Lecturas
Las últimas armas que recibió Fulgencio Batista para apuntalar su ya tambaleante dictadura le vinieron de la República Dominicana y de la Nicaragua de Somoza. Lo primero es bastante conocido: fueron aquellas carabinas San Cristóbal que, en el fragor de la lucha, a veces funcionaban y otras no. Lo segundo se supo no hace mucho tiempo, cuando se revelaron documentos que obran en los fondos de Cuban Heritage Collection, de la Universidad de Miami.
El ex dictador estaba indignado. Había llegado a sus oídos el rumor de que el general Francisco Tabernilla Palmero (Silito), a quien había visto nacer y que se desempeñó, hasta el 31 de diciembre de 1958, como su secretario privado y jefe de la División de Infantería destacada en el campamento de Columbia, se había atrevido a escribir a Anastasio Somoza Debayle, jefe de la Guardia Nacional de Nicaragua, para aconsejarle acerca de la actitud que se debería asumir sobre la invasión de Olama y Mejillones, protagonizada por Pedro Joaquín Chamorro al frente de un centenar de hombres, en junio de 1959. Batista se había enterado que Tabernilla Palmero sugirió a Somoza que cortara el flujo de víveres, ropas y medicamentos hacia la zona insurgente y le había dicho, como si Somoza tuviese necesidad de que se lo dijeran, que «la represión contra los involucrados en hechos conspirativos deberá ser tan imparcial y tan severa como las circunstancias lo requieran».
No era, sin embargo, un rumor lo que al ex mandatario cubano llegaba hasta la lejana Funchal, en las islas Madeiras. El mismo Tabernilla Palmero se encargaría de rectificarlo. «La carta a Somoza no es rumor. Le acompaño la copia. Se la hice al contemplar a su país invadido, para que no fuera a incurrir en los mismos errores que nosotros cometimos», le aclara el secretario respondón a Batista en una misiva fechada el 8 de noviembre de 1959. Dice además: «Usted sabe que yo mantenía amistad con él [con Somoza Debayle] y no podía olvidar que cooperó decididamente con nuestro Ejército...».
Tabernilla Palmero refresca la memoria de su antiguo jefe: Le dice que, cuando ya en los meses finales del gobierno batistiano, solo quedaban dos mil balas de 37 milímetros, llamó a Somoza Debayle y «al día siguiente aterrizaba en Ciudad Militar un avión de la NICA con cuatro mil balas para los tanques». Añade: «Por cierto que usted dio un crédito de 40 mil pesos para ese pedido, pero no se pagó oportunamente».
En resumen, Somoza, que fue derrotado por los sandinistas en julio de 1979, envió a su colega en desgracia 30 tanques T-17 con 90 ametralladoras, 16 mil balas para cañón de 37 milímetros, un millón de balas calibre .30, bombas de napalm y bombas de fragmentación de 500 y mil libras. Una bonita remesa.
Silito era uno de los miembros más conspicuos del clan de los Tabernilla. Su padre era el jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas cubanas. Uno de sus hermanos, comandó la Fuerza Aérea del Ejército, mientras que otro desempeñaba también un importante cargo. Tío político suyo era el general Alberto Ríos Chaviano, el carnicero del cuartel Moncada, en 1953. Estaba al frente del Regimiento Mixto de Tanques de Columbia cuando, al ocurrir el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957, acudió en auxilio del dictador, lo que le valió el ascenso a general de brigada y la jefatura de la División de Infantería, aunque aquel día los blindados, girando desde su propio eje desde Columbia, llegaron mucho después de que el combate había cesado. A mediados de 1959 los tiempos eran otros. Batista y los Tabernilla se hallaban en el exilio y el ex dictador los acusaba de traición y los responsabilizaba en gran parte con el fracaso militar frente a la guerrilla. Y ellos, a su vez, acusaban a Batista y, para demostrarlo, pidieron (y pagaron) al periodista José Suárez Núñez, batistiano hasta la víspera, que escribiera el libro El gran culpable.
De ahí la carta que sobre la actitud de Tabernilla Palmero remite Batista, desde Funchal, a dos misteriosos «R y P» (¿Irenaldo García Báez y Orlando Piedra?). La califica como una injerencia en los asuntos internos de Nicaragua. «Las expresiones y lo que trata de afirmar, como la carta enviada a los Somoza, encierran tales degeneraciones, que lo mejor es ignorarlo totalmente», recomienda en ella a sus ex colaboradores y les dice que tiene noticias de que el documento de Silito fue recibido con «asco» por sus destinatarios.
«Tuve que barrer mi habitación»Se desconoce si Batista llegó a saldar la deuda con Somoza. A Rafael Leónidas Trujillo, el sátrapa dominicano, sí tuvo que pagarle la suya. Ese fue uno de sus mayores contratiempos en la República Dominicana.
Batista llegó a Santo Domingo en la mañana del 1ro. de enero. En la base militar donde aterrizó su avión lo esperaba, para darle la bienvenida oficial, Ranfis Trujillo, hijo predilecto del Generalísimo (aunque las malas lenguas decían que era hijo de un cubano) a quien su padre otorgó los grados de coronel cuando tenía tres años de edad y lo promovió a general a los nueve. Lo declararon huésped de honor de la República Dominicana y lo alojaron en un palacete, cercano al Palacio Nacional, que se destinaba a visitantes ilustres. Pensó que el Benefactor lo recibiría de inmediato, pero debió esperar más de 48 horas para que le concediera la audiencia. Ese mismo día, 3 de enero, se le acabó la jactancia cuando Trujillo le comunicó que pondría a su disposición 25 mil hombres y los barcos y aviones necesarios para que encabezara una expedición a Cuba. Batista se negó, pero se brindó para promover y costear un atentado contra el Jefe de la Revolución Cubana.
Meses después Trujillo lo llamaba nuevamente a Palacio. En la entrevista anterior había apelado a su valor y hombría. Ahora apelaba a su bolsillo. Batista tenía una cuenta pendiente con el Estado dominicano: no había pagado el último envío de armas y le exigía el saldo de la deuda, ascendente a 90 mil dólares.
Batista respondió que no se trataba de un asunto personal, sino que aquellas armas eran una deuda del Estado cubano. Trujillo lo miró con sorna.
—Usted no pretenderá que yo le cobre a Castro unas armas que se usaron contra él —dijo y añadió: «Piénselo, general Batista. Yo tengo que cobrar. Son armas del Ejército dominicano y ese dinero es de la República. Se las envié para ayudarlo...
—Yo no poseo ese dinero. Apenas tengo para vivir. Soy un hombre pobre... —balbuceó Batista.
El Generalísimo, por supuesto, no se lo creyó y al día siguiente le envió a su suite del hotel Jaragua, donde se había instalado después de la primera entrevista, al jefe de sus ayudantes, un coronel del Ejército que, con respeto y siempre en atención, le transmitió saludos del Benefactor y le recordó la deuda. Batista volvió a esgrimir los mismos argumentos y los reiteró en cada una de las visitas del militar, visitas que llegaron a hacerse diarias hasta que ocurrió lo inesperado:
Otro coronel se presentó en el hotel Jaragua junto con dos soldados y conminó a Batista a seguirlo. Trujillo quería verlo inmediatamente. Batista accedió. El tono de la voz y la rudeza de los gestos del coronel y la mirada torva de los dos soldados dejaron sin alternativa al ex dictador. Al salir, pidió al almirante Rodríguez Calderón que lo acompañara. El ex jefe de la Marina de Guerra cubana pasaba casi todo el tiempo junto a Batista desde que su esposa Marta viajara a Nueva York.
Batista y Calderón fueron «paseados» por Ciudad Trujillo y oscurecía ya cuando el carro en que viajaban salió de la capital. En definitiva, irían a dar a la cárcel de La 40.
Allí, en celdas separadas, pasaron la noche y parte del día siguiente y, diría Batista en una carta que meses después y ya desde Funchal remitió a Rivero Agüero y que firmó con el seudónimo de Mateo, «me obligaron a barrer mi habitación».
A La 40 fue a rescatarlo el jefe de los ayudantes de Trujillo, el que siempre le hablaba con respeto y en posición de firme. Le pidió disculpas. Le dijo que se trataba de una extralimitación por no haber concurrido Batista a registrarse como extranjero y que el Generalísimo estaba apenadísimo. Pero aquel paseíto y la breve estancia en la cárcel lo ablandaron, y ya en el hotel, bañado y vestido de limpio, abonó el importe de la deuda. El ex hombre fuerte de Cuba, el otrora hijo predilecto de Washington, el dictador a quien, en la Conferencia Panamericana de 1956, el presidente Eisenhower llamó «mi amigo», había sido puesto en ridículo para siempre. Días después Trujillo lo convocaba de nuevo. Quería un millón de dólares para sufragar las actividades anticubanas. Batista le extendió el cheque sin decir media palabra.
Su futuro en la República Dominicana era incierto. A finales de junio del 59, el influyente periodista norteamericano Drew Pearson, muy ligado al Departamento de Estado, escribía en su columna: «Lo que le sucederá a manos de los ex oficiales de su Ejército o de Trujillo, queda por ver».
El 17 de julio un despacho cablegráfico de la AP informaba que el ex dictador había sido detenido en el aeropuerto cuando intentaba salir de Ciudad Trujillo a bordo de un avión privado. El mismo día, otra noticia, fechada en Washington, decía que Batista acudió al consulado norteamericano de Santo Domingo a fin de pedir la entrada en Estados Unidos. La información no precisaba si le concederían el permiso.
El gobierno norteamericano parecía haberlo abandonado a su suerte. La esposa del ex dictador no lograba hacerse recibir por la señora de Eisenhower y apelaba a ella a través de una carta pública. Mientras tanto, Gonzalo Güell, ex ministro de Estado cubano, recorría las cancillerías europeas tratando de que algún país concediera asilo al dictador. Su abogado neoyorquino ponía el grito en el cielo: la vida del ex general corría peligro en la República Dominicana.
Al fin, el Departamento de Estado decidió actuar y pidió a la Cancillería brasileña que gestionase el asilo en Portugal. Antes de abandonar la República Dominicana, Batista debió entregar otros dos millones de dólares a Trujillo por el permiso de salida. Corría el mes de octubre de 1959 y una foto lo captó a su llegada al aeropuerto madrileño de Barajas. Había perdido el pelo en la República Dominicana.
Debe decirse que lo que costaron a Batista los meses que pasó en el Santo Domingo del Benefactor es un asunto no esclarecido del todo y del que se ofrecen cifras diferentes. Dos hombres muy cercanos al ex mandatario, Orlando Piedra y Roberto Fernández Miranda, aseguran que lo entregado no pasó del millón de dólares de los tres que exigió Trujillo, cantidad que evidentemente no incluye el pago de las carabinas San Cristóbal. Pero en la ya aludida carta a Rivero Agüero y que firmó como Mateo, Batista se queja de su estancia en la República Dominicana, donde Trujillo «me robó cuatro millones de dólares y tuve que barrer mi habitación».
Misterio chinoRodemos hacia atrás ahora la máquina del tiempo. Es el 31 de diciembre de 1958 y en Columbia espera por Batista una delegación dominicana. La manda Trujillo para que coordine el envío de tropas que apuntalarían a un ejército incapaz ya de ganar siquiera una escaramuza contra los rebeldes. El grupo lo integran el coronel Johnny Abbes García, jefe de la tenebrosa Inteligencia trujillista, y altos oficiales del Ejército y la Marina. Acompañan a la comitiva un yugoslavo y un chino que vienen a resolver el problema de las carabinas San Cristóbal que a veces disparaban y otras no. Batista se negó a recibirlos y los dejó embarcados en Cuba. Escribe Orlando Piedra en sus memorias que hombres a su mando los buscaron por toda La Habana para sacarlos de la Isla, y no les fue posible dar con ellos, pero que Abbes García no perdonó lo sucedido y de ahí el trato que dispensó a los batistianos que arribaron a Santo Domingo. A uno de ellos, el capitán Juan Castellanos, del Buró de Investigaciones, lo mantuvo secuestrado durante un par de días y lo sometió a torturas con choques eléctricos luego de haberlo mantenido sumergido en tanques de agua pestilente.
Cómo salieron de Cuba aquellos trujillistas es algo no aclarado del todo. Se dice solo que el chino no pudo hacerlo y que, apresado, pasó su temporada en una cárcel cubana donde mató el tiempo enseñando su idioma a otros reclusos. Hay otra versión. A las siete de la mañana del 1ro. de enero, Porfirio Rubirosa, play boy devenido embajador del Generalísimo en La Habana, tocó a la puerta de un distinguido abogado, vecino suyo en el reparto Biltmore. Pidió que le consiguiera una avioneta para sacar de Cuba, con destino a Miami, al coronel Abbes García, al yugoslavo y al chino. Abbes y el yugoslavo podían entrar en Estados Unidos; no así el otro. Era, sin embargo, solo un obstáculo, y lo superaron cuando desde la avioneta en vuelo arrojaron al chino al Estrecho de la Florida.
Dos dictaduras, la de Trujillo y la de Somoza, trataron, en los meses finales de 1958, de salvar a otra dictadura. Las tres cayeron.