También yo, como Zulema Gutiérrez, «me quedaría a vivir dentro del abanico/sentada junto a los crisantemos» como el onnagata de la tradición teatral del kabuki. El hombre-doncella enmascara su teatralidad bajo el polvo de arroz, bajo la exploración fabular y poética percibida desde los ojos del otro. En Sentada junto a los crisantemos —en este crisantemo— pervive la intención de acercarnos al hecho poético con la humildad del espectador oriental: sentado en primera fila, con los ojos puestos en el círculo del arte, sin otros ornamentos para la percepción que el acto mismo de escuchar, ver, proyectar. La autora nos hace trascender el imaginario de su época, de una concepción espacial expuesta a través de la poesía, para centrarse solo en el cuerpo vivo de tu/mi/nuestra fabulación, nuestras provocaciones en torno a la transmutación del verso.
La voz de Zulema se duplica en el eco de la plurivivencia de los mil rostros, donde los ejes temáticos no se convierten en atadura, sino en divertimento, entendido este en su dimensión de libertad no simplificadora. La poeta se ramifica como las raíces del árbol, o las del crisantemo, hacia todos los lugares posibles en un cuestionamiento de las verdades —esas, las ya conocidas, los momentos universales que compartimos—: es la muchacha que recuerda al padre que ya no está, es la Zulema que se dramatiza y desdramatiza para convertirse en otra mujer, es la guerrera que grita: «escribo manifiestos/poemas de guerra», la que rechaza a Dios y lo recibe mientras lustra sus herramientas de matar como quien tiempla la espada.
No teme a los filos ni a los juegos con el lenguaje porque conoce las leyes de la espada que es, digamos, las leyes de la poesía. Habla desde una sinceridad que se percibe hermosa, y no por eso menos cruda, menos real, más persistente en nuestro ideario como lectores/espectadores de su trascendencia escénica, poética. Nos habla desde diferentes puntos de vista que pueden, por qué no, ser el mismo: una voz semejante, una espacialidad distribuida en su reiteración. Es capaz de recordar, borrar, agotar sus propias memorias y compartirlas desde la performatividad que conoce suya. Se quita las capas de su armadura, poco a poco, desvirtúa al hierro, abraza a la poeta que corre entre los crisantemos, le susurra un nombre y es entonces que percibimos, carne a carne, hueso a hueso, el acto de la verdadera transmutación.
Sentada junto a los crisantemos es un libro que asume la delicada proporción, la verdadera visión del hecho oriental ante el acto poético; entiéndase libro, verso, vida. Sustenta su solidez no solo en la palabra justa como hallazgo, sino también en conocer las cuerdas sensibles de su propia poesía. A ella la conozco. Zulema es una mujer que sobrevive con la poesía como arma para crear. Bajo los techos que apenas se sostienen. Mientras borda carteras con la paciencia de un artífice de la escena. «Yo apenas vivo», me confiesa. «Camino dentro de la casa como si quisiera atravesar las paredes». Define los paisajes que conoce, los paisajes que imagina, los que sueña. El poemario oscila entre la contundente realidad y la exploración sensible en torno a ese posible ya mencionado que sustenta sus recuerdos.
Hablamos de comulgar. Comulgar con el juego, con la interpretación, con el performance poético que la autora propone desde la advocación de sus mil rostros, a veces epigramáticos, apenas alientos; en otras ocasiones arriesga el discurso, lo tuerce, encuentra el sentido a través, con y desde la poesía.
A ella la conozco. Me refiero al muchacho onnagata. A la máscara de la doncella. A sus juegos peligrosos y herramientas de la vida y la muerte. Al fin y al cabo, un libro es solo la apología de una idea. Sentada junto a los crisantemos nos invita a trascender el filo de la espada y encontrar la verdadera humanidad de las palabras.