Lecturas
Se dice que fue el presidente Carlos Mendieta (enero 1934-diciembre 1935) quien concedió a la guayabera la condición de prenda nacional. No se conoce, sin embargo, el documento que lo acredita. Nadie declaró baile nacional al danzón, pues el proyecto de ley que así lo proclamaría de manera oficial, me dice el musicógrafo Gaspar Marrero, por una razón o por otra, nunca llegó al Parlamento. Eso no fue obstáculo para que el danzón retuviera un título que ya, con justeza, le habían otorgado los bailadores. Con la guayabera debe haber sucedido lo mismo. A falta de documento público que la respaldara, tal vez fueron los mismos que la vestían los que se empeñaron en reconocer la cubanía de aquella camisa fresca, decorosa, elegante y transparente. Entra en Palacio
Ya en los años 40 de la pasada centuria la guayabera empieza a generalizarse e imponerse en La Habana. Se usa mucho para asistir a las academias de baile y se complementa con un lazo de mariposa. Cobra fuerza gracias al Partido Auténtico. La política nacionalista de esa organización pone de relieve todo lo genuinamente cubano. Con el doctor Ramón Grau San Martín la guayabera entra en Palacio.
En junio de 1947, el escritor guatemalteco Manuel Galich, entonces magistrado de la Junta Electoral de su país, viene a La Habana con la misión secreta del presidente Juan José Arévalo de entregar un mensaje y una gruesa suma de dinero al movimiento que aquí se preparaba para derrocar al sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo mediante la famosa y frustrada expedición de cayo Confites. Como el brazo de Trujillo era largo y muy hábil su aparato de espionaje, Arévalo advierte a Galich que extreme las precauciones y no haga pública su presencia en la capital cubana hasta no haber cumplido su tarea. Se instalaría en un hotel discreto, no abordaría vehículo alguno, evitaría conversar con desconocidos y, memorizando el mapa de la ciudad, llegaría a pie a la casa de Malecón cerca de Prado, donde vivía el parlamentario Enrique Cotubanana Henríquez, dominicano de nacimiento y uno de los jefes del movimiento antitrujillista. «Para que mi ropa no me singularizara entre los peatones comunes y corrientes —escribe Galich—, incluso fui provisto de una guayabera».
El senador Eduardo Chibás la usó muchísimo. Cuando en la sala de armas del Capitolio se bate a sable, el 13 de junio de 1947, con el también senador y ministro Carlos Prío, Chibás se presenta al lance con guayabera y pantalones blancos, mientras que su rival lo hace con pantalón gris y chaqueta azul. Chibás viste también de guayabera el 4 de junio de 1949 cuando, indultado, sale a las doce de la noche del Castillo del Príncipe, donde guardó prisión por denunciar el alza de las tarifas eléctricas. Por cierto, mientras se prepara en su celda para la salida, pide a su secretaria, Conchita Fernández, que vaya a su casa y le traiga un par de calcetines que le combinen con la corbata de lazo que piensa ponerse. Una multitud fervorosa y entusiasta de militantes ortodoxos aguardaba por Chibás en la esquina de Carlos III y Zapata y fue tan efusiva la acogida que le dispensó que aquella guayabera quedó hecha jirones.
También usó guayabera el joven abogado Fidel Castro. En la galería de las figuras más destacadas del año 53 que publicó la revista Bohemia a comienzos del año siguiente, el caricaturista Juan David presenta a Fidel en guayabera. Volvería a usarla el Comandante en Jefe en ocasión de la Cumbre Iberoamericana de Cartagena de Indias, Colombia. Fue una sorpresa para los que seguían a través de la TV la apertura de aquella cita. Pero no lo fue menos para los que acompañaban a la delegación de alto nivel. El fotógrafo Liborio Noval contó a este escribidor que cuando por los altavoces anunciaron la llegada del Presidente cubano, buscó con el teleobjetivo su figura enfundada en el mítico uniforme verde olivo de siempre y vio en la distancia un punto blanco en quien identificó a Fidel. Después de tantos años de uniforme, el Comandante escogía la cubanísima guayabera para su primera aparición pública en traje de paisano.
Uso y abusoSi Grau hace de la guayabera una especie de traje de corte, Prío, su sucesor y discípulo, no siente por esta el mismo aprecio. Le parece poco apropiada para ciertos actos protocolares, la saca del tercer piso de Palacio, donde radicaban las habitaciones privadas del presidente, y la destierra de los eventos oficiales. Pero ya la guayabera se había apoderado de las vitrinas de las mejores tiendas y conquistaba espacio en los anuncios comerciales. A esas alturas, la capital era un inmenso almacén de guayaberas que amenazaba desplazar a cualquier otro estilo de traje varonil, algo que no tenía antecedentes históricos ni tradición, y tan serio y grave que alteraba hasta nuestros modos de vivir, decía en 1948 Isabel Fernández de Amado Blanco.
Eso motivó que las señoras del Lyceum Lawn Tennis Club, del Vedado, convocaran a un ciclo de conferencias sobre el uso y abuso de la guayabera, tema que en cuatro jueves sucesivos abordaron Rafael Suárez Solís, Herminia del Portal, Francisco Ichaso y la misma Isabel de Amado Blanco. Todos le hicieron reparos a la guayabera, pero ninguno se le opuso de frente. Para don Rafael, era correcto que el ministro de Obras Públicas inspeccionase en guayabera los proyectos que ejecutaba su departamento, pero le causaba horror ver a un enguayaberado ministro de Educación someter a los estudiantes al sol de junio y al fango de una oratoria sudada como la camiseta de un estibador. Para ese infatigable periodista, la guayabera tenía sus momentos y sus horas. A su juicio podía usarse sin reserva como uniforme de trabajo y siempre hasta las seis de la tarde, hora en que podía disponerse su envío al «tren» de lavado.
Para Ichaso, la guayabera no pasaba de un traje regional, que tenía por tanto carácter de disfraz fuera del ámbito en que se creó. Precisaba: «Cuando la persona quiere estar vestida, en el sentido pleno de esta palabra, acude al ropero universal, no a la guardarropía local. El hombre de la ciudad, cuando se viste a la moda de su región, sabe que se aparta de los usos urbanos y que ese apartamiento solo puede ser transitorio. Si se convierte en definitivo, es que el hombre ha desertado de la ciudad». Añadía que entre la guayabera y el traje media la misma distancia que entre la sabrosura y la civilización, y concluía que en ocasiones no queda otro remedio que sudar el privilegio de no ser salvajes.
El clima, aseveraron los disertantes del Lyceum, no justificaba el abuso que se hacía de la guayabera. Ni tampoco su precio, porque era una prenda cara. Tenía que ser de hilo del mejor y su confección exigía de costureras experimentadas. Durante años se confeccionaron a la medida, y la necesidad de confiar su cuidado a buenas planchadoras encarecía su costo. A fines de los años 40, y después, una buena guayabera valía tanto como un traje barato. En 1953, en la sastrería El Gallo, de La Habana, el precio de una guayabera de bramante de hilo puro era de doce pesos, en tanto que un traje cruzado o natural de celanese, en blanco o en colores, con dos pantalones, importaba 38; un traje de frescolana 35, también con dos pantalones, y casi diez pesos un pantalón de ese tejido. Seis años antes, esto es, en 1947, en la tienda El Arte, de Reina 61, en la capital, se podía comprar por 35 pesos un traje de dril 100, y por 30 uno de crash de lino.
Hoy, esas cifras parecerán ridículas. No se olvide, sin embargo, que hasta 1952 el salario mínimo en Cuba era de 46 pesos mensuales. Y que todavía a fines de esa década el salario de una maestra normalista en una escuela privada, por solo poner un ejemplo, no pasaba de 40.
Se abarataParecía que la guayabera había ganado ya terreno suficiente cuando, en 1955, una disposición de la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo la sacó de los juzgados. Magistrados, jueces, fiscales ni abogados defensores podían concurrir a sus tareas si no lo hacían con cuello y corbata.
Es por esa época —fines de los 50— que la guayabera se abarata. No es ya solo de hilo; podía ser de algodón. Su hechura se simplifica. Deja de ser blanca, la manga no siempre es larga y los habituales botones de nácar pasan a ser corrientes.
Triunfa la Revolución y la guayabera se repliega hasta desaparecer. Para algunos era símbolo de una época superada de politiqueros y manengues. El país sufre agresiones económicas, sabotajes, invasiones y actos terroristas y padece carencias de todo tipo. Hay movilizaciones constantes. Lo mismo se convoca a un trabajo productivo que a un entrenamiento militar. El uniforme de las Milicias Nacionales parece resultar válido no solo para cumplir con las exigencias de ese cuerpo popular armado, sino para todas las tareas cotidianas, e incluso para asistir a ceremonias tan solemnes como una boda o un velorio. Algunos utilizaban para el paseo y la diversión la ropa de trabajo, por basta que fuera, hasta que en tiendas de la cadena Amistad aparecieron las muy demandadas entonces camisas Yumurí.
Es por esa época —finales de los 70— que la guayabera reaparece tímidamente. De manga larga. Con pliegues y alforzas, pero no ya de hilo, sino de poliéster, y no siempre blanca. Era un lujo llegar a poseer una de estas. No demoró en volver a abaratarse. Cuando se inauguró el Palacio de Convenciones de La Habana, en 1979, en ocasión de la Sexta Cumbre de los Países No Alineados, los que asistieron a ese evento y a los que le seguirían, encontraron que porteros, gastronómicos y oficiales de sala —hombres y mujeres— de la instalación, lucían las mismas guayaberas que delegados e invitados. Y a partir de ahí fue, y sigue siéndolo en algunos establecimientos, prenda de uso corriente en la gastronomía de la Isla. Los jóvenes, por su parte, la rechazan por verla como símbolo del burócrata en funciones oficiales.
Diseñadores cubanos de prestigio cambiaron su estructura, materiales y colores y tienen en sus colecciones variantes de la prenda, tanto para hombres como para mujeres. Muy famosas son las camisolas habaneras de Mercy Nodarse, merecedoras de un importante galardón internacional, y las de Nancy Pelegrín, así como las de Emiliano Nelson, que les incorporó el deshilachado. Hoy una buena guayabera en el exterior puede llegar a los 700 dólares. Como afirma el narrador Lisandro Otero, sigue siendo una camisa que dignifica la informalidad y simplifica las galas. Símbolo de la despreocupación vestimentaria. Del espíritu festivo. De la sencillez y el relajamiento reposado.
Razones sobradasExpresión y símbolo de cubanía, y espirituana por más señas, es la guayabera. Razones sobradas tiene Sancti Spíritus entonces para tomarla como centro de un proyecto de reanimación cultural que varios intelectuales, encabezados por el periodista y conductor de la radio Carlos Figueroa y la promotora Helena Farfán, presentaron a la Dirección Provincial de Cultura, que lo aprobó y calorizó en conjunto con otras entidades de la vida cultural y social de la provincia y el gobierno local. En su primera convocatoria, Los días de la guayabera fueron un éxito. Reafirmó la existencia de un público receptivo y entusiasta que llenó todos los espacios y que empieza a asumir esa prenda típica también como un nexo de su ciudad con el resto de Cuba, el Caribe y el mundo.