Los libros en mi casa estaban divididos entre un pequeño librero de madera ubicado en el comedor —que debe haber contenido los textos de trabajo de mi madre, profesora de Biología del nivel secundario, pues no recuerdo haberme acercado nunca a ellos— y un enorme escaparate de madera y vidrio colocado, para mi gran fortuna, en el cuarto que compartíamos mi hermano y yo. No puedo precisar a qué edad alcancé la estatura y habilidad suficientes para abrir por mí misma las puertas (cuyas antiguas llaves negras permanecían siempre en las cerraduras), pero a partir de entonces no hubo día que no disfrutara la emoción de recorrer con la vista los volúmenes apilados para seleccionar el que me traería la aventura de lo desconocido, o la reiteración del placer ya experimentado.
La única «censura» que mis padres decidieron ejercer al respecto fue poner los libros infantiles en los estantes más bajos; probablemente debido a su peso, la enciclopedia UTEHA ocupaba el primero de estos, y las páginas dedicadas a historia, geografía, literatura y arte —debo confesar que no así las de las ciencias— fueron relectura frecuente hasta bien entrada mi adolescencia, algo que explica que las asignaturas recibidas en mi primer año de la carrera de Letras fueran un reencuentro con viejos conocidos, mientras muchas de mis compañeras confundían a Teseo con Perseo y al oír hablar de La Ilíada, pensaban de inmediato en la rubia y satinada cabellera de Rossana Podestá en Helena de Troya.
Yo nunca leí por aprender, y eso es lo extraordinario de la literatura: se aprende sin esfuerzo, incluso sin quererlo. Uno de mis libros predilectos de la adolescencia, Ivanhoe, de Walter Scott, era una romántica historia de amor, en la que yo soñaba con ser Rebeca, no Rowena, un ser descolorido en mi opinión, pero si alguien me hubiese preguntado quién era Ricardo Corazón de León, habría podido contestarle que era Ricardo Plantagenet, rey normando de Inglaterra, que partió a las cruzadas dejando en el trono a su hermano Juan Sin Tierra, y este trató de usurparle el reino al saberlo prisionero del rey de Francia.
Años más tarde, ya en mi etapa universitaria, José Soler Puig insistió en que lo acompañara a visitar a unos amigos, personas muy cultas, y estos mostraron cierta incomodidad ante la intromisión de una muchacha en lo que era, a todas luces, una tertulia íntima de entendidos. Se enzarzaron en una discusión sobre la Guerra de Secesión en Estados Unidos, y como uno tuvo dificultad para recordar de inmediato el nombre del secretario de Estado de Jefferson, me atreví a intervenir para apuntar que era Judah Benjamín, dato —obtenido en mi lectura de una biografía novelada sobre este personaje— que provocó una mirada de sorpresa y mi inclusión en la charla. No me molesta admitir que mucho de lo que sé de la historia de Francia lo debo a Dumas, Víctor Hugo y Balzac, que la invasión napoleónica a Rusia es inolvidable si se lee Guerra y paz, que nunca he pisado España, pero mi Madrid es Larra, Galdós y Cela, Castilla es Machado, Andalucía es Lorca, y la Guerra Civil y sus secuelas es la herida que dejó en Vallejo, pero sobre todo es Miguel Hernández.
A los libros debo otro aspecto muy importante de mi vida: leyendo cuentos de hadas comencé a imaginar historias similares; con las novelas de Zane Grey y James Oliver Curwood, escribí en cuadernos escolares plagios descarados de aventuras del oeste norteamericano y los bosques canadienses. A los 14 años sufrí leyendo Un árbol crece en Brooklyn y Crimen y castigo porque yo quería escribirlos (y me ha seguido pasando desde entonces con muchos otros textos). Leer alimentó siempre mi vocación de escritora.
Si algo extraño de mi juventud —y a diferencia de muchos, me siento feliz con mi edad— es la disponibilidad de tiempo, y la capacidad de visión para consumir un libro diario. Ese fue mi promedio de lectura desde que dispuse de un carnet de socia de la biblioteca Alex Urquiola. Mi madre me regañaba «por leer tanto» en lugar de «ir al parque y tener novio», como la mayoría de las muchachas de mi edad. Paradojas del mundo, porque todas mis amigas eran regañadas por sus madres por «pasarse la vida en el parque, enredadas con los novios», cuando debían ponerse a leer, entre otras cosas. Pero leer no me privó de oportunidades de ser enamorada y, muy por el contrario, me preparó para estar a la altura cuando quien se acercaba a mí era alguien que había cultivado su intelecto, no solo su físico.
Marianne Fredriksson escribía sobre el drama de los lectores apasionados, cuando se ven obligados a deshacerse de parte de sus libros porque ya no caben en la casa. Yo he vivido ese drama innumerables veces, pero en realidad lo terrible para mí no es eso: por lo general siempre encuentro libros de los que no me duele desprenderme, y hay otros que conservaré decididamente hasta mi muerte. Lo que es cada vez más doloroso es ver acumularse verdaderas montañas de libros que compro, o me regalan, sin encontrar el tiempo de leerlos. Saber que entre sus tapas aguardan historias que no puedo disfrutar es como ver pastelería francesa en una vidriera a precios inaccesibles a mis bolsillos. Un buen consuelo para esa tortura es saber que los libros son pacientes y esperan, me acompañan, y un día recorreré sus páginas para encontrar, si hay suerte, la misma magia que me hizo soñar en la niñez.