicieron buenos negocios especulando con la miseria y el dolor del pueblo. Digo esto a fin de que el lector se percate de que el combativo periodista era un hombre inescrupuloso y de turbios antecedentes.
Sus críticas a Machado en El Día son groseras y lindan con el chantaje, y el mandatario no demora su respuesta. Manda a sus adversarios, por vías indirectas, amenazas de muerte. Los directores del Diario de la Marina y de Heraldo de Cuba recogen pronto el guante y embarcan rumbo a Estados Unidos; el 22 de junio, el primero, y el 11 de agosto, el otro. El 14 de agosto el periódico La Discusión denuncia el intento fallido contra la vida de su director, Tomás Juliá. Armando André, sin embargo, no ceja en sus diatribas y hace burlas de las amenazas. Olvida que Machado no es José Miguel, aquel guajiro de Sancti Spíritus de vista demasiado gorda y manga demasiado ancha, cuando quería, y que atrás quedaron los tiempos del liberalismo romántico del gallo y el arado.
La vida privada de un Presidente y su familia no puede ser sometida a discusión, advierte Machado a amigos y enemigos, y Armando André da un nuevo corte a sus artículos. Exalta las virtudes reales o supuestas de la familia presidencial mientras acusa al Presidente de llevar una vida licenciosa y disipada. No le faltaba razón. Machado era, ciertamente, un viejo libidinoso.
El día 16 de agosto se pasa de rosca cuando hace publicar en su periódico una caricatura en la que se ve a Machado, disfrazado de Don Juan, desplomado en el suelo, mientras que una mujer joven le dice: «Ya vuestras fuerzas no están para tales menesteres. Ya no estáis para galán, fantasías y mujeres...».
Machado, como casi todos los dictadores, alardea de su virilidad. Aquello es más de lo que puede soportar y Armando André tiene contados sus días.
Llega así el 20 de agosto de 1925. André, tras su faena en el periódico, pasa una buena velada en el restaurante El Ariete, en San Miguel y Consulado, la casa del mejor arroz con pollo de su época en La Habana, sitio además de reunión obligada de escritores, periodistas, actores y músicos, tanto cubanos como de los que están de paso por la Isla. Ya en su domicilio, en la calle Concordia, no puede abrir la puerta. Tupieron con jabón el hueco de la cerradura. Trata André, en vano, de forzarla. En la acera de enfrente, desde la casa marcada con el número 116, que quedó vacía el día anterior, dos o tres individuos lo observan hasta que deciden no esperar más y lo acribillan a perdigonazos. Machado cumple ese día tres meses exactos en el poder.
El hecho indigna a todos los sectores sociales. Se acusa a Machado como inductor y responsable del asesinato. Protesta la prensa y periodistas como Sergio Carbó y Fernández de Castro lo condenan abiertamente. Lo condena asimismo Julio Antonio Mella. Pero el suceso hace aparecer en la vida cubana a un personaje que no demorará en extenderse como la verdolaga: el apapipio. En una práctica que se repetirá luego muchas veces, centenares de guatacas acuden durante dos largos meses al Palacio Presidencial a fin de desagraviar a Machado por las acusaciones de que fue objeto.
El trovadorManuel Corona, el autor de Longina, falleció en La Habana, a comienzos de 1950. En una crónica que publicó por entonces en el periódico El Nacional, de Caracas, y que tituló Un año que llega y un trovador que se va, Nicolás Guillén contó los últimos días del artista. Murió en una oscura habitación del cabaret Jaruquito, tuberculoso, en la mayor miseria. Poco antes el poeta y el músico se habían encontrado por casualidad en uno de los cafés situados frente a la Estación Central de Ferrocarriles. No se veían desde hacía mucho, cuando la enfermedad no había comenzado aún a devastar su cuerpo. Guillén lo encontró flaco, flaquísimo, con los ojos hundidos, el mentón en proa, la voz cavernosa. Lo invitó a una copa que el músico bebió ávidamente, con mano temblorosa.
—Un día quiero verte. Me gustaría cantarte las viejas cosas. Yo soy el autor de Santa Cecilia, de Longina... ¿No te acuerdas?
Corona no estudió música, pero tocaba la guitarra maravillosamente y componía con una facilidad pasmosa. No poco de lo que escribió se perdió en el viento, entre tragos de ron barato y tazas de café. Solo con nombres de mujer legó más de noventa canciones (Mercedes, Aurora, La Alfonsa...) y dedicó unas treinta a su fiel compañera la guitarra. María Teresa Vera fue una de las mejores intérpretes de su música.
A su entierro asistió solo un grupo reducido de amigos. Los de siempre: Sindo Garay, Pancho Majagua, Rosendo Ruiz, Tata Villegas, Gonzalo Roig, que despidió el duelo... Poco antes de morir expresó su último deseo: café y guitarras. Por eso, cuando la comitiva fúnebre regresó del cementerio de Marianao, Sindo invitó al grupo a su casa a fin de cumplir la voluntad del difunto. Y allí los fieles compañeros entonaron sus viejas melodías entre tazas humeantes de café negro.
Escribía Nicolás Guillén en su crónica:
«(...) La desaparición de este modesto músico vernáculo denuncia nuevamente esa grotesca antinomia que existe entre la vida y la muerte de nuestros artistas populares, aplastados por una sociedad ciega “que mata a un hombre del mismo modo que hiela una manzana”. Vivos, se les desconoce y hasta desprecia; muertos, se les exalta ruidosamente y, como si el tránsito fuera un nacimiento, surgen a una nueva vida: la vida que tanta falta les hiciera cuando vivían en realidad.
«¿Quiénes que hoy gastan millares y millares de dólares en lujos inútiles, llegaron nunca hasta la tenaz miseria del trovador para poner en ella la realidad de una dádiva decorosa, o la dádiva, aunque fuera irreal, de una promesa? ¿Cuántos de los que hoy pregonan el mérito de aquel sencillo forjador de belleza se le acercaron antaño para musitar en sus días de angustia lo que hoy gritan batiendo el parche hipócrita, junto al caído? ¿Corona? ¡Bah! Era apenas un mulato guitarrero...».
¿Y Longina?Longina O’Farrill, por su parte, contaba por aquellos días:
«A la una de la mañana tocaron a mi puerta para darme la noticia de la muerte de Manuel y eso me hizo una horrible impresión. Estaba y le estaré agradecida. Corona ha muerto, pero la mujer que le inspiró una de sus mejores canciones está viva y lo recordará sin cesar. En cierto modo él me inmortalizó. Hubiera querido estar a su lado en el momento en que lanzó su último suspiro. Yo sabía que se hallaba enfermo, y sabía también que no se cuidaba, que se había entregado a la bebida, sin importarle su estado físico. Puedo decir que Corona se suicidó, porque si se hubiera cuidado habría vivido un poco más...».
Longina fue niñera de Julio Antonio Mella y de su hermano Cecilio. Ella les enseñó las primeras palabras que aprendieron a pronunciar en español pues la madre les habló siempre en inglés. Con la familia de Julio Antonio hizo varios viajes a Estados Unidos, afirma Christine Hatzky en su biografía del líder estudiantil.
No se sabe si tuvo relaciones amorosas con Manuel Corona; sí una buena amistad. Diez años después de haber compuesto su primer canto a Longina, el trovador le dedicaría otra canción, La rosa negra. Pieza esta rescatada del olvido gracias a la memoria prodigiosa del compositor santiaguero Walfrido Guevara, que la escuchó una vez y terminó cantándosela un día a su autor que ya la había olvidado.
Longina murió en La Habana. En 1988 sus restos fueron trasladados a Caibarién para que descasaran para siempre junto con los del trovador que la inmortalizara.