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El Camino de la Jungla

Hace 45 años, con la primera visita del Comandante en Jefe a Vietnam, se inició una de las acciones más bellas y también más delicadas de la guerra en aquel país asiático

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA.— El murmullo del avión invitaba a dormir; pero a la mente regresó la figura del comandante Raúl Díaz Argüelles, cuando dijo: «Nadie puede saberlo, León». Y lo volvió a ver, con las cejas apretadas, antes de repetir despacio y con voz baja: «Nadie, León. ¿Entendiste? Nadie». Y así fue. Solo lo conocían los necesarios, incluido el grupo de 23 cubanos que ahora volaba en el avión, y aún entre ellos el secreto permanecía. Viajaban con la fachada de constructores civiles y la única arma que portaba cada uno era un machete guardado en el equipaje.

De todos modos las interrogantes estaban y el comandante Pablo Roberto León González las debía imaginar. Estas comenzaron a finales de septiembre de 1973, cuando fue llamado a la Décima Dirección del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar), donde Argüelles lo instruyó. En noviembre recibirían a 43 vietnamitas y durante seis meses les enseñarían las vías de montaña en Pinares de Mayarí y todos los secretos de la construcción de carreteras en la Escuela de La Coca, en Campo Florido. Los cubanos que los atendieron, por una orden firme de León, omitieron hacer las preguntas que los carcomían por dentro. Los asiáticos, por su parte, con sus sonrisas impenetrables y su andar silencioso, tampoco mencionaron la guerra y, por lo tanto, las incógnitas, junto a las de quiénes eran ellos y para qué estaban en Cuba, quedaron en un limbo de complicidad que nadie rompió.

Sin embargo fue precisamente en Hanói, la capital de Vietnam del Norte, donde León sintió la primera alarma. Era el 11 de agosto de 1974, acababan de aterrizar, y su segundo, el mayor Justo Julián Chacón López, le informó. Chacón, el ingeniero Enrique Silva Galiano y el especialista en piezas de repuesto Orlando Prado Ledo, habían llegado antes para explorar las zonas del sur. Todo marchaba bien; pero el hotel donde se alojaban, el Ki Liem, era un hervidero de especialistas cubanos en los más diversos oficios.

Un grupo de ellos preguntó: «¿Y ustedes qué son?». Chacón sonrió: «¿Nosotros? Peloteros». Los técnicos abrieron la boca. «¿Peloteros?» «Sí, sí: peloteros». «¿Y también vienen a enseñar a los vietnamitas?» Chacón movió la cabeza. «Sí, sí..., claro». Los cubanos permanecieron callados. Al final encogieron los hombros y dijeron: «Caramba, qué bien».

El secreto mejor guardado

Nunca más preguntaron y nadie se esforzó por imaginarse que aquel grupo de cubanos venía a ampliar el Camino Ho Chi Minh, uno de los misterios mejor guardados por los vietnamitas durante la guerra. Lo iniciaron en 1959 y durante 15 años lo convirtieron en un sistema de vías en medio de la jungla por el que se escurrieron los pelotones de soldados rumbo al sur, para sustentar la lucha por la reunificación del país. Los americanos vivían obsesionados con él. Marcaron su posible ruta en los mapas, cubrieron de bombas los bosques que lo ocultaban, regaron censores térmicos en la selva para detectar el avance de los hombres y, aun así, los guerrilleros continuaron pasando.

Fidel lo conoció con exactitud la noche del 16 al 17 de septiembre de 1973. Dormía, después de regresar del Frente Sur, en su primera visita al país, cuando el primer ministro Phan Van Dong y el comandante del Ejército, el general Giap, lo despertaron y en un mapa detallaron sus 16 000 kilómetros de largo. Luego pidieron el entrenamiento de técnicos suyos en Cuba, equipos para ampliarlo e instructores cubanos en el terreno. A cada pedido, el líder cubano dijo que sí, con una sonrisa.

Dos meses más tarde partían hacia Cuba los 43 soldados-ingenieros que serían atendidos por el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias en la Escuela de Campo Florido. Aunque salieron vestidos de civil por Moscú, en el aeropuerto de Rabat, en Marruecos, la inteligencia norteamericana los fotografió y pensaron que eran un grupo de tanquistas con rumbo a La Habana para recibir cursos sobre un nuevo modelo de tanque soviético que los vietnamitas lanzarían al combate.

Fue uno de los tantos despistes que hizo respirar a los implicados en el secreto; pero solo por poco tiempo, pues las tensiones no tardaron en aparecer. Comenzaron en el puerto de Haiphong, de Vietnam del Norte, el 24 de septiembre de 1974, al atracar el buque Imías con el equipamiento comprado a los japoneses. El capitán bajó preocupado. «¿Qué pasa?», preguntó León. El marino dijo: «En Tokio agarramos a un intruso en la bodega». Y la voz se oyó más grave: «A lo mejor sabotearon la carga».

Un fantasma En el puerto de Haiphong

El fantasma de La Coubre volvió. En el buque y a toda la redonda solo permanecieron los hombres necesarios, a la espera de los zapadores que revisaron cada milímetro del barco y de cada buldócer antes de ser izado. El 11 de octubre la carga estuvo en tierra.

Solucionados los detalles de última hora, entre estos pedir el lubricante a Cuba para echar a andar los equipos, pues en Vietnam del Norte no existía el tipo requerido, las motoniveladoras, los camiones, las autogrúas y todo lo demás, en su mayor parte, fueron montados en tren hasta el distrito de Vinh y, de ahí, en una caravana de más de cien vehículos gigantes, manejados por los operadores asiáticos y que atravesaron el Paralelo 17 hasta la provincia de Quan Tring, en el mismo Frente Sur.

Un cubano, al saber que andarían por 250 kilómetros de caminos reventados por las bombas, se lamentó: «Sufrirán más que si los bombardearan». Pero llegaron y de inmediato se iniciaron las clases, las que incluían el manejo de los laboratorios móviles comprados también por Cuba en Japón y traídos a bordo del Imías.

Para encontrarse con los alumnos, León y sus 22 hombres debían caminar dos kilómetros hasta el río Ben Hai. Abordaban unas canoas con motores fuera de borda, que remontaban la corriente zigzagueando entre las rocas que sobresalían del agua o escabullendo los peñascos que se mantenían ocultos bajo la superficie. Luego subían un farallón y, en un claro tranquilo y rodeado por la selva, encontraban las cabañas de la escuela.

Parecía el lugar más desprotegido del mundo, si no fuera por las escuadras de soldados que de pronto aparecían en fila india por los linderos del bosque, apenas sin hacer ruido, para desaparecer sin dejar rastro y sin inmutar la voz de los traductores y la expresión impenetrable de los alumnos. Pese al remanso de paz, las marcas de la guerra estaban cerca y surgían por doquier mientras se hacían las clases prácticas y se asfaltaban los kilómetros indicados por el mando vietnamita.

«Por todas partes se recogían cascotes de metralla —cuenta León—. Podían llenar camiones con lo que se descubría. Otras veces eran unos bolones de acero y nos explicaban que eran parte de las bombas de racimo. Una vez encontramos una inmensa. Había quedado enterrada, sin explotar, y tenía aletas en la punta. Pero el susto más grande fue un día en que uno de los buldóceres ampliaba un trillo para tirar después la carretera. La máquina echó para alante y sonó una explosión. La cuchilla y los brazos de la máquina salieron volando. El operador se bajó atontado. Dio unos pasos, como si fuera un sonámbulo. Puso una rodilla en tierra, después la otra y luego se desmayó poco a poco, sin que lo pudieran levantar de nuevo».

Sonrisas en un vacío de la muerte

El puente de Ham Rom parecía un brazo de 80 metros de largo, medio torcido; pero renuente a caer en el río que le pasaba por debajo. León veía a las filas de aldeanos andar sonrientes, cargados de avituallamiento, cuando escuchó: «Aquí derribaron 116 aviones», y se viró para el oficial que lo acompañaba. Pidió que explicara y el uniformado contó que los americanos se habían ensañado con el puente. Para llegar, sin embargo, tenían que lanzarse en picada por un cañón rodeado por tres montañas, repletas de baterías antiaéreas. El oficial extendió el brazo:

—Caían en picada; se veían muy claros, con toda la pintura del fuselaje. Cuando pasaban por ahí —y apuntó la salida del cañón— aparecían convertidos en unas bolas de fuego, que lanzaban chispas por todas partes.

León lo observó con detenimiento. Tenía la misma sonrisa de todos sus compatriotas; tal parecía que Vietnam era el país de la alegría. Lo sospechó al ver a las mujeres del distrito de Han Nam, que bajaban, en hileras interminables y con sus vestidos negros, por las laderas de las montañas y cargadas con canastas llenas de arcilla para reparar a mano las compuertas de una presa destruida por los bombardeos. También lo presintió mientras las veía colgadas en los precipicios de las montañas, mientras hacían a martillo y cincel el talud de las carreteras para el Camino Ho Chi Minh.

Lo único que les cambiaba eran los ojos. Los de aquellas mujeres y los de este vietnamita, que lo acompañaba a la entrada del Ham Rom, transmitían cierta serenidad, ligada con satisfacción. En cambio fue diferente la expresión que encontró en las facciones de otro oficial. Días antes avanzaba por una carretera, cuando al momento la selva se convirtió en un lugar vacío. Todo era tristeza pura. Ni siquiera soplaba el viento y los árboles se veían con los gajos caídos y sin hojas. Lo que antes era una muralla vegetal infranqueable, ahora estaba convertida en un potrero de pastos derretidos y tristes por un amarillo que no podía ser de este mundo.

León palpó el ambiente de cementerios que había en el lugar. Comentó: «Esto lo hizo el fuego, ¿verdad?», y miró al oficial. Ahí estaba la sonrisa; pero los párpados se habían entrecerrado. «No, no lo hizo el fuego». «Entonces, ¿qué fue?». El hombre tomó aire y, por primera vez y solo por un instante, la tristeza de los ojos se juntó con la expresión de los labios. Permaneció con la vista fija en la llanura de la muerte que tenía delante y murmuró:

«Esto lo hizo el Agente Naranja».

La jungla no habló

El 23 de febrero de 1975 el general Don Si Nguyen apareció en la escuela. Roberto León no lo vio, pues estaba en Hanói rindiendo el parte; pero el mayor Justo Julián Chacón López se asombró de los rasgos enérgicos, y el carácter abierto y jocoso que exhibió el militar en comparación con la parquedad habitual de los alumnos del centro.

Sin embargo, detrás de ese temperamento se escondía uno de los cerebros del Camino Ho Chi Minh. Era el jefe de retaguardia de la Zona 1, por donde pasaba el Camino, y uno de los causantes de que los norteamericanos vivieran desquiciados. Muchas veces los rangers despegaron en helicópteros, pensando sorprender a los guerrilleros, cuando descubrían que estaban en una trampa y que los avisos emitidos por los censores no provenían del calor de los soldados, sino de los búfalos puestos en la zona por los hombres de Don Si Nguyen.

Ese día, después de recorrer la escuela y mientras departía con los oficiales cubanos, dijo como distraído: «Si todo sale bien, creo que en mayo conocerán a Saigón». A lo mejor no lo entendieron; pero noches más tarde en el campamento se oyó un cañoneo duro y pesado. Cada explosión parecía un bramido y se quedaba en un eco antes de apagarse. León permaneció atento unos segundos y dijo: «Parecen americanos, y están tirando como a 40 kilómetros de aquí».

Días después, por la noche, los murmullos del bosque se callaron de repente y un martilleo, constante y seco, se regó por la selva. Al amanecer, León y la tropa vieron las marcas dejadas por las esteras de los tanques. Unas veces se topaban con columnas de camiones, que avanzaban repletas de soldados vietnamitas por las carreteras recién asfaltadas. En otras, los vehículos aparecían en medio de la jungla, sin saber cómo habían llegado y cubiertos de ramas de árboles.

«Era una ofensiva muy grande y las tropas nunca dejaron de pasar, día y noche, día y noche. Sin descanso», cuenta León.

Era más grande aún. El ataque se desencadenaba en cinco direcciones al mismo tiempo e iba a acabar con la jugada del presidente de Vietnam del Sur, Nguyen Van Thieu. Firmados el 27 de enero de 1973 los Acuerdos de París, en los que se fijaba la retirada de los Estados Unidos, el espionaje había detectado —y así se lo habían hecho saber a Fidel— que la facción de Thieu preparaba en su capital, Saigón, una crisis para acentuar la guerra e impedir el retiro total de los yanquis. Por lo tanto se necesitaba reparar las autopistas y asfaltar el Ho Chi Minh y sus enlaces con las demás carreteras y así propiciar el paso de los ejércitos del norte.

Para finales de abril, los cubanos y sus alumnos habían concluido la teoría y se concentraban en las clases prácticas, que los llevaron a pavimentar 2 420 metros en distintas carreteras. De ellos, 1 710 fueron entre las cordilleras de montañas que ocultaban al Ho Chi Minh, en medio de un calor de 40 grados que forzaba a los caribeños a andar con una toalla mojada en la cabeza, mientras que por las noches el frío los obligaba a acostarse con ropas y a taparse con dos mantas.

Todas las mañanas, un coronel o un teniente coronel vietnamita llegaba a la escuela y le informaba a León de la marcha de los combates. Los datos se marcaban en un mapa, colgado en la pared, en cuya superficie las anotaciones se fueron extendiendo. El día 30 de abril de 1975, al despertarse, los cubanos lo hicieron todo como era costumbre. Revisaron el interior de las botas y debajo de las camas para comprobar si había alguna serpiente. Remontaron el Ben Hai y empezaron las clases. León recuerda que en su cabaña se sintieron unos pasos en el piso de madera. En la puerta estaba el Coronel, con una sonrisa diferente. Ya no se veía tan impenetrable como otras veces, y menos aún cuando se paró delante del mapa sin pronunciar una palabra. Miró a León, marcó un punto en el plano, en el extremo más al sur del país, y dijo con los ojos brillantes:

«Hoy tomamos Saigón».

El coronel (r) Pablo Roberto León González dirigió el contingente de colaboradores cubanos para pavimentar el Camino Ho Chi Minh.

Mapa utilizado por el coronel (r) Roberto León, donde se señaló el avance de la ofensiva sobre Saigón. Foto: Cortesía del entrevistado

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