La amarga experiencia vivida por jóvenes trabajadoras hizo que en la sociedad estadounidense se hicieran rectificaciones en la forma de enfocar la radioactividad y la seguridad laboral
A inicios del siglo pasado se vivió un frenesí tras el descubrimiento del radio, en diciembre de 1898, por los esposos Curie. En aquellos tiempos dicho material llegó a ser catalogado como «el elemento químico del momento» que sedujo a los científicos por sus peculiaridades fisicoquímicas.
Surgieron los empresarios resueltos a lucrar a costa de la radioactividad y sin contemplar los riesgos. Por eso no es de extrañar cómo el radio era avistado como algo a lo cual se atribuían propiedades rejuvenecedoras, energizantes y hasta curativas.
Entre los productos que entonces podían contener radio estaban las pastas dentífricas, algunos alimentos, bebidas (energéticas), juguetes y hasta ropa. En medio de esa «furia por el radio» nació en Estados Unidos una corporación muy vinculada desde sus inicios con el Departamento de Defensa: la United States Radium Corporation (USRC). Esta poderosa compañía comercializó una pintura fluorescente que contenía radio, usada en relojes que podían verse claramente en la noche.
Estos mecanismos eran muy demandados por el ejército durante la Primera Guerra Mundial porque los soldados podían consultar la hora en la oscuridad. Más tarde, en la vida civil, se hizo popular ese tipo de pintura en números de casas, interruptores eléctricos y hasta ojos fluorescentes para juguetes.
Las agujas y números de las esferas de los relojes luminiscentes eran pintados a mano por mujeres muy jóvenes. En ese proceso se usaban pinceles hechos con pelo de camello. Todo indica que como resultado de la radioactividad emitida por la pintura, las cerdas se abrían y se dañaban después de unos pocos trazos.
Para no perder tiempo ni material, los patrones exigían hacer una rutina a quienes luego serían las llamadas Chicas del radio: mojar las cerdas del pincel con los labios o la lengua, chupar para afilar la punta y pintar.
Este rito se hacía una o dos veces con cada reloj que pintaban, y se ha estimado que una sola trabajadora podía pintar al día hasta cerca de 200 esferas de relojes.
Al culminar cada jornada aquellas mujeres fulguraban en la noche: la piel, cabellos, uñas, labios y dientes quedaban cargados de radio. Ellas nunca tuvieron evaluaciones médicas, y la única medida de seguridad que tenían era la prohibición de ingerir alimentos en el área de trabajo.
Los dueños y científicos de la compañía, sin embargo, sí concebían para ellos medidas para reducir la exposición al radio mediante el empleo de máscaras, guantes, pinzas, tenazas y pantallas de plomo.
A partir de 1922 comenzaron a surgir los primeros casos de daños asociados al radio contenido en la pintura de los relojes luminiscentes. Uno de esos fue el de una trabajadora de New Jersey llamada Grace Fryer.
Grace Fryer.
Aun siendo joven, Grace empezó a perder sus dientes sin razón aparente, y las heridas que quedaban en las encías nunca cicatrizaron. En otro momento, la mandíbula se desintegró con tan solo ser tocada por el médico.
En otros casos se reportaron, además, marcada anemia, afección en las caderas, acortamiento de las piernas y diferentes tipos de tumores malignos.
Los estudios de aquellas pacientes donde el mal no se detenía hasta terminar en la muerte, reveló un punto en común: todas trabajaron en la citada fábrica de relojes de la USRC, en Orange, Nueva Jersey.
De inmediato la compañía —que poseía sólidos vínculos con el Gobierno norteamericano— objetó, encubrió y menospreció los hechos. Crecieron las muertes de jóvenes obreras y los abogados de la compañía se escudaban en disquisiciones inconsistentes que incluyeron la infección por sífilis: así se procuraba dañar la reputación de las víctimas.
Por las coacciones de los gerentes de la USRC, Grace Fryer tardó dos años en hallar un abogado dispuesto a desafiar el poder de la compañía. Ella, junto a cuatro mujeres, desplegó su demanda con evidencias médicas contundentes.
El caso de las Chicas del radio captó la atención pública y se consiguió celebrar una causa contra la USRC. Pero la situación era crítica para aquellas mujeres con un pronóstico de vida muy corto, y los involucrados aceptaron un acuerdo extrajudicial: diez mil dólares para cada mujer, cubrir los gastos médicos, y un pago anual de 600 dólares durante el resto de las vidas de las enfermas.
En algunos casos la indemnización apenas cubrió el funeral. Pocas mujeres, además, lograron sobrevivir más de dos años después del acuerdo, por lo que raras veces llegaron a ver el dinero de la indemnización.
Las Chicas del radio pasaron a formar parte de los primeros anales estadounidenses de intoxicación industrial. El material radiactivo acumulado en los restos de Grace Fryer aún provoca elevados registros de radiación en los alrededores de su tumba.
Estos hechos marcaron un precedente en EE. UU. durante la lucha de los obreros por sus derechos, sobre todo en la percepción de una sociedad que hasta ese momento solo había distinguido propiedades prodigiosas del radio.