La mujer que escapa a los roles ancestralmente asignados debe ser temida, así nos educan a través de la literatura y el cine
No te enamores de una mujer intensa, lúdica, lúcida e irreverente (...) de una mujer así jamás se regresa.
Martha Rivera-Garrido
La mujer que escapa a los roles ancestralmente asignados a su género debe ser temida. Así nos educan desde la cuna a través de cuentos, canciones y películas que condenan a la bruja, la Medusa, la vampiresa, la casquivana...
Como complemento, en casi todas las culturas lo femenino representa la debilidad humana, lo demoníaco, la lujuria. Los estereotipos se mueven entre los roles aplaudidos (virgen-esposa-madre-servidora) y los condenados, cuyas conductas, reales o de creación artística, satisfacían una fantasía recóndita del ideario masculino: la hembra irreverente y sexualmente disponible que subvierte los cimientos del patriarcado, pero es pisoteada por ellos.
Desde su sacrosanta posición de jefe y guía de hogares, naciones e imperios, un hombre veía su estatus tambalearse si sucumbía ante el poder de la seducción. Su juicio era cuestionado, sus ciudades ardían como Troya...
Para evitarlo debía conseguir una mujer ideal: dulce, sumisa, maternal (como la venden todavía los memes). Una capaz de dejar las riendas del mundo en las sabias y varoniles manos del padre, el hermano, el esposo.
El pánico provocado por la mujer transgresora se reflejó en constructos que sirvieron para etiquetarla y penalizar su existencia, casi siempre con muertes horrorosas luego de ser violadas y mancilladas públicamente. Pasó hace siglos y pasa en naciones de fuertes raíces patriarcales, con leyes que aún sostienen esa violencia estructural.
Cuando el cristianismo llegó a ser cultura dominante en buena parte del mundo conocido, muchas mujeres sufrieron discriminación por sus conocimientos de la naturaleza. A diferencia de las sacerdotisas, magas y sibilas de etapas anteriores, reverenciadas por su sabiduría y belleza, el arquetipo de bruja medieval representa una mujer fea, maligna, problemática. Se le acusó de confabulación con el demonio y de socavar la paz de la sociedad y los estatutos eclesiásticos.
Bajo ese manto de impiedad, la Santa Inquisición condenó a muchas a la hoguera. La mayoría eran viudas o solteras que ejercían oficios de curanderas y comadronas, o vivían de su sexualidad, a falta de opciones, y se les acusaba de mancillar el pudor y la santidad del matrimonio (ellas, no los maridos infieles o los clérigos que las abusaban).
Entre 1450 y 1750, decenas de miles de personas murieron en esos juicios. Que la mayoría fueran mujeres prueba que el suceso tuvo un claro sesgo de género, simbolismo presente en las civilizaciones modernas cuando se tilda de bruja a una mujer que «domina» a los hombres con el sortilegio de ejercer su dignidad sin sumisión.
A mediados del siglo XVIII surge, a través de la literatura, un nuevo personaje de apetitos insaciables: la vampiresa. Si bien los hombres tienen el rol protagónico en esa especie deshumanizada y feroz, su contraparte femenina llegó para encarnar el erotismo de lo prohibido: la criatura nocturna que con un sensual mordisco somete al hombre y hace su vida miserable.
Hasta nuestros días, en el imaginario popular perpetuado en cómics, series y leyendas, la vampiresa encarna a la mujer sexualmente agresiva, sin límites morales. Pero no es la única: a finales del XIX (tal vez en respuesta al naciente movimiento feminista) la literatura parió otro personaje controvertido: la femme fatale, que no es ya una figura mitológica, sino una mujer real.
A este ser bello manipulador, peligroso, capaz de pervertir y anular la voluntad masculina hasta robarle su prestigio social se le nombró Vamp en los inicios del cine mudo, pero su boom cinematográfico se dio en los años 40 del siglo XX y terminó de cuajar con ribetes negativos tras la Segunda Guerra Mundial, cuando muchas jóvenes no aceptaron retroceder al universo hogareño y devolverles la calle en exclusiva a los hombres.
Llevarlas a las fábricas durante la gran guerra no había sido un reconocimiento a la igualdad de capacidades, sino otro modo de apelar a su sacrificada abnegación. Por eso el cine se inundó de antiheroínas independientes y seguras de sí, devoradoras de hombres que pretendían seguir al margen de las tradiciones: un desafío que les costó siempre en el celuloide un final trágico, sutil escarmiento en el que (de paso) arrastraban al caballero que sucumbía a su perversa seducción, para escarmiento de todos.