Somos mujeres, Estudio Teatral Macubá. Autor: Carlos Carrillo Publicado: 11/05/2022 | 08:45 pm
El teatro, la música y la danza en la ciudad hospitalaria, rebelde, oriental, son tan heroicos como la población que, aunque envuelta en las carencias y dificultades de todos, no cierra las puertas de sus coliseos.
Descubrí con tristeza cafeterías y restaurantes —estatales y privados— que hasta hace poco (tanto como los desafortunados años de pausa obligada) se contaban entre los mejores del país, y ahora han clausurado sus puertas o las abren a contadas horas y con evidente descenso en sus calidades.
Sin embargo y por suerte, para satisfacer esas «otras» hambre y sed no menos importantes, los teatros mantienen su actividad contra viento y marea, a tono con una tradición que hiciera de Santiago de Cuba todo un bastión cultural en las más diversas manifestaciones.
Y en ese saco caben no pocos centros nocturnos emblemáticos, como La Casa de la Trova o El Patio del Bolero, la primera en un concierto del notable conjunto Ecos del Tivolí, que apuesta desde hace tiempo por insuflar nuevos aires a la tradición bolerística y sonera de Cuba y el Caribe; el segundo, combinando a veteranos con rostros jóvenes que dignifican un género donde Santiago también sienta cátedra.
El «teatro de relaciones» sigue teniendo en la premio nacional de esa manifestación, Fátima Patterson, una tenaz continuadora; expresión callejera que bebe de la cultura popular tradicional y hasta de la (muchas veces mal llamada) marginalidad, viene caminando allí desde el siglo XIX, según dan fe las Crónicas de Santiago de Cuba, de Emilio Bacardí y Moreau.
Con el Estudio Teatral Macubá, que dirige, la investigadora y dramaturga prosigue sus búsquedas y aportes en la línea que desarrollaron desde el Cabildo Teatral Santiago tres de sus grandes cultores: Raúl Pomares, Rogelio Meneses y Ramiro Herrero. Aquel mundo de disfraces y bailes callejeros, de negros que danzaban, cantaban y decían textos al ritmo de tambores batá y otros instrumentos de percusión afrocubana y afrocaribeña, se resemantiza y contextualiza en nuevas realidades, pero conserva su esencia al desentrañar y reivindicar una «cultura del cimarronaje» que sigue definiendo la idiosincrasia santiaguera.
En su nueva puesta, Somos mujeres, Macubá reúne textos de Lorca, Ibsen, Shakespeare, Tenessee Williams y otros célebres autores foráneos que han enfocado en sus obras temas femeninos, para ubicarlos en la actualidad: el solar, la calle, el barrio humilde de la cálida provincia, son esta vez la sede donde se escuchan de nuevo gritos exigiendo igualdad, empoderamiento y lucha contra la violencia de género.
La perspectiva coral del relato escénico no implica que se pierda jamás la coherencia y organicidad que desde los minutos iniciales este exhibe; la polifonía vocal que literalmente superpone y alterna diálogos y frases dichas por las capaces actrices, marida con la música (tanto extradiegética como la interpretada por ellas al ritmo de los percusionistas que ejecutan en vivo) y con movimientos que delatan un serio trabajo de equipo.
Todo lo cual, unido al riguroso diseño de luces (Ángel Luis Boijolí), el expresivo vestuario (Marta Mosquera, la misma Fátima) y el consolidado histrionismo de la compañía, suman una puesta que mientras apela a la concientización y el análisis, divierte y entretiene.
En la misma línea de exponer y remover las raíces, se proyecta Teatro de la Danza del Caribe, en su sede algo apartada del centro, pero a la que vale la pena llegarse: el Complejo Rogelio Meneses.
Desde su fundación en 1988, la compañía de danza contemporánea y moderna trabaja el área geocultural que anuncia su nombre, en particular su vertiente africana. Llama la atención al ver el público (casi todo de los barrios limítrofes) la incidencia en una labor comunitaria promotora de ritmos y músicas que han encontrado en Santiago —no por gusto sede de la prestigiosa Fiesta del fuego— un asentamiento ejemplar, modélico.
Bajo la guía de la maestra Bárbara Ramos, unen a un amplio y variopinto repertorio (firmado por prestigiosos coreógrafos de la región, incluyendo los nuestros, donde sobresalen Narciso Medina o la misma directora) cantos de la tradición folclórica de varios países que forman la familia caribeña y que se interpretan en vivo.
Por ello quizá sobre uno que otro número con background que impide al apkwon —de apreciables condiciones— lucirse como lo hace respaldado por los percusionistas. Algo que por suerte no ocurre con los bailarines (jóvenes también en forma física y danzaria) al ejecutar esas tan contagiosas rumbas del área, empezando por las nuestras, y donde descuellan piezas muy rítmicas, diseñadas con encomiable creatividad por los coreógrafos Miguel Ángel Herrera y Carlos Herrera, además de por la propia Bárbara Ramos, cuyo finale con tutti , Merenceú, fue encargado a ella por el fundador y primer director de la compañía, el maestro Eduardo Rivero Walker (1936-2012), y sigue
representándose como ofrenda perenne a su memoria.
Una compañía, en fin, que nos enorgullece en tanto ciudadanos de una patria que trasciende nuestras fronteras y hermana por sus bailes y ritmos: ese inmenso Caribe que nos une, que enaltece fundiendo tradición y acertadas rupturas.
Volviendo al teatro, el veterano grupo A dos manos presentó en la céntrica sala del Cabildo Teatral una versión de Nelson Acevedo sobre Comedia a la antigua, del «rusoviético» Aleksei N. Arbuzov (1908-1986), uno de los más populares dramaturgos en la extinta URSS.
El amor en la tercera edad, tema que ahora conoce evidente revival, ya era abordado por dramaturgos en el país eslavo décadas atrás, como demuestra la pieza de marras, que concibió este autor con una evidente influencia de su coterráneo Chéjov, cuatro años antes de su muerte.
Dueña de un tono de humor agridulce, Comedia… sigue el encuentro de dos soledades: Lidia y Esteban, quienes van desbrozando iniciales desavenencias en función de estrechar lazos y enfrentar unidos el tiempo vital que se les va acabando.
Obra Comedia a la antigua por el grupo A dos manos. Foto: Rafael Botalín
Aunque previsible y no precisamente original, se aprecia una construcción dramática esmerada —desde una perspectiva «stanislavquiana»— que tanto el adaptador como el responsable de la puesta (Orlando González) han aprovechado, incorporando esa labor en tanto personaje (el director), lo cual dinamiza y enriquece la representación.
Esta gana en fluidez y cohesión mediante el minimalismo elegido (la funcionalidad con que los objetos escenográficos intercambian funciones dramáticas), así como el atinado y sugerente vestuario, todo a cargo de un experto en tales rubros: Vladímir M. Savón. Quizá solo el diseño lumínico (Israel Reyes y el propio director) pudiera acentuar un poco más ciertas atmósferas.
La puesta sirve también como homenaje a dos grandes figuras de la escena santiaguera: el premio nacional de Teatro Dagoberto Gaínza —al frente de la compañía desde hace años— y su esposa, Nancy Campos, veteranos actores, quienes reafirman su clase y voltios histriónicos dando vida a esta pareja que logra, como ellos en su vida, como las artes escénicas todas en Santiago de Cuba, afianzarse y estrechar vínculos a pesar de los pesares.