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El 16 de mayo Estados Unidos saltará la varilla del límite legal para su deuda nacional, y eso que está bien alta: 14,3 billones de dólares (contemos en millón de millones), y solo puede permitirse con la anuencia del Congreso; por tanto, el Capitolio será una vez más la arena de lucha entre demócratas y republicanos con un árbitro al que parecen tener siempre contra las cuerdas, el presidente Barack Obama, quien se debate entre las promesas hechas, y que en buena lid no acaba de cumplir ni una sola.
En este caso tiene que ver con la reducción de los gastos presupuestarios y los impuestos a los más ricos. Para los primeros, fue tan engañosa como siempre la solución, pues quien ordeña en grande la ubre de la vaca es el Pentágono y todos los gastos militares y de seguridad conexos siguen estando en el nivel más alto mientras el tiro al blanco derriba uno tras otros los gastos sociales.
En cuanto a lo segundo, para nadie es un secreto que ese es el imperio de los más ricos, para los ricos y por los ricos, por lo tanto todo sigue según lo acostumbrado.
Cuando hace un par de años se discutía en el Congreso la reforma financiera que en definitiva premió a los bancos dándoles los créditos salvavidas y sí que los sacó de la crisis, el senador por Illinois Dick Durbin los caló en toda su magnitud con una simple frase: «Ellos manejan este lugar». Y era muy estridente el método empleado en aquella ocasión: se afirma que había por lo menos 25 lobbystas o cabilderos de los grandes bancos por cada congresista.
Algunos analistas consideran ahora que el anuncio catastrófico hecho recientemente por Standard and Poor —un poderoso e influyente medidor de la situación económica de las empresas, que por supuesto responde a Wall Street— sobre la deuda nacional estadounidense «juega» precisamente con ese Congreso, de forma que la revisión de los gastos se incline totalmente a los cortes dacronianos en la seguridad social y el Medicare, un punto de vista aplaudido por la extrema derecha que sustenta financieramente a gente como los hermanos Koch y que llevaría a lesionar solo a la clase trabajadora y media estadounidense.
El tema de esa influencia de los poderosos que aborta totalmente la llamada democracia de la que Estados Unidos se ufana, se trata con mayor espíritu crítico en los últimos tiempos, porque las medidas de gobernadores de la ultraderecha aplastando los derechos de los trabajadores y lo que queda de los sindicatos son demasiado evidentes.
Uno de esos críticos es el columnista de la publicación web Truthdig.com y ex corresponsal por muchos años del The New York Times, Chris Hedges, quien en un artículo reciente afirma: «Continuamos hablando de personalidades —Ronald Reagan, Hill Clinton, George W. Bush y Barack Obama— y también las cabezas del Estado o los funcionarios electos del Congreso se han convertido en irrelevantes. Los lobbystas escriben las leyes. Los lobbystas logran que estas se aprueben. Los lobbystas se aseguran que usted reciba el dinero para que sea electo. Y los lobbystas lo emplean cuando usted salga de la oficina. Aquellos que actualmente tienen el poder son la pequeña élite que maneja las corporaciones».
Más claro, ni el agua. Cuando el Congreso debata ahora sobre el salto de la valla —el mantenimiento de los gastos para las guerras que abiertamente suman tres y por debajo del tapete van barriendo fichas del dominó con los métodos de guerra encubierta de la CIA o disfrazadas de guerras civiles— obtendrá, al final, el resultado apetecido.
Pero en la casa de los otros, en la del norteamericano común, el problema persiste y hasta se multiplica, de manera que no parece haber forma de que pueda saltar la varilla. El desempleo sigue haciendo estragos y por una causa u otra los precios se disparan: ya sea el de la gasolina, que mueve a uno de los íconos del «bienestar» o el de los alimentos, por citar solo dos.
Por ese camino, la «recuperación económica» pasará de largo y no tocará a la puerta de los pobres.