«Es el mercado negro digital», me dice un amigo. «Mercado negro modernizado», señala otro que está bien empapado en la materia.
Ambos hablan de productos que se venden no precisamente con el empleo del tan necesario y todavía deficiente comercio electrónico institucional, sino mediante redes sociales y otros métodos menos «formales».
Se refieren a una amplia gama: desde tornillos hasta leche en polvo y perfume, desde cien metros de cabilla o un teléfono, hasta un «vigorizante» con propiedades mágicas, pasando por autos y equipos electrodomésticos de diversa índole.
Llámese de una forma o de otra, queramos o no, esta variante parece afincarse y expandirse en la vida cotidiana, como reflejo también de la sociedad nuestra, con sus cambios imprescindibles, pero también con deformaciones que no dejan de inquietar a teóricos y hasta pragmáticos.
Si bien en casi todas las latitudes es normal que se expenda lo más variado e impensado mediante el uso de internet, en este pedazo de tierra puede alarmar —sobre todo ahora— que se pregonen por estas vías, a precio de nube, el pollo, el jabón, el champú y otros productos supernecesarios en la cotidianidad.
Es lógico que espante y hasta irrite que un desodorante valorado en 20 pesos sea expendido a 120, que un pequeño paquete de detergente llegue a costar cien, o que una pasta dental de ocho CUP la lancen a 80, como si no fuese una bomba taladradora de bolsillos.
Haría falta —es bueno decirlo— una línea divisoria entre quienes concurren a este mercado a promocionar un servicio, vender una elaboración propia, un producto que ya usaron o trajeron del exterior, y entre quienes —hurtando arcas estatales o acaparando a diestra y siniestra—, beneficiados por sombríos «compincheos», negocian lo más deficitario, lo humano y lo divino… sin siquiera el mínimo rubor.
Nos salve el destino de que estos últimos, de tanto mercadear a la vista pública, con su foto, teléfono y sus generales, lleguen a creerse y actuar como impunes, al igual que los de «candongas» existentes en varios sitios de nuestra geografía.
La especulación también aflora en otras naciones y en algunas se pena severamente, aunque esta lleve traje digital o de redes sociales. En el caso de Cuba, bloqueada y golpeada por escaseces, apretada a ultranza por el vecino que siempre ha querido tragársela, tampoco deberíamos dejar pasar el acaparamiento, la reventa y otros males que golpean nuestro lado moral, acaso el fundamental para levantar una nación donde primen los valores, el progreso y el bien común.
Pero, así como una aguja no solo puede ser mirada en su punta, los fenómenos sociales tampoco pueden analizarse únicamente desde su espina más visible. Si no buscamos las causas más profundas, las raíces expandidas y penetrantes del problema —como decía recientemente un colega— no podremos apartarnos de las «manzanas» que siguen creciendo a ojos vista, y que ya nos han envenado tantas veces.
¿Es solo el acaparamiento el culpable de la aparición —hace tanto— de un mercado «alternativo» creciente y que ya no está para nada subterráneo? ¿Le caeremos como «el pitirre a la tiñosa» a este flagelo y lo olvidaremos después? ¿Habrá sido la COVID-19 el catalizador del mal? ¿Qué planificación tenemos y cuál sería la óptima en medio de una guerra económica que pretende asfixiarnos? ¿Repensaremos nuestra publicidad comercial después de estas tendencias digitales? ¿Tenemos el modelo comercial que necesitamos?
No son preguntas fáciles y van más allá de definiciones sobre mercados alternativos o ilegales. En cualquier caso, valdría meditar sobre ellas con mesura, para ayudar a seguir empujando a la nación hacia un mejor puerto.