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Entre el dolor y la ira

Jorge Castellanos Milán (calle D, No. 509, entre 21 y 23, Vedado, La Habana) escribe presa de sentimientos  encontrados, entre el dolor y la ira, ante un episodio en que por encima de las penas primó la insensibilidad.

Relata que el pasado 11 de julio falleció quien por derecho propio venera como una hermana, parte de una familia que lo acogió como suya hace más de 50 años. Una insólita historia para que nadie más la sufra…

Precisa que su hermana fue velada en la casa velatoria de Calabazar, municipio capitalino de Boyeros. Y cuando él llegó, allí, señala, sintió vergüenza e ira ante aquel ataúd: La tela del forro no estaba debidamente estirada. Las esquinas y otras partes no daban señales de un trabajo esmerado. Y el cristal estaba lleno de polvo.

«Era inadmisible, dice. Que por la situación económica del país escaseen algunos materiales, eso lo sabemos. Pero que con lo poco de lo que hay no se haga un trabajo curioso y detallado, realmente es vergonzoso y censurable».

Añade que desde la llegada del cadáver allí en la noche del 11 de julio se gestionó —y así se asentó en los controles documentales sin dificultad alguna, que el entierro estaba previsto en el Cementerio de Colón para las 10:30 de la mañana del 12 de julio. Y ese día, a las nueve de la mañana, comunicaron a la familia que sería enterrada en la necrópolis de Berenguer, en Calabazar. La propia funcionaria fue quien les dijo que en el cementerio de Berenguer había una «capacidad», y sería sepultada en la tierra. E indicó que era una orientación recibida de su jefa.

«¿En realidad pensaría ella que iba a admitir que se enterrara a mi hermana en ese cementerio, en tales condiciones? Dijo que hay una orientación de que cuando en un territorio haya capacidad, no se puede llevar el cuerpo para otra necrópolis.

«¿Quién emitió esa orientación por todos desconocida? Le dije que cuando vinieran a recoger el cuerpo, si no era para Colón se quedaba en la funeraria hasta que yo fuera a llevar la queja y hacer las diligencias correspondientes. Y cuando la funcionaria vio que el clima se tornaba no muy favorable, nos dijo que la lleváramos para Colón».

El entierro estaba fijado para las 10 y 30 de la mañana. Y no se cumplió así. El tiempo transcurría. Los familiares molestos e impacientes. Y la funcionaria de la casa velatoria llamando para todas partes. Además, cuando fueron a recoger otro cadáver, cuyo entierro estaba previsto para las nueve de la mañana, ella le preguntó al chofer si serían ellos mismos los que vendrían para el de las 10 y 30. Y este respondió que no sabía, porque después que trasladaran ese cadáver, él tenía que llevar a su compañero a su casa.

«Lo que no entiendo, arguye, es que se priorice un asunto a todas luces personal en horario laborable y se incumpla con un servicio tan sumamente importante y sensible. ¿Algún funcionario de Comunales o el Gobierno pudiera explicarme esto? Porque finalmente el carro, que no era de los destinados para esas funciones, pues era una especie de furgoneta, llegó a las 12:05 p.m.

«Y estando yo atento a todas las cosas, se asombró el chofer cuando preguntó y le dijeron que iba para el Cementerio de Colón e inquirió si no era para el de Berenguer, cuando el funcionario le recalcó nuevamente que era para el de Colón. Algo hay en este cuento que no cuadra, como intentar hacer fuerza para cambiarnos el lugar del entierro, cuando ya otros familiares y algunos vecinos y amigos esperaban el féretro en el cementerio de Colón».

Partió, al fin, el cortejo. Pero independientemente de que no todos los carros tenían las mismas condiciones técnicas, el que llevaba el cadáver de su hermana iba a tal velocidad, que cuando llegaron los últimos vehículos, ¡ya esta había sido enterrada!

«¿Qué tienen que ver el bloqueo y las medidas coercitivas con todo esto, con esta mala planificación en momentos tan dolorosos por los que atraviesan los familiares del fallecido, con esa insensibilidad tan grande en un sector donde deben primar los valores humanos?», concluye.

 

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