Entre los méritos de la novela El verde de las canicas, de Marvelys Marrero Fleites, está su propia escritura y estructuración y que el universo de las relaciones y visiones de los pequeños resulta bien armado
El mundo de la infancia, tanto para elegirlo como destinatario de la escritura, o como para reflejarlo en cualquier texto, es sumamente complejo. Todos los adultos fueron niños, pero muy pocos lo recuerdan, diría Antoine de Saint Exupéry.
Aun así, la literatura encara tales retos, de tal modo que los predios de la niñez siguen muy presentes en diversas páginas. Tal es el caso de la novela El verde de las canicas, de Marvelys Marrero Fleites, editada bajo los auspicios de la Editorial Letras Cubanas. Vale decir que no son los niños los destinatarios de estas páginas, ni tampoco los únicos implicados en su trama, aunque sí tiene un gran peso la presencia infantil en esta novela.
En buena medida, la obra se cuenta desde las voces de sus propios protagonistas, otorgando gran valor a la primera persona como guía narrativa. Un recurso que nos deja acceder casi sin intermediarios al pensar y al comportarse de muchos de los personajes, a través del filtro de hacer explícitas sus motivaciones y razones. En general, cual puesta en escena coral, se comparten, se entrelazan, se subordinan o se dominan una a la otra las importancias individuales y sus acciones para hacer fluir la historia. Como una suerte de cauce, tejido por esa pluralidad de visiones.
En medio de todo, la participación infantil es un gran juego de espejos. De un lado, la visión adulta llena de sus responsabilidades, deseos, sueños y bajezas. Los aman, o los detestan, o los abandonan, o a su manera tratan de cuidarlos, incluso para intentar lograr que sean seres humanos distintos a lo que son ellos mismos como progenitores. Pero entre esos propósitos y el éxito se alza la realidad diaria, las responsabilidades, las decisiones que lleva adelante cada uno. Y entonces, del otro lado, está la óptica de los niños. Con inocencia, pero con pleno saber, se comportan como reflejos, como víctimas, o simplemente como espectadores.
El ser y el pensar infantil, y por ende sus actos de hoy y de mañana, están marcados por esos entornos que no eligen, pero que deben padecer, y que en buena medida signan sus caminos.
Entre los méritos de esta novela está su propia escritura y estructuración. La autora, más interesada en ese retrato múltiple, en el cómo se cuenta que en el qué, demuestra soltura y capacidad para llevar todos los trazos que propone. Los personajes son realistas, sin extremos, con matices. Y el universo de las relaciones y visiones de los pequeños resulta bien armado.
Sin pretensiones de exégeta, quizá haya significativas claves en un recurso del texto. Al terminar la novela, solo hay un personaje en todo este escenario, que si bien no es feliz, al menos puede llegar a serlo. Una madre sola, pues su esposo la abandonó y huyó a otro país, que acude a muchas horas de trabajo para mejorar su vida y la de su hija, mientras, justamente por eso, se aleja de ella y la pone en manos de una cuidadora horrible. Esa madre es la única que intenta ir hacia adelante, de algún modo salirse del círculo que propone la historia como la historia de todos, sin traicionar o traicionarse. Es a la única a quien puede llegarle de nuevo el amor, como camino nuevo, como horizonte posible.
Sin embargo, el doble final que posee la novela, una escena repetida con variaciones y lecturas distintas, un tanto a la usanza de la era audiovisual actual, puede desviar un poco esos significados finales del texto. En el primero, los «malos» (y el entrecomillado es porque tampoco lo son del todo, sencillamente responden a sus contextos y mediaciones para ser tal cual son), y hasta los regulares, reciben su dosis de castigo.
En el epílogo, un segundo final que por cerrar el libro adquiere algo más de prevalencia, aunque también los malos y los regulares son castigados de alguna manera, hay otras consecuencias. Por la víctima elegida, la tragedia troncharía toda posibilidad de felicidad para que ese personaje pudiera hallar una vida mejor en un futuro cercano. En esa conclusión, esa madre quizá ya no desearía ni amor, ni futuro, ni nada. Nada valdrían ni sus esfuerzos, ni sus esperanzas, ante la pena que se levantaría ante ella.
Tal vez, en acto poco común pero válido como toda propuesta artística, esta sea la idea que intenta dejarnos su autora. Un aviso de la desesperanza, de la falta de salidas, de la posibilidad de ser víctimas y hasta de cómo podemos fabricarlas para mañana. Como para contradecir el verde ingenuo que se anuncia en las canicas del título. O como la alerta de una posible realidad futura que, ojalá, nunca nos acontezca fuera de la literatura.