Así como las hormigas de un artista ascendían por las fachadas del teatro Fausto durante la Oncena Bienal de La Habana —en una propuesta cuyo título recuerda otras creaciones («Casa tomada»)—, percibo que suben por las columnas de nuestras virtudes ciertas sombras, por lo general ruidosas, que parecieran poder apagar toda valía cultivada aquí en cuestiones de conducta humana.
Las oscuras oleadas incluyen a «vulgarcitas» y a «vulgarcitos», a impúdicos, a seres calados por el mal gusto y la ignorancia, a rotos del alma (con o sin plata); y si me permiten usar una categoría que los retuerza a todos en una misma dimensión, hablaría de personas para quienes la decencia —valor tan cardinal entre cubanos— carece de todo significado y encanto.
Suelen estar en cualquier sitio; no responden con delicadeza a un «buenos días» (no saben hacerlo); difícilmente miren a los ojos de quien les aborde, o alcancen a dar un explicación sobre algo; en una carrera desesperada y leve, soslayan sumergirse en la meditación. Y desde luego, no conocen el valor de la elegancia (no hablo de traje largo), ni la pegada de eso inmaterial que abre puertas, mueve voluntades y convierte un «no» en un «sí»: eso inmaterial que nuestros abuelos siempre conocieron como el «don de gentes».
Da tristeza y vergüenza ajena ver a algunos de esos seres-sombras apostados como exitosos en lugares hechos para lo sensitivo, el divertimento y el consumo. No disfrutan tranquilamente: pretenden gozar a puro grito, y afean cualquier escenario como ¿poderosos? de extraña estirpe, mientras un mar de gente buena (que tanto merece copar los espacios del disfrute) pasa sobrecogida contemplando el espectáculo de la insolencia.
Apenan como moscas en medio de la sopa. Salpican el paisaje con una impronta anodina y depredadora que confiere al ambiente social la sensación del empobrecimiento y la fealdad más rotundos, como si viajáramos en una embarcación al pairo. Apenan porque, como diría un hombre grande de esta nación, sabemos que son nuestros.
Tras las causas —arista sin la cual toda mirada se quedaría en la nata—, hay que reconocer que ahora estamos viendo y sintiendo las esquirlas de una implosión social, el golpe de más de 20 años de crisis de los valores del espíritu. Ha sido un desgaste que arrastró a la familia (ahora llamada a ocupar el espacio que le toca) y a las instituciones educacionales.
En todos estos años muchos dejaron de plantar como era menester —una y otra vez, hasta el denuedo— las semillas de la virtud en quienes iban llegando al mundo. En medio del agotamiento por sobrevivir, muchos intentaron «transmitir» algunas claves, pero no con insistencia; y en esa abdicación (como la tierra de lo subjetivo estaba tan endurecida), las simientes plantadas pocas veces, o mal, no llegaron a prender.
Ahora el asunto, en una Cuba más heterogénea y desigual que aquella sorprendida por la caída del Muro de Berlín, adquiere dimensiones de gran complejidad. Ahora hay que remontar una cuesta agotadora, por ejemplo, en eso de que la lectura de un buen libro sea descubierta como placer, como hábito que se defienda contra viento y marea así las contingencias materiales tiren del camisón.
Ahora hay que buscar el mejor lenguaje, los caminos del encantamiento, reinventar toda fórmula con los ojos puestos en hacer hombres y mujeres de bien. Y hay que alistar los escenarios tangibles, crear con agilidad las condiciones para que los buenos ocupen los lugares y espacios más visibles y reconfortantes, para que los canales de ascenso social sean transparentes y enaltecedores.
Ahora hay que buscar incluso en la sabiduría de nuestros viejos, para tampoco acomodarnos en las fatalidades de las crisis: ¿Cómo era eso de que en los hogares más humildes había una ley de la mejor conducta: pobre, pero honrado, pero limpio, pero respetuoso, pero decente?
Evoco una frase tajante, y muy entendible, de un gran amigo: «Hay que tener cuidado con los que saben». Eso significa que el verdadero poder está en ser cultos (muchos pensamos todavía así), y que desde la instrucción y el buen sentido del vivir jamás será legitimada la desfachatez de los que poco saben (así aparenten tener el mundo a su merced).
La pelea por reacomodar nuestro paisaje será difícil, pero de su desenlace depende nuestra autoestima como criaturas insulares, y nuestra verdadera dignidad. Mostrarnos vacilantes sería imperdonable. Hay que reemprender entonces la siembra infatigable de las semillas, al tiempo de ejecutar, con rigor y sin que duela, lo que aconsejó el Apóstol: «Que se marque al que no ame, para que la pena lo convierta».