El recinto constituye una importante fuente referencial en torno a las circunstancias en que se consumó el crimen de Barbados. Autor: Pastor Batista Publicado: 21/09/2017 | 05:13 pm
LAS TUNAS.— Pocos actos terroristas en la historia de la humanidad han indignado y conmovido tanto a la opinión pública del planeta como el perpetrado contra una aeronave de Cubana de Aviación en pleno vuelo el 6 de octubre de 1976, minutos después de despegar del aeropuerto de Seawell, en la caribeña isla de Barbados.
Aquel crimen horrendo, en el que murieron 73 personas, será por los siglos una herida a prueba de cicatrices en el corazón mismo de la Patria. Su mentor confeso, el asesino Luis Posada Carriles, pasea su impunidad por algún lugar de Miami. ¡Qué afrenta! «Tal vez es ley —dijo Martí, aludiendo a los Estados Unidos— que en la raíz de los árboles grandes aniden los gusanos».
Entre las víctimas del monstruoso sabotaje figuraron los miembros del equipo juvenil de esgrima de Cuba. Retornaban a casa, luego de conquistar allí los máximos honores en el Campeonato Centroamericano y del Caribe de la especialidad, celebrado en Venezuela. Eran 24 deportistas, 16 de los cuales apenas promediaban 20 años de edad.
Rotman, oficial de la torre de control del aeropuerto de Seawell, declararía dos días después de la tragedia: «Pero, ¿quién odiaba a esos muchachos? Casi todos en ese avión eran jóvenes… No solamente los deportistas, digo que casi todos los deportistas, los tripulantes, los guyaneses. Ocho guyaneses eran estudiantes y otros tres eran abuela, hija y nieta. La niña, de solo nueve años. Todos inocentes y sanos. Y si una cosa así ha podido suceder, ¿quién puede estar tranquilo en este mundo?».
Leonardo y Carlitos
Dos de los jóvenes esgrimistas asesinados eran tuneros. Carlos Leyva González acababa de cumplir 19 primaveras y en él estaban cifradas grandes esperanzas para el ciclo olímpico; Leonardo Mackenzie Grant tenía apenas 22 años y un creciente prestigio en la arena internacional. Sus familias quedaron destrozadas por la tragedia.
«Mi mamá no pudo superar jamás aquel golpe —declaró tiempo después Maricela, hermana de Carlitos—. ¡Hasta tuvo que dejar el trabajo! Aseguraba que lo veía en la puerta de la oficina, como cuando él iba a verla allí. Ella murió de una trombosis cerebral, con su enorme dolor por dentro. Mi padre sufrió un infarto y falleció en 1979, a los tres años del sabotaje. Tampoco logró reponerse del trauma».
Para honrar eternamente la memoria de Leonardo y Carlitos, existe aquí el Museo Memorial Mártires de Barbados. Es la única institución de su tipo en Cuba, y encarna la voluntad de propiciarle al visitante un acercamiento a sus biografías a partir de documentos, fotos, trofeos, medallas y objetos personales suyos. El recinto constituye también una importante fuente referencial en torno a las atroces circunstancias en que se consumó el crimen.
Así nació el Memorial
Fue el comandante Faure Chomón, por aquel entonces primer secretario del Partido en Las Tunas, quien tuvo la idea de concebir un museo que perpetuara en la comarca el recuerdo de ambos mártires. La casa donde residía la familia de Carlitos se pintaba de maravillas para tal propósito, tanto por su simbolismo como por su construcción: un inmueble de dos niveles, forrado de madera y con techo de cinc, que el padre del esgrimista —carpintero de oficio— había levantado a pocas cuadras del centro histórico de la ciudad. Se habló sobre el tema con sus inquilinos y ellos, de buen grado y voluntariamente, aceptaron mudarse para otra vivienda.
«A los pocos días de concertado el acuerdo, Faure me pidió que asumiera la restauración del local —evoca el escultor Rafael Ferrero—. Las obras tomaron algún tiempo, porque, como la armazón estaba medio hundida, hubo que enderezarla y hasta sustituir las tablas de las paredes y las losas del piso. Valió la pena, pues el resultado no pudo ser mejor».
A Ferrero le aguardaba otra tarea: ¡construir en el patio una academia de esgrima para niños! «Se hizo para vincular el conocimiento de la historia con la práctica del deporte —dice—. Entre los primeros matriculados figuraban parientes de Carlitos y de Mackenzie, dispuestos a ocupar su lugar».
Radiografía del museo memorial
El museo abrió sus puertas el 2 de julio de 1977, luego de un intenso período de búsqueda de información y de acopio de muestras para sus vitrinas. Tan pronto las franquea el visitante, recibe un impacto visual: las fotos de las 73 víctimas, incluyendo las de cinco coreanos y 11 guyaneses. Eriza la piel, emociona hasta los tuétanos avistar tantos rostros llenos de vida. Solo alguien con alma de monstruo, orfandad de sentimientos y entrañas de hiena pudo matar a personas así y arrebatarles de un zarpazo la sonrisa.
Junto a las imágenes ordenadas en filas, una pintura remeda al DC-843 de Cubana y, al lado, la cronología desde que despegó en Guyana, sus escalas en Trinidad-Tobago y Barbados, y, finalmente, su caída al mar frente a una playa repleta de bañistas atónitos ante la tragedia.
Un croquis reproduce la ruta del avión, según la captó el radar del aeropuerto de Seawell. Desde un sencillo pedestal, un trozo de fuselaje rescatado en el océano acusa a los asesinos.
Hay pertenencias de los mártires por doquier. Aquí, una instantánea de Carlitos a los 35 días de nacido. Allá, su carné de la UJC y el de usuario de la biblioteca. También una libreta con notas de clases y su diario de entrenamiento. Una postal dedicada de su puño y letra a su mamá por el Día de las Madres hace humedecer las pupilas.
Desde un mural aledaño, un certificado emitido por el Comité Olímpico Mexicano reconoce las excelentes dotes de floretista de Leonardo. También le pertenecieron y se atesoran ahora trofeos, placas, ropa, un radiograma dirigido a su hermano Alexander, armas, un comprobante del Servicio Militar, llaveros, cartas de referencias, su carné de identidad…
Medallas, escultura y academia
El museo muestra las preseas Soles sin manchas, conferidas por el Comandante en Jefe a los familiares de las víctimas al cumplirse 25 años del crimen. En la despedida de duelo había dicho: «Sus medallas de oro no yacerán en el fondo del océano, se levantan ya como soles sin manchas y como símbolos en el firmamento de Cuba».
En el patio de la institución una escultura se yergue como una advertencia al enemigo. Inspirada en las víctimas del acto terrorista, se nombra Nuestros muertos alzando los brazos, y es obra del matancero Juan Esnard Heydrich, quien la donó al museo en 1978. Para crearla apeló al famoso verso de Bonifacio Byrne que la identifica, emblema de la hidalguía y el valor del pueblo cubano.
La pieza está construida en metal soldado, cuyas asperezas le conceden gran dramatismo. Remeda un cuerpo humano despedazado y consumido por el fuego, pero erguido a pesar de todo, con un brazo en alto y el puño cerrado, dispuesto a defender el suelo, la dignidad y la soberanía de la Patria. La obra le otorga gran simbolismo al entorno.
En la parte trasera del inmueble, donde una vez estuvo el taller de carpintería del padre de Carlos Leyva, el área de esgrima es una alegoría a los caídos en aquella salvaje masacre. Allí se han formado varias generaciones de esgrimistas, casi todas bajo la mirada de Delio Pavón, quien fuera entrenador de Leonardo y de Carlitos.
Puertas afuera
Pero el memorial es más que fotografías, esculturas y anaqueles. Entre sus propósitos figura también insertarse en la comunidad para hacerla partícipe de la historia de un crimen que, 35 años después, continúa lacerando con la intensidad del primer día la sensibilidad de los cubanos.
«Tenemos varias actividades que nos caracterizan —relata Yamidelkis Hernández, directora de la institución—. La Estocada Cultural, por ejemplo, está dirigida a los jóvenes. Con los niños desarrollamos un encuentro con variados juegos de participación y comentarios sobre efemérides relacionadas con las víctimas. También hacemos extensión hasta hogares maternos, escuelas, centros de trabajo, casas de los abuelos de la ciudad…
El museo mantiene exposiciones fijas de Carlos y Leonardo. Pero para montar muestras transitorias de mártires de otras provincias apenas cuentan con objetos personales suyos, exceptuando a José Ángel Fernández, cuya madre hizo algunas donaciones. Con la colaboración de sus familiares, la institución podría convertirse en referencia nacional.
Cuando estoy a punto de marcharme, varios niños irrumpen desde la calle. Son alumnos de una escuela especial cercana, y vienen a codearse con la historia. Según me cuentan, lo que aprenden aquí lo llevan al aula. Y si por azar alguien menciona en su presencia a Posada Carriles, se indignan. Ellos saben que sobre su conciencia —aunque dudo que la tenga— pesa el crimen de Barbados.