Ocurren actos irresponsables en un sitio destinado a educar a la población en el respeto a la naturaleza y su biodiversidad
Tarde de septiembre, 2007. Acuario Nacional de Cuba. En el estanque de los delfines hay más revuelo que de costumbre y no precisamente por la belleza de sus piruetas. Para sorpresa de entrenadores y biólogos los animales «enferman» todos a la vez y vomitan el alimento recién ingerido.
La alarma se extiende a la piscina de los lobos marinos, en cuyas aguas se observan idénticos «OFNI» (objetos flotantes no identificados) de extraña apariencia, como si fueran fragmentos de celofán o envolturas de caramelo.
Por fortuna, pronto descubren que se trata de salpas: una especie animal semitransparente muy parecida a las medusas… Pero ¡¿cómo llegaron tales invertebrados a un acuario caribeño si su hábitat natural son los grandes océanos?!
Delfines y lobos marinos en el Acuario solo tienen en común el alimento que reciben y hacia él se vuelven los ojos del departamento de Salud Animal, cuenta la bióloga Laina Sánchez en el póster que llevó esta curiosa historia al recién concluido congreso de Ciencias del Mar.
Los gelatinosos polizontes viajaron a Cuba en el estómago de un lote de jurel cuya captura se produjo en aguas del Pacífico Sur. El producto fue certificado como «apto para consumo humano» por sus vendedores, y así era en efecto, pero resulta que el estómago de los mamíferos marinos es mucho más exigente que el nuestro.
Muchas especies, como la humana, son omnívoras (podemos comer casi cualquier cosa) pero los delfines se alimentan exclusivamente con peces de plataforma y calamares. Tales productos llegan congelados al acuario y personal entrenado lo somete a un riguroso proceso de cambio de temperatura, troceado y selección antes de entregarlos a sus comensales, asegura María de los Ángeles Serrano, subdirectora de la institución.
Son tan «exquisitos» los delfines que la naturaleza los dotó de una especie de filtro en el estómago que ayuda a vomitar lo que no pueden digerir, y además sus heces son líquidas para que se disuelvan con rapidez y no contaminen su espacio vital, explica a grandes rasgos la bióloga.
Su punto débil, explica María de los Ángeles, es ese orificio en el tope de la cabeza que les permite respirar fuera del agua: «Si al salir a gran velocidad tropiezan con objetos pequeños flotando en la superficie estos pueden tapar el espiráculo o introducirse en él, poniendo en peligro la vida del animal».
Es algo que se advierte al público mediante carteles y se reitera gentilmente en el guión del espectáculo, pero hay personas que ignoran el mensaje y dejan en las gradas o las inmediaciones del delfinario numerosos pedazos de papel, envoltorios y otros objetos que el aire levanta con facilidad y luego deposita en el estanque.
El entrenador de lobos marinos Daniel Sanpedro se suma a este reclamo: la piscina de sus «educandos» es de más fácil acceso y por tanto es común encontrar en ella caramelos, rositas, pizzas, huesos de pollo, latas de refresco, trozos de pan… ¡hasta pedazos de plomo!, dice alarmado.
María de los Ángeles apunta otro ejemplo de irresponsable divertimento: fue necesario bajar el nivel de agua en el estanque de las tortugas porque muchas personas las sacaban para hacer fotos o jugar con ellas, algo inconcebible en un sitio destinado a educar a la población en el respeto a la naturaleza y su biodiversidad.
La lección de las salpas de aquel otoño caló hondo en todo el personal del acuario y en los encargados de adquirir, transportar y manipular alimentos para las simpáticas estrellas de sus espectáculos, pero de nada valen tantas precauciones si el público no se erige en cómplice de la seguridad ambiental de estos amigables mamíferos.