Por esos misterios de la conversación y de la amistad, casi nos despedíamos después de encontrarnos en la sede de la Unión de Periodistas, cuando Pedro Urra —el director de la Red Infomed—, Roger Ricardo Luis —subdirector del Instituto Internacional de Periodismo— y yo nos enredamos en el diálogo que he decidido exorcizar en esta cuartilla.
Comenté al pasar las notas de viaje del doctor José Miyar Barrueco (Chomy), quien en septiembre de 1973 acompañó a Fidel en su visita a Vietnam. En el trayecto a Hanoi se enteran del golpe de Estado al presidente Salvador Allende, y Chomy va tejiendo con breves pinceladas la angustia de Fidel por los acontecimientos en Chile y la calidez del recibimiento de los vietnamitas, duramente castigados por las bombas del Ejército norteamericano que todavía ocupaba Vietnam del Sur.
Comenté a mis compañeros cuánto me había emocionado el testimonio, publicado por el diario Granma el pasado 6 de junio. Me hizo recordar la ciudad que había visitado 20 y tantos años después de Chomy y que todavía mostraba las huellas de la guerra. La casa de Ho Chi Minh se conservaba tal y como él la describía, una pequeña cabaña sobre pilotes, con una sala de trabajo en la planta baja y dos habitaciones en los altos. Junto a la cama del Tío Ho, libros y un manojo de lirios frescos dentro de un vaso de cristal eran su único lujo.
Entonces la conversación dio un giro insólito. Urra contó que acaba de visitar, con su familia, a una vecina suya. La señora había perdido a su esposo, que fue por años correo diplomático y jamás olvidó la misión más extraña y tierna que cumplió en su vida: atravesar medio mundo para llevarle a Ho Chi Minh un regalo personal de Fidel. Nada menos que varios frascos de Helado Coppelia.
Roger Ricardo confirmó la asombrosa noticia. Fidel y Ho Chi Minh nunca se conocieron, pero la comunicación entre ellos fue intensa y fluida, a través de la embajada cubana en Vietnam y el Comité Cubano de Solidaridad con Vietnam del Sur, el primero en el mundo, que presidió la heroína del Moncada Melba Hernández.
Roger conocía la historia porque se la había escuchado contar, cuando él trabajaba en Granma, a la periodista y escritora Marta Rojas, corresponsal cubana en Vietnam. Poco después, Marta confirmaría la anécdota. «A los vietnamitas les encanta el helado de frutas naturales —dice Marta a través de la línea telefónica. Los hacían en rudimentarias sorbeteras, con hielo seco. Durante la guerra se podían comprar en Hanoi aquellos helados naturales. Fidel debe haberse enterado y en uno de esos gestos que muestran su delicada ternura, le envió al amigo nuestro Coppelia, no una vez, sino varias veces».
Había varias rutas para llegar a Hanoi y todas duraban más de un día, viajando en avión. Una especie de ruta de la seda que hacía escala, como mínimo, en cuatro países. Una vez Fidel, a quien le preocupaba mucho la alimentación de los vietnamitas en medio de la guerra, mandó ranas toro vivas. Sabía que estos animalitos tienen un gran valor proteico y eran capaces de adaptarse fácilmente en un país como Vietnam en el que abundan lagunas y arroyos. «No sé si las llevó el mismo compañero del helado, pero luego nos enteramos que quien lo hizo pasó las de Caín. En Moscú tuvo que meter las ranas toro en la bañadera del hotel, para luego pescarlas una a una y seguir viaje».
Me preguntaba cuántas anécdotas como estas andarán por ahí. Generalmente conocemos solo los grandes acontecimientos cuyos estruendos dejan una fecha clavada, como una mariposa, en la historia nacional. El incidente sirve para subrayar que los grandes hechos, esos que terminan siendo orgullo de un país, están levantados sobre estas pequeñas historias de amistad, de generosidad y de ternura, que muchas veces se extravían.
Margarite Yourcenar, novelista franco-belga que adoro, se pasó la vida escribiendo y tratando de demostrar la estrecha relación entre lo individual, lo mitológico y lo histórico. Tenía toda la razón cuando nos decía que los pequeños y los grandes hechos fluyen con el agua que corre y si son importantes, «en vez de depositarse en el fondo, emergen a la superficie y alcanzan con nosotros la mar».