Látigo y cascabel
Se ha hecho común en las galerías de arte del país inaugurar exposiciones sin catálogos. Muchos artistas del patio presentan su obra al público sin el correspondiente soporte impreso que desde el siglo XIX suele acompañar toda muestra visual.
El fenómeno ha trascendido los espacios expositivos pequeños hasta llegar, incluso, a galerías y museos de elevado prestigio donde se exponen, de modo transitorio, piezas que por esta misma razón, luego de ser retiradas, no quedan registradas en la memoria histórica de la plástica cubana.
Los catálogos de arte complementan y enriquecen la muestra, refuerzan su objetivo y en algunos casos dirigen la mirada de quienes la visitan. Desde el punto de vista educativo, facilitan la difusión y el acceso a las obras. Funcionan como la unidad y el criterio de autoridad simbólica que trasciende el tiempo y el espacio de la propuesta que les dio origen y, por si fuera poco, agregan valor a la muestra, porque una obra de arte publicada en un catálogo acrecienta su valor de mercado.
Sin embargo, su importancia parece ser subestimada por quienes organizan y permiten la apertura de exposiciones sin esta imprescindible publicación promocional. No estamos hablando de que cada exposición deba ir acompañada de un libro catálogo (lo cual sería lo ideal y ayudaría, tanto a neófitos como a críticos y coleccionistas, a dejar de depender de la memoria y evaluar la calidad de la muestra apoyados en el registro impreso), pero sí de al menos un suelto, díptico o tríptico que deje constancia de su existencia.
Dirán quienes leen estas líneas que los precios por concepto de diseño, edición e impresión se han encarecido y que, en algunos casos, la calidad con que quedan las imágenes resulta pésima, como sucedió con el de la última exposición del maestro López Oliva en el Museo Nacional de Bellas Artes. Empero, eso no justifica que dejen de publicarse, sobre todo cuando se trata de muestras transitorias, las cuales, si no cuentan con un material impreso —una vez que concluye el período pactado—, caen en el olvido, al tiempo que dejan pasar la posibilidad de enriquecerse mediante un medio reconocido como una de las vías principales para la comprensión del arte contemporáneo. Es cierto que hay dificultades económicas, pero no tiene que ser necesariamente un catálogo de lujo.
Está por otra parte la tendencia a dejar para el cierre la presentación de este material impreso, despreciando el hecho de que por cuestiones comerciales, estratégicas y de marketing, el catálogo tiene que estar a disposición del público cuando se inaugura la muestra.
También se aprecia poco rigor en la presencia de este soporte, que puede variar en cuanto a contenido y formato, desde una mera lista hasta un volumen con fotografías de las piezas, ensayos y textos explicativos.
El catálogo articula las piezas y constituye el espacio donde se vierten no solo el relato curatorial sino teorías, actualizaciones y propuestas, generando conocimiento y saber. ¿Por qué entonces esta problemática no acaba de llegar a la mesa de quienes tienen en sus manos la responsabilidad de promocionar el arte cubano? ¿Cómo se entiende que un artista trabaje durante más de un año o más para presentar sus piezas en una exposición de la que no quedará luego constancia impresa? Hay un silencio asociado a este fenómeno, que por su complejidad e implicaciones debe ser atendido cuanto antes.
En el recién concluido Congreso de la AHS, los jóvenes artistas plásticos expresaron su preocupación al respecto sin recibir una respuesta convincente. Una exposición que se respete no debe inaugurarse sin la presencia de un catálogo. Estos dejan su huella en la historia y ayudan a entender mejor la intencionalidad de un arte que es cada vez más conceptual y no siempre suele ser comprendido, en toda su magnitud, por el público general.