Soldados del Comando Sur. Autor: Getty Images Publicado: 21/09/2017 | 05:28 pm
La votación del 4 de diciembre se hizo rápida, casi sin debate, dicen las informaciones. Por 98 a 0 —total unanimidad—, el Senado de Estados Unidos le aprobó al Pentágono 631 000 millones de dólares para el presupuesto de 2013. Sobre el resto de los gastos de la nación los legisladores todavía no se ponen de acuerdo; pero lo sustancial para un país siempre en guerra ya está solucionado.
Apenas dos días después, se revelaba que tropas de las fuerzas de ocupación de la OTAN que lidera EE.UU. y soldados afganos atacaron una clínica de salud el pasado octubre, en la provincia de Wardack, según dijo el grupo de ayuda que trabaja en la clínica, el Comité Sueco para Afganistán.
La periodista Emma Graham-Harrison reportaba desde Kabul para el diario británico The Guardian los pormenores: «Los soldados derribaron una pared para entrar al edificio, dañaron puertas, ventanas, examinaron las camas y otros equipos, y detuvieron al personal de la clínica y a los civiles que se encontraban en ella… Y para los siguientes dos días y medio trajeron docenas, quizá cientos de prisioneros a la clínica, usándola como prisión, almacén logístico y para fuego de mortero, contraviniendo las Convenciones de Ginebra, que protegen los centros médicos».
Erica Gaston, una abogada de los derechos humanos y autoridad de programa superior en el Instituto de la Paz de EE.UU., dijo a la periodista: «La de protección del personal y las instalaciones médicas, y el respeto por su neutralidad fue uno de los principios fundacionales de la ley internacional humanitaria». Y añadía: «Este último incidente es una seria violación… si es verdad, es increíble para mí que ellos no solo hayan allanado esta clínica, sino que ese comando (OTAN) les permitiera continuar ocupándolo a por varios días».
Pero en Afganistán saben que los allanamientos, las redadas, las detenciones, los bombardeos con drones, las torturas y mucho más son prácticas del quehacer diario para la soldadesca en los casi 11 años de ocupación de la nación centroasiática, donde implantaron su particular «guerra contra el terrorismo», que ha cobrado miles y miles de victimas inocentes, a los que se les designa como daños colaterales o «errores» de la operación.
La moraleja es demasiado simple. Los dineros del Departamento de Defensa se utilizan para violar los derechos humanos en Afganistán, Iraq, Libia y Siria; mediante la ayuda multimillonaria que le da a Israel, también sufren los palestinos, amagan contra Irán, y el Comando en África (AfriCom) hace de las suyas, por más que lo presenten como un cuerpo de «ayuda» al continente que tienen como reserva de los principales recursos que necesitan para este siglo XXI, y hasta en Japón los nipones se consideran ultrajados por la presencia de las bases militares desde las que los soldados estadounidenses cometen desmanes humillantes.
Sin embargo, en la ofensiva bélica desatada por George W. Bush, el hijo, y que lleva ya cuatro años como parte de la estrategia de la administración Obama, los resultados dejan mucho que desear, porque uno de sus recientes estudios acaba de de reconocer que la guerra contra el terrorismo no ha disminuido los actos y operaciones de los grupos que catalogan bajo esa etiqueta.
Además de ser una demostración de su incapacidad, ineficiencia y propensión al despilfarro, también les sirve de pretexto para que el secretario de Defensa Leon Panetta asegure que todavía hay presencia e impacto de Al-Qaeda en Afganistán, y en lugar de abogar por la retirada y el fin de la guerra, que tienen programado para 2014, dijo que el Departamento de Estado está en conversaciones con el Gobierno de Kabul para… llegar a un acuerdo que les permita mantener por lo menos 10 000 efectivos estadounidenses más allá del 2014, quizá hasta el 2024.
Ni piense usted en la pesadilla que ello significará, una década más de agresiones, bombardeos y redadas porque tienen que perseguir a unos cien militantes de Al Qaeda, cifra que un oficial del Departamento de Defensa le dio a Reuters en condición de anonimato como número de esos terroristas en territorio afgano.
Más que uniformados y armas, Afganistán necesitaría una ayuda que algunos analistas consideran necesidad desesperada para incrementar la salud de sus 30 millones de habitantes, pues este es uno de los tres países del planeta donde la poliomielitis es todavía endémica, y uno de cada cinco de sus niños mueren antes de cumplir los cinco años.
¿Y cómo anda el patio?
Pero los 631 000 millones destinados al Pentágono son, además, una bofetada a los derechos humanos de su propia población.
El viernes 7 de diciembre, la Oficina de Gestión y Presupuesto de la Casa Blanca de Barack Obama pidió al Congreso 60 400 millones de dólares de fondo suplementario para la limpieza y reconstrucción de las zonas devastadas en la costa este por el huracán Sandy —que dejó a su paso por EE.UU. en octubre más de un centenar de muertos y causó extensos daños a la infraestructura de New York, New Jersey y Connecticut, estados que están pidiendo una cifra mayor para esas tareas: 82 000 millones de dólares.
Lo terrible es que todo parece indicar que el Congreso no será diligente en otorgar con prontitud ese monto, porque la solicitud, decía una información de EFE, se produce en unos momentos de acritud entre el Congreso y la Casa Blanca sobre cómo evitar el «precipicio fiscal», que a partir de enero próximo supondría al menos 500 000 millones de dólares, y parece llevará a que se aumenten los impuestos y se produzcan masivos recortes del gasto público.
Según EFE, «no está claro cuándo podrían debatir la solicitud de ayuda para los estados afectados por Sandy».
Otro elemento a tener en cuenta son los nuevos datos suministrados a mediados de noviembre por el Buró del Censo de Estados Unidos, que muestran a millones viviendo en la pobreza, y también millones que son salvados de la miseria por los programas de Seguridad Social, las estampillas de alimentos, o el seguro contra el desempleo.
Sin embargo, todos parecen destinados a morir en una carnicería que propician los legisladores republicanos y también algunos demócratas a favor de la austeridad y que alarman sobre el «precipicio fiscal», cuando con cortar los gastos militares tendrían la solución del déficit.
La Medida Suplementaria de la Pobreza (SPM) afirma que 49,7 millones de norteamericanos viven en la pobreza, superando los 46,6 millones que se estimaban hasta septiembre, y esa diferencia tan notable tiene que ver con aspectos como los costos médicos que empujan a las familias a la pobreza, o los empleos de menor categoría y salario que están surgiendo en estos momentos.
Expertos aseguran que los créditos a las familias trabajadoras como las exenciones por los niños, los programas de asistencia suplementaria para la nutrición y otros impiden el paso de la línea de la pobreza, pero son precisamente los programas sociales los que quieren ser recortados en el Congreso estadounidense.
La negociación que tiene lugar en la Cámara de Representantes y en el Senado, son medidas claves de cómo en EE.UU. les importa poco violar los derechos humanos elementales, aquellos que tienen que ver con la supervivencia, la alimentación adecuada, la salud, la educación, las condiciones de vida y de vivienda, la garantía del trabajo.
Otros aspectos
Por supuesto, no solo se trata de un desequilibrio presupuestario que beneficia a los poderes de destrucción sobre las necesidades humanas, hay muchas otras formas de violación de los derechos recogidas en la Declaración Universal, pero se trata de un país que se jacta de ser el defensor número uno y se toma la prerrogativa de señalar constantemente a otros como poder acusador omnímodo.
En mayo, la secretaria de Estado Hillary Clinton —como hacen cada año con total arrogancia— presentó el informe anual de derechos humanos sobre 199 países y territorios y dijo que dejaba claro «ante los Gobiernos del mundo que los estamos observando y los estamos haciendo asumir responsabilidades».
Con total desprecio hacia los demás, y sin mirarse la viga en su propio ojo, la señora Clinton asumía: «Estamos apoyando esfuerzos alrededor del mundo para darle a la gente una voz en sus sociedades, un interés en sus economías y apoyarlos, mientras determinan por sí mismos el futuro de sus vidas y las contribuciones que pueden hacer al futuro de sus países».
Y ¿qué les deja a los estadounidenses? ¿Les permiten voz al movimiento Ocuppy Wall Street que rechaza la dictadura del 1% multimillonario y la clase política que los representa o forma parte de esa élite? ¿Acaso no forma parte de una discriminación racial y económica el hecho de que en el país con mayor población penal del mundo la mayoría de los encarcelados son negros, latinos o blancos de la clase pobre?
¿Dónde deja Estados Unidos la violencia ejercida por la policía contra los manifestantes, o los transeúntes afroamericanos, o las redadas a los indocumentados en la que incluyen a los norteamericanos de origen hispano? ¿Qué decir de la vigilancia extendida a toda la ciudadanía mediante las regulaciones de la llamada Ley Patriótica? ¿Y la violación incluso de la privacidad con las escuchas telefónicas, la intercepción de mensajes electrónicos, la requisa de datos y registros personales, desde historias clínicas hasta créditos personales?
Y en las más recientes elecciones, ¿no es una violación la supresión del derecho al voto de cientos de miles mediante la purga de los registros electorales? ¿Cómo definir las ejecuciones de personas de probada incompetencia mental o la tortura psíquica que significa tener a miles en los corredores de la muerte de sus prisiones durante décadas, o a miles en confinamiento solitario, donde no pocos son —además— prisioneros políticos que no quieren reconocer como tales?
Si se aplicaran a Estados Unidos las advertencias de la Clinton, simplemente tendrían hoy —como hacen en otros países violando independencia y soberanía— que apoyar, organizar y financiar una revuelta ciudadana en su propio patio en nombre del respeto a los derechos civiles y humanos.