Un joven camagüeyano portador de la enfermedad conversa en exclusiva y por primera vez con JR Pregunte sin pena
Camagüey.— «Mi vena estaba canalizada, tenía una fiebre muy alta y mientras me inyectaban el antibiótico, la frase de aquella enfermera me dejó sin sueño: “Antes de tener esa enfermedad es preferible estar muerto”. Desde entonces me acompaña. Es como una sombra que me despierta en las madrugadas.
Aquel día me arranqué la aguja y me fui, pero no he podido hacer lo mismo ni con su expresión ni con su mirada: con cada recaída vuelve el temor a ser atropellado. Eso es lo que más daño nos hace a los que vivimos con el VIH/sida.
«A pesar de todas esas cosas es posible vivir tranquilo. Hasta he pasado meses sin su presencia aquí en mi mente. La cotidianidad te envuelve, sus miles de responsabilidades, las alegrías que la vida te regala... El mundo no termina con el sida, y vivir me hace olvidar por completo a veces que estoy enfermo».
—¿Qué te recuerda tu enfermedad?
—Vivir con VIH implica un cuidado enorme, que a veces llega a ser excesivo, lo cual te recuerda constantemente que estás enfermo. Pero lo llegas a asumir. Te acostumbras, como un alimento que te llevas a la boca, y por eso no mella ni tu espíritu ni tu alegría.
«Las cosas que te la recuerdan como una maldición, son la falta de respeto y el desconocimiento de personas que en muchas circunstancias hacen que el recuerdo sea doloroso, aunque en mi caso reconozco que soy afortunado».
—¿A pesar de esas miserias humanas?
—Sí. El VIH llegó cuando más alegre estaba. Desde que era un niño, mi sueño fue siempre el teatro, y días después de aquella noticia fundaba mi propia compañía: El Viento, que desde mucho antes se venía consolidando. Se concretó justo cuando más lo necesitaba. ¡Qué inteligente la vida!
«Sin embargo, junto a esta dicha viví cada instante... Si la muerte se pudiera describir, yo me atrevería a hacerlo. Incluso llegué a escribir mucha poesía, que nunca más he leído ni enseñado a nadie, por su contenido de tristeza.
«Con el diagnóstico, el mundo se me encogió y el corazón se me estrujó. Sin embargo, la atención multifactorial en el Sanatorio me ayudó a salir de aquella agonía. Recuerdo dos nombres excepcionales: Trinquete y Osvaldo. En solo 21 días interioricé que más allá de esta enfermedad, hay esperanza y hay por qué vivir.
«Después me indicaron los antirretrovirales: tomo seis tabletas diarias. ¿Cuántos enfermos están muriendo en el mundo por falta de estos medicamentos? ¡Cuánta suerte la de ser cubano y vivir en Cuba!
«Además, tener el sida me permitió valorar la clase de familia que tengo, pues de hecho no todos los enfermos la tienen. Y soy afortunado también por mis amistades y por mis éxitos ante el público. Gracias a tanta fortuna pude crecerme y no quedarme en el camino».
—¿Si pudieras describir esos momentos, cuáles estarían en tu mente por siempre?
—Los hay muy buenos, pero también muy malos. Entre los primeros, recuerdo a mi madre deseando ser ella la enferma y no yo... O cuando mis hermanos lloraron junto a mí al saberlo. Son instantes muy tristes, pero lindos a la vez.
«Pero también estoy marcado por la actitud de una directora de un centro de arte que, violando toda ética, vetó ella sola mi deseo de ser profesor de teatro. Me lo imposibilitó alegando falta de preparación cuando ya era, y soy, un profesional. Averigüé, me quejé y salió a relucir la verdad: el sida.
«Las disculpas se sobraron después de la investigación, pero yo no pude, por lo menos en ese curso, incorporarme a la docencia. Recuerdo que fue un año muy duro porque al final tuve que vivir el mal rato del desprecio y no me recuperaba anímicamente, hasta que mi público de niños y jóvenes fueron curando la herida».
—¿Para superar cada golpe de esos, qué se necesita?
—Ni coraza de hierro, ni venganza, ni odio: solo valorarte como persona, ser mejor profesional y mejor ser humano, por sobre todas las cosas. Tener sida no se puede ocultar, hay que convivir con eso como si fuera una diabetes. Quien viva evitando su verdad se convierte en esclavo de sí mismo.
«Claro, no cuestiono a nadie. No es fácil soportar las embestidas de la gente. Incluso mantener o encontrar una pareja siempre es un problema. Aunque me cueste caro, yo digo la verdad, pero con temor: hay quien no te acepta y se va, pero por encima de todas las cosas duermo tranquilo».
—¿Se te hacen difíciles las preguntas de tus estudiantes en el aula?
—Hay muchas preguntas, sobre todo las que tienen que ver con el contagio. Cuando les cuento que lo adquirí en una relación estable, por no protegerme, el mensaje llega, y hay quien se queda muy preocupado. Creo que desde el aula me he convertido en un promotor de salud.
«Ha existido una apertura muy certera acerca del sida en los últimos tiempos, e informaciones que antes no se tenían, y esto realmente ayuda a que te acepten, sin embargo, siempre es difícil. Al principio temía, pero con el tiempo, con el prestigio que te ganas como profesor y con esta nueva etapa de conocimiento, es otra la realidad».
—¿Sigues los pasos de El Viento...?
—En metáfora te respondo que sí, estoy como el viento, en cualquier lugar. Profesionalmente hemos logrado cosas inimaginables y hemos visitado lugares donde nunca antes había llegado una compañía de teatro.
—¿Proyectos?
—Hablar de proyectos en mi vida resulta gracioso. La cuestión es que desde que me diagnosticaron la enfermedad, hace nueve años, cada vez que comienzo uno, le pido a la vida poder disfrutarlo. Esto se me ha convertido en un mecanismo de defensa, como un apoyo espiritual o algo así. Y ya son 12 los proyectos materializados.
«Ahora preparo un espectáculo para el próximo año que tendrá como tema el VIH. Es la primera vez que me atrevo a hacerlo, pues ya tengo alguna experiencia acumulada para poder tratar los diferentes personajes. Solo anticipo que habrá de todo en la obra: risas, llantos... pero sobre todo será un trabajo donde la reflexión acompañará cada escena. He convertido este proyecto en un compromiso conmigo y con los jóvenes».
—¿A qué le temes?
—Lo más difícil está fuera de la atención sanatorial: no en la casa, sino en la sociedad. Temo tener un accidente y caer en las manos de alguien como aquella enfermera... temo ser despreciado, discriminado... Temo a esta entrevista».
—¿Por qué la has concedido?
—Porque puedo mantener el anonimato y... no sé. Quizá porque ya no soy el mismo joven que se enfermó cuando tenía 21 años. Siento que he madurado e interiorizado mi realidad.
—¿Tus deseos?
—Por lógica, que apareciera una cura, y si se trata de algo más inmediato, desearía seguir respirando como hasta ahora, y contar eternamente con tan buenos amigos y con mi familia.