Vislumbrar el peligro solo en la inmediatez y no con la previsión que caracteriza a nuestra especie sería la peor amenaza
Durante 30 años, Manfred Gnädinger tuvo la vida que quiso en Camelle, un pueblo paradisíaco de la costa de Galicia. Allí vivió en una choza devenida museo entre objetos que él mismo tallaba y los que llegaban a la orilla cargados de salitre e historias. Taparrabo, melena y barba enmarañada eran toda su indumentaria. Nacido en Alemania, recaló por azar en aquella playa del norte español y allí decidió vivir su cuerda simpleza, alimentándose casi exclusivamente de algas, moluscos y otros frutos del mar. Un mar que era su vida y fue también su muerte.
El Prestige, un buque supertanquero de dudosa procedencia, fue golpeado por un madero en aguas territoriales españolas a principios de noviembre de 2002 y su casco se dañó seriamente. El desastre pudo ser menor, pero las autoridades del barco y las del país demoraron en actuar, cada cual apremiada por sus intereses. Días después el navío se hundía a 200 kilómetros de la costa norteña con su carga de muerte y contaminación.
La gran marea negra arrasó centenares de kilómetros de playas matando peces, plantas, aves y mamíferos, y contaminó también los deseos de vivir de aquel ermitaño que había logrado una perfecta simbiosis con su entorno.
Quién sabe si el nefasto producto intoxicó su cuerpo de 63 años, además de entrar con afilado horror por sus inocentes ojos. Cuando lo encontraron, el 28 de diciembre de ese año, encerrado en su choza para no ver más el chapapote que cubría todo a su alrededor, los vecinos dijeron que había muerto de tristeza.
En honor a Manfred se filmaron películas, se publicaron libros, se cantaron canciones. Hoy poca gente lo recuerda, su casa y sus esculturas andan casi perdidas entre las rocas de una playa que según la revista científica Science necesitará 12 años para recuperar, al menos en parte, su flora, fauna y poderío.
Aquel no fue ni el primero ni el último desastre reportado en el mundo a raíz de la explotación indiscriminada y el traslado inseguro de petróleo crudo en los océanos. En pocas décadas ha habido noticias de una treintena de catástrofes en costas europeas, dice el sitio CNN.com.
En el hemisferio norteamericano han sonado mucho al menos dos casos: el de hace 21 años en Alaska, con la pérdida del buque Exxon Valdez, y el derrame iniciado el 20 de abril pasado, a partir de una falla en una plataforma de extracción en el Golfo de México, a 67 kilómetros de la costa de Luisiana, en Estados Unidos.
Con el primero, decenas de miles de toneladas de chapapote mancillaron la blancura de las costas árticas y masacraron a miles de especies, de por sí amenazadas por el deshielo que provoca el cambio climático. Veintiún años después, el desastre aún repercute en el hábitat y modo de vida de sus sobrevivientes.
Como consecuencia del segundo, el petróleo brota imparable de las entrañas del Golfo de México desde hace ocho semanas. Una fuerte explosión desató un incendio en la plataforma Deepwater Horizon, que 48 horas después se hundía sin que sus dueños de la British Petrolium BP pudieran detenerla.
Falla humana, coincidieron en el diagnóstico varios equipos expertos: no reaccionaron los sistemas de seguridad de la conexión principal del pozo y las válvulas no lograron cerrarse. Como caja de Pandora, el yacimiento herido deja salir su carga fósil, entre 12 000 y
19 000 barriles diarios; más de 200 millones de litros sobre los 640 kilómetros de costa de Luisiana, que fuera hasta hace poco orgulloso reducto de la vida silvestre.
La compañía petrolera se declaró incapaz de controlar la situación, al menos por el momento. Lo estamos intentando todo, dicen sus voceros, como si no se tratara del peor desastre ecológico vivido en Estados Unidos.
Por mucho que se intenten paliar sus consecuencias, las mareas negras no respetan límites territoriales o marinos.
Científicos e inversionistas están conscientes de que la situación puede agravarse si finalmente se presenta una temporada ciclónica tan activa como se prevé. El desastre ocurre en aguas juridiccionales de la Luisiana, pero su impacto se siente paulatinamente en otros estados.
Vestidos de negro, como de pegajosa e involuntaria gala para la ocasión, cientos de animales se despiden de la vida. Esta es la temporada de desove de varias tortugas marinas, hospedadas desde hace tiempo en la lista roja de las especies amenazadas por la extinción; es muy difícil que superen este trance.
También es época de migraciones para muchas aves. Inadvertidas se detienen en los riscos y luego no pueden seguir vuelo con sus patas y alas impregnadas de chapapote. De frío y hambre mueren, sin terminar su viaje veraniego.
También delfines, toninas, ballenas y otros mamíferos marinos ponen su cuota de sacrificio para mostrar cuan vulnerables son las obras humanas cuando priman las leyes del mercado sobre las de la Naturaleza.
Aparentemente no hay pérdidas humanas. Pudiera pensarse que solo una persona como Manfred Gnädinger sucumbe en un desastre así, pero eso sería vislumbrar el peligro solo en la inmediatez y no con la previsión que caracteriza a nuestra especie.
El costo psicológico de estas catástrofes es altísimo para quienes viven en zonas costeras, y también para quienes se interesan por el planeta y tienen cada vez más claro el alto nivel de interdependencia de todos los ecosistemas.
Los más optimistas aseguran que el derrame se detendrá algún día. Aun así, sus ecos se reparten en miles de peces, moluscos, mariscos y otras especies marinas que a la larga se adaptan y logran sobrevivir, pero incorporan en su organismo cantidades significativas de contaminantes orgánicos persistentes, los cuales pasan por la cadena alimenticia a otros depredadores y ponen en jaque la seguridad de la alimentación humana proveniente del mar, fuente esencial para muchísimos países.
Esas mareas de petróleo dejan sin empleo por tiempo indefinido a decenas de miles de marineros, pescadores, mariscadores y gente de otros oficios asociados al mar. En estos momentos, por ejemplo, está cerrada una tercera parte de las áreas de pesca en el Golfo de México, pero pudieran ser más en unas pocas semanas.
Por ese hilo, toda la madeja socioeconómica de varios países se puede enredar. Y si al menos fuera el último… Pero no lo es. El 12 de mayo pasado colisionaron el remolcador de alta mar Seacor-Laredo con el buque tanque francés Berge Nice en el Estrecho de Magallanes, extremo más sureño del continente americano, y el derrame contaminó al menos 10 kilómetros de costa en la Tierra del Fuego. Por centenares se cuentas las aves, moluscos y peces muertos. Hay leyes, pero no se cumplen, y las empresas no asumen su responsabilidad. En la web, la denuncia de Ecocéanos News: «las autoridades han tratado de minimizar el tema y junto a la empresa no están entregando toda la información. No están dando a conocer la real magnitud de esta catástrofe.»
La avaricia humana no tiene límites. Tampoco la tristeza. Ambas pueden crecer hasta la muerte en cualquier latitud y circunstancia.
En teoría hay varios modos de enfrentar una marea de petróleo. Las playas se limpian a mano: cientos de miles de voluntarios o movilizados del ejército se arman de «salchichas», esponjas largas con la que absorben la contaminación y luego exprimen en cubetas. También se emplean palancas para raspar y mangueras que filtran el agua y conducen el petróleo a un estanque creado al efecto.
Si el derrame ocurre en altamar se puede quemar la mancha negra, siempre que haya poco viento y nada de
oleaje. Si el contaminante está concentrado en un punto (como los barcos hundidos) se pueden utilizar líquidos o espumas detergentes que interactuán con el combustible y lo deshacen, y hasta microorganismos capaces de metabolizar el petróleo en algunos años (biorremediación), para que no constituya peligro. Esta técnica se está usando actualmente en el Prestige.
Cuando se trata de un pozo cuya plataforma colapsa se emplea lodo o cemento para tratar de sellar la fisura. También se han probado una especie de embudos conectados a supertanqueros que absorben el combustible lo más rápido posible.
En el caso del Golfo de México nada de eso ha dado resultado, por lo que se preparan a perforar dos pozos auxiliares a la mayor brevedad posible (para agosto) para aliviar la presión sobre el salidero y agotar el yacimiento.
A partir de la experiencia del Prestige varias empresas europeas modelan programas computarizados para evaluar, cuando otro barco colisione o se hunda (cosa que dan por sentado), qué tiempo demorará en derramar su «oro negro» y el alcance de la contaminación que puede provocar.
Tener previsiones fiables es decisivo para elegir la mejor estrategia de contención, dicen los creadores de estos softwares, pero acotan: Siempre que se pueda contar con que los dueños de las embarcaciones y los pozos digan la verdad sobre la cantidad de carga y sus características.