Instruye al niño en su carrera,
y aun cuando fuere viejo,
no se apartará de ella.
He querido iniciar esta breve crónica sobre la lectura con un versículo bíblico y ustedes luego verán por qué lo hago.
Nací dentro de una familia pobre e inculta. Mi padre era analfabeto, solo sabía firmar y sacar cuentas (algo imprescindible para vivir) y mamá había llegado hasta segundo grado. El abuelo pensaba que, por su condición de mujer, con saber leer y escribir le bastaba.
Nunca vi un libro en casa. La primera literatura que entró en mi hogar la llevé siendo ya un adolescente.
Pero sí había un libro, un libro muy importante entonces, que era la Santa Biblia en la versión de Casiodoro de Reina, de 1569 y revisada por Cipriano de Valera en 1602: la Biblia que usaban los protestantes, llena de poesía y de fábulas asombrosas.
Por suerte, estas fueron mis primeras lecturas y siguen estando presentes hoy de manera esporádica en mis quehaceres con los libros.
Luego recuerdo una noche, tendría unos nueve años, que mientras paseaba en el Parque La Libertad con mis amigos, se me ocurrió entrar a la pequeña biblioteca de entonces, ubicada en el mismo Ayuntamiento, en los bajos, con solo una bombilla amarilla de luz débil, una mesa y un hombre que atendía el lugar, que puso frente a mi un libro grandísimo, con letras enormes: era El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha. Intenté leerlo, pero tenía tanto polvo, y como he sido alérgico toda la vida, tuve que abandonar el local y el libro inmenso entre toses, estornudos y mocos.
Ya con la Revolución de inmediato se organizó una buena biblioteca municipal, amplia, ventilada y con adecuada iluminación. Recuerdo que los libreros habían sido anaqueles de una preciosa y vieja farmacia de un tal Dr. Acosta y ahí me encontré a los Clásicos Jackson, que era literatura para jóvenes, unos 25 tomos y abarcaban autores desde Sócrates y Platón hasta los más contemporáneos de entonces. Confieso no haberlos leído todos, pero sí la mayoría, y hay cosas de ellos que recuerdo con nitidez, mi turbación ante la lectura de El Banquete, de Sócrates, narrado por Platón, por ejemplo.
Ya entonces, cuando se organiza la milicia y empezamos a conocer y vislumbrar la futura guerra contra los yanquis, cayeron en mis manos joyas como Caballería Roja, o Los hombres de Panfilov en la primera línea de fuego, Escambray 60, Contrabandidos y Los años duros.
Luego tuve la suerte de casarme con una muchacha en cuya casa existía una vieja biblioteca de literatura rusa (sus parientes eran todos militantes del viejo Partido Comunista) y ahí tropecé con Gogol, Dostoievsky, Gorki, Tolstoi y con novelas como Los Artamanov y Taras Bulba que me golpearon con su fuerte realismo.
Ya cuando intenté escribir mis primeras cosas, volví a la biblioteca del pueblo y organicé un nuevo plan de lectura. Cayeron en mis manos Quiroga, Maupassant, Hemingway, Faulkner y alguien que iba a ser decisivo en mi acción creativa posterior: el cubano Onelio Jorge Cardoso.
Luego he seguido leyendo todo lo que puedo y me parezca bueno.
Como casi todos los escritores cubanos, leo poco a los escritores cubanos contemporáneos y eso es un defecto, pero a veces trato de rectificarlo y me propongo leerlos para luego escribir sobre sus obras.
Y al final me he convertido en un lector furibundo, pero muy anárquico. Y hago algo que no se los aconsejo, aunque me encanta: me leo tres y cuatro libros a la vez.